Hace un par de años mi móvil perdió buena parte de su utilidad. Se llenó de basura. No sé exactamente por qué, ni me preocupa demasiado, pero el caso es que su rendimiento era tan pobre que no podía utilizar con normalidad casi ninguna app. Cuando terminó estropeándose del todo, ya estaba acostumbrado a no utilizar el móvil: me envalentoné y decidí pasar de tener un móvil que apenas servía para nada a no tener móvil. ¿Qué podía salir mal? La euforia de este nuevo ludismo ridículo me animó a preguntar a la gente dónde quedaba tal calle, a pedir la hora y a celebrar ante quien tuviera la mala pata de cruzarse conmigo los innumerables inconvenientes con los que me había recompensado el cambio de vida. En una ocasión, tuve que ir a una papelería a imprimir un mapa de Google para saber llegar al piso de un amigo. Cuando llevaba una semana sin teléfono móvil, librando una batalla interna entre mantenerme fiel a mis promesas públicas de convertirme en El Hombre Sin Smartphone y mandarlo todo al cuerno y dejar de preocuparme y amar la pantalla táctil, una amiga me sugirió que dejara de hacer el tonto y me comprase uno nuevo. Jamás, respondí. Unos días después de mi compromiso con mi causa tan mohína, mi cuñado se compró un móvil nuevo y me regaló el viejo, y en tiempo récord lo devolví a la vida y lo hice mío. Aunque posiblemente fuera al revés, lo viví como el primer episodio de Unbreakable Kimmy Schmidt. Puedo decir sin miedo a exagerar que nunca antes restaurar una copia de seguridad me había hecho sentir tan bien.

Este episodio de survivalismo lamentable me ha venido a la cabeza varias veces mientras jugaba a The Legend of Zelda: Breath of the Wild, que empieza, como se sabe por las no pocas apariciones de la demo del juego en ferias y presentaciones, con Link resucitando después de una siesta criogénica de un siglo y recibiendo, nada más levantarse de la cama, un extraño artefacto: la piedra sheikah. Como nosotros, lo primero que hace Link nada más despertar es mirar el móvil.

Es famosa la intención de Miyamoto de crear, con el primer The Legend of Zelda, un videojuego que representara con toda la fidelidad que ofrecía la tecnología de mediados de los ochenta el concepto de aventura que él asociaba a los paseos infantiles por el bosque. Las posibilidades de ese infinito que se esconde detrás de los árboles; la desorientación y la toma de decisiones constante que implica la exploración de lo salvaje. En alguna ocasión, el diseñador japonés ha hablado de la incertidumbre que sentían antes de la publicación, y el éxito atronador, de The Legend of Zelda: el optimismo puede llevarnos a pensar que dar tanta libertad al jugador siempre es algo bueno, pero a Miyamoto, con cautela, le rondaban la duda de cómo iba a recibir el público un juego que te obliga todo el rato a tomar decisiones, a elegir caminos, a hacer, en fin, lo que uno considere oportuno en lugar de lo que la máquina ordena. Es un diseño delicado y que pone más facilidades de las que parece cuando se habla de su hostilidad; la más evidente es la puerta que se abre en una pared de la primera pantalla del juego, un primer objetivo claro para cualquier persona. «Es peligroso ir solo», chapurrea en inglés el tipo que hay dentro de la cueva. «Coge esto». Es una espada. El Link de 1986, creado a imagen y semejanza del Miyamoto que exploraba los bosques cercanos a su pueblo a finales de los años 50 y principios de los 60, recibe una espada de un anciano que vive en una cueva; el Link de 2017 tiene a su mejor aliado en su smartphone.

La convivencia entre la vida salvaje y cómo el smartphone afecta a nuestra forma de experimentarla está en el núcleo de Breath of the Wild. De manera similar a la de otros juegos japoneses que justifican sus mundos abiertos haciendo que giren alrededor de un tema (la amistad, la guerra; son, pues, escenarios donde desarrollar amistades o guerras), Nintendo ha hecho que aquí la apertura y la libertad de exploración tengan a la piedra sheikah como hilo conductor. Sus appssirven de apoyo para la aventura de Link: una gestiona las bombas, otra el imán, otra el paralizador, otra el témpano. Son aplicaciones sencillas que, combinadas y usadas de maneras distintas, dan forma a muchos de los desafíos del juego, desde puzzles simples o pruebas mínimas que se encuentran en los rincones más insólitos del mapa hasta los santuarios o los retos más grandes y complejos. De todo esto hay en abundancia en Breath of the Wild, y de todos los tipos, y sin un orden explícito: igual que encuentras un santuario que es un simple tutorial de tal o cual dinámica, otro puede parecer imposible, como si fuera el juego lo que está mal y no nosotros. No es así. De una forma no demasiado distinta a The Witness, (casi) todo Breath of the Wild puede superarse desde el minuto uno. Hay excepciones, pero una de las peculiaridades de este Zelda respecto a los anteriores, a los tradicionales, está en que en principio cualquier reto que se nos presente puede ser superado simplemente con las cuatro apps básicas de la piedra sheikah. Link ya no necesita una maleta en la que llevar todas sus herramientas: las tiene todas en un mismo sitio, en el bolsillo (colgada en la cintura, en realidad), como nosotros.

Es un ítem omnipresente que casi pasa desapercibido, como cualquier móvil. Está ahí cuando detonas una bomba, o cuando levantas un cofre de metal, o cuando paralizas una plataforma móvil; también está ahí mientras correteas por una pradera o escalas una montaña, aumentando la realidad con un minimapa, una previsión del tiempo, un reloj, un medidor de ruido. Otra app avisa a Link cuando está cerca de un santuario (esenciales tanto para ordenar el mundo, por ser puntos de teletransporte clave para moverse con agilidad por el mapa, como para el progreso de Link como héroe: simplificando mucho, cada cuatro santuarios superados, que vienen a ser pequeños puzzles que casi recuerdan a juegos como Stephen’s Sausage Roll, se puede subir un nivel, lo que mejora la salud o la resistencia) o incluso de otras cosas, de un plátano o de un jabalí, gracias a otra app que localiza y guía al jugador hacia objetos o animales concretos.

La piedra sheikah es importante porque gracias a ella se nivelan las penurias: que las armas se rompan o que Link esté a un golpe de ser cadáver ya en las primeras horas del juego es mucho menos demoledor de lo que podría parecer gracias, en parte, a esta herramienta multiusos. El resto es puro trabajo de diseño y contextualización. El mundo de Breath of the Wild se alimenta tanto de las puras interacciones con el entorno, del efecto de los elementos o la gravedad sobre el entorno y sobre el propio Link, como del pasado de Hyrule y de la propia serie Zelda, presente tanto por referencias directas como indirectas. No quiero entrar en mucho detalle, pero la manera en que se trata el pasado, la misma leyenda del título, en Breath of the Wild es magistral; no por nada los recuerdos del pasado, de lo sucedido cien años antes de que Link fuera criogenizado, tienen un papel central en la historia. Por eso es un juego tan distinto a los anteriores. En un Zelda tradicional, por lo general, todo funciona como una gran máquina engrasada para hacer posible una gran experiencia, un gran puzzle con un principio y un final claros; en Breath of the Wild esos hitos (conseguir un ítem, acceder a un templo; superar el templo, llegar a la siguiente zona gracias al nuevo ítem, conseguir otro, acceder al siguiente templo; etc.) se difuminan en favor de una partida mucho más abierta que nunca, más basada en la experimentación y en la exploración libre, y por ello más dada a las sorpresas y a los sistemas interconectados. Funciona más como una simulación que como una maqueta, por decirlo de alguna forma; es una versión más viva, más salvaje de la idea clásica de Link como actor crucial en un mundo para el que en el fondo solo es un crío con las orejas puntiagudas.

Es difícil encontrar una idea o un mecanismo que desentone. Que las armas y escudos se rompan, por ejemplo, te obliga a enfrentarte al entorno con otra mentalidad; le da a los combates una complejidad inaudita en la serie Zelda, porque los hace imprevisibles hasta cierto punto: a veces puedes estar reservándote una espada o una lanza concretas para un momento determinado y tienes que enfrentarte a un grupo de enemigos usando otras más débiles, o quizá una tormenta eléctrica te impide usar equipo metálico, o quizá la estrategia de entrar como un bulldozer en un campamento usando flechas explosivas se va al traste porque empieza a llover y las flechas se humedecen y quedan inservibles. Pero hay otras posibilidades: quizá desarmas a un enemigo en medio de una tormenta y lanzas al suelo una espada para que vaya a por ella y quede a merced de los rayos, o los distraes con comida, o te infiltras sin hacer ruido, o les recibes con una roca rodando por un terraplén, o les prendes fuego al escudo de madera para que les queme y lo tengan que tirar. Cada momento tiene suficientes variables como para que un mismo encuentro pueda tener resultados muy distintos en función de cómo queramos o podamos enfrentarnos a él; como casi todo en Breath of the Wild, no es algo particularmente nuevo en Zelda (siempre ha habido distintas formas de enfrentarse a los enemigos), pero sí está llevado a unos extremos y presentado de una manera inédita en la serie, y poco comunes en los juegos de Nintendo. Frente a las narrativas bien definidas y monolíticas que han caracterizado a Zelda todo este tiempo (con la excepción del primero, claro), Breath of the Wild propone una aventura fragmentada y en la que por norma general se ofrece la última palabra al jugador; valga decir que en las ocho o diez horas que he jugado después de haber visto los créditos no he parado de encontrar lugares y desafíos nuevos, casi todos ellos con ideas que hasta entonces no se habían cruzado en mi camino. Es un cajón de sastre muy bien ordenado; parece abrumador y caótico, pero poco a poco su estructura y sus piezas se van definiendo. Entonces se vuelve más abrumador, pero se ve que todo está ahí por un motivo; todo significa algo.

Es un juego muy redondo; mimado hasta el extremo, trabajado con ese mimo especial que se le pone a un regalo. Por eso cuando renquea duele más; no es algo que pase a menudo, pero sí ocurre en ciertos momentos y en zonas concretas. Son miserias que, personalmente, no me terminan de empañar un apartado técnico muy consciente y ejecutado con buena mano; no sé si es mejor o más realista tomar como referencia la versión de Switch o la de Wii U, donde nació el juego (en el momento de escribir esto todavía no tenemos acceso a esta versión, así que no sabemos mucho sobre ella), pero en cualquier caso parece impepinable que es un Zelda de amaneceres y tardes de lluvia, de noches oscuras y de montañas nevadas, y que Nintendo da prioridad a todo aquello que más aporta a esta idea central del gran mundo abierto y de exploración libre más que a las demostraciones concretas de músculo gráfico. Dicho de otra forma, es un juego muy bonito; hay cosas que lo hacen más feo, como algunos tirones o una distancia de dibujado que le juega malas pasadas de vez en cuando, pero por cada una de esas hay otras dos que suman a la belleza, principalmente por un trabajo artístico envidiable, que abraza con convicción lo cartoon, deudor tanto de la tradición de la serie como de algunos clásicos de la animación japonesa, y que se decanta siempre por la legibilidad en lugar de por el puro espectáculo; prefiere que el movimiento de la llama de una hoguera sea un indicador funcional de la dirección del viento que una representación fotorrealista del fuego, para entendernos. La música juega un papel crucial en todo esto; más que las grandes composiciones que suenan en los puntos principales de la historia, me refiero a las notas que puntúan momentos concretos, como la llegada a lo alto de un gran monte o el principio de un día nublado. No son excusas para disculparle las flaquezas, que las tiene, sino que hace tanto por evitar que nos fijemos en ellas que acaban siendo poco menos que irrelevantes.

Volviendo a Miyamoto y su intención de capturar esa sensación de aventura pura que experimenta un niño al enfrentarse al bosquecillo más manso de su pueblo, si por algo es único Breath of the Wild es por cómo lleva la serie en esa dirección sin dar a entender que lo de antes había sido simple peloteo. Es un juego perfectamente consciente de la ruptura que supone sobre una tradición que reposa sobre treinta años de leyendas de Zelda, cada una con sus peculiaridades, y que usa esa tradición de maneras inesperadas para dar forma a otra cosa. Algo que no parece Zelda, pero que es más Zelda cuanto más juegas; que no se limita a actualizar todo lo que tiene de influyente, sino que lo reformula para darle un sentido nuevo en un mundo del futuro, en el que la suma de naturaleza y tecnología (otros dos temas que sobrevuelan todo el juego no siempre explícitamente) se identifica como magia y en el que la magia puede estar en cualquier sitio, debajo de una piedra o en el fondo de un bosque o escondida en una cueva remota. Se habla mucho sobre las maneras extravagantes y a menudo desconectadas de la realidad en que Nintendo se suma a la actualidad, en sus videojuegos pero también en sus consolas. The Legend of Zelda: Breath of the Wild es un juego rompedor y único, cautivador de una manera muy especial, muy Nintendo; una aventura inmensa que no quiere ser una representación (una leyenda) de esas escapadas infantiles al bosque: quiere ser el bosque.

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