Análisis de The Last Guardian

El tercer juego dirigido por Fumito Ueda, ahora desde genDESIGN, empieza junto a esa misma cadena que vimos por primera vez hace más de siete años. Parece cierto, desde luego, eso que dicen sobre lo relativo del tiempo; lo que había sido una espera eterna se siente como un instante cuando el chavalín, que a saber cómo ha llegado hasta ahí, despierta en ese pozo. Todo está como lo recordábamos, como lo habíamos imaginado cientos de veces. También Trico, la «bestia devoradora de hombres» que yace herida a unos pocos metros. Como ICO, The Last Guardian arranca con un acto de bondad, con una demostración de confianza y de ingenuidad que solo podía venir de un niño: el primer objetivo, el único objetivo, es ayudar a la criatura que debería querer comernos. La sombra de los colosos asoma un par de minutos después, cuando nos subimos al bicho para quitarle un par de lanzas clavadas con mala baba; la forma de trepar del muchacho resulta familiar y tirar de las picas solo puede verse como la acción contraria a la estocada en Shadow of the Colossus.

Es un inicio brutal por su forma de contextualizar el juego. Las referencias a obras anteriores van mucho más allá del guiño cómplice o de las pistas —luego habrá más— para saber que los tres títulos comparten mundo. Al invocar tan pronto los recuerdos y los mensajes de ICO y Shadow of the Colossus, The Last Guardian nos recuerda que también es de la familia. Que está al mismo nivel. Que, a pesar de los retrasos, el cambio de plataforma y el desarrollo problemático, aquel The Last Guardian es también este The Last Guardian. El único e inconfundible.

En lo relacionado con la estructura y el diseño, la similitud con el primer juego del Team ICO es especialmente evidente. También aquí toca escapar de una fortaleza imponente, avanzar por todas esas torres y todas esas ruinas que dibujan postales a lo lejos en busca de la siguiente salida. Es un recorrido lineal, una serie de estancias y de rompecabezas conectadas con el gusto necesario para no aborrecer otro sistema de palancas, engranajes, poleas y ascensores. La clásica mazmorra desangelada se convierte aquí, tal vez por la magia cegadora de un sol que brilla más que los otros, en un viaje inolvidable a través de templos, bosques, puentes y grutas que exigen un respeto casi litúrgico. Todo en The Last Guardian parece ser sagrado, en mayor o menor medida.

Y sin embargo, hay espacios diminutos para la decepción durante el primer tramo de la aventura. La mecánica de apuntar con el reflejo de un escudo es un tópico de los malos y uno puede caer en la tentación de ver aquello como una reinterpretación de ICO sin el impacto que tenía en 2001. Antes de poder encender cualquier alarma, por suerte, queda claro que el impacto aquí tiene cuatro patas y varios cientos de plumas. La lección magistral de The Last Guardian está en su forma de enlazar la progresión del juego con la relación entre Trico y su pequeño acompañante. Puede sonar parecido a otras ideas vistas antes en varios juegos, pero no; el vínculo que se va creando con ese majestuoso animal es, con cierta diferencia, el más complejo e intenso que he sentido nunca como jugador. El simple hecho de acariciarle, de sentir los latidos de su corazón, es algo increíblemente tierno y demoledor a la vez. El trabajo con las animaciones es algo difícil de creer e imposible de contar; la sensación de estar siempre ante un ser vivo y enorme define la experiencia de una forma alucinante, hasta el punto de olvidar no solo que aquello son polígonos y texturas, sino también el detalle de que no existen Tricos fuera de las pantallas. Su comportamiento es igualmente increíble, lo mismo cuando se refresca en un estanque o juguetea por su cuenta con el siguiente tentempié que cuando decide hacernos caso y correr hacia donde le señalamos. La inteligencia artificial del bicho tiene algo de voluntad propia, la justa para mantener la ilusión sin resultar frustrante, pero siempre recuerda su papel en todo esto. Trico es la fuerza bruta cuando aparecen los soldados de piedra y los saltos de varios metros cuando no hay plataformas cercanas. Nosotros, el chiquillo, nos colamos por los pasos estrechos para poder llegar al mecanismo que abre la puerta principal y buscamos barriles con comida para reactivar al animal cuando se tumba al suelo hambriento.

También deberían haber mantenido, aunque fuese en un esquema de control alternativo, la posibilidad de mantener R1 para aferrarte al plumaje del amiguete igual que se usaba para escalar colosos y para agarrar la mano de Yorda. El resto de botones sí mantienen sus funciones de juegos anteriores y, aunque nada se ha roto al automatizar la sujeción, no tiene sentido renunciar a esa coherencia fantástica. De hecho, se jugaba así en algunas versiones no finales del juego y hay otras mil formas de colocar las órdenes —para eso sirve R1 ahora— en el Dual Shock 4.