The Order: 1886

Como muchos juegos narrativos, The Order: 1886 tiene mucho de juego de rol. Es un juego de tiros en tercera persona, sí, pero también es de rol, en el sentido de que asumimos el papel de un personaje concreto dentro de una historia. Por su planteamiento cinematográfico y su fijación total en la narración, lo bien o mal que jugamos a The Order: 1886 está más determinado por la forma en que representamos a Grayson, Sir Galahad, el muy bien barbado protagonista del juego: ser mejor o peor actor determina en gran medida que el universo de licántropos, caballeros centenarios y zepelines que propone Ready at Dawn tenga más o menos sentido, se sienta más o menos coherente.

La historia que representamos comienza con una escena en la que vemos cómo Galahad escapa de unos guardias que, por motivos que aún desconocemos, le tienen retenido. Hecho un guiñapo y con unas ropas bastante menos favorecedoras que las que hay en la portada, Galahad acaba arrinconado por los que, sabemos, son o eran sus compañeros; desesperado y sin escapatoria, se lanza al agua, convencido de que la muerte es la única salida: si tiene que morir, que sea por su propia mano. Cuando el prólogo termina, vemos a Galahad saliendo a un balcón en el Londres victoriano en el que se desarrolla The Order: 1886. Un cartel nos avisa de que es el primer capítulo.

Para cuando lo terminamos, ya sabemos varias cosas sobre el juego. Sabemos que existe la posibilidad de que The Order nos deje en más de una ocasión con la boca abierta por sus gráficos, algunas veces casi literalmente increíbles; sabemos que en Ready at Dawn tienen la intención de jugar esa carta en más de una ocasión para causar un efecto en nosotros; sabemos, también, que es posible que esto llegue a ser conflictivo, por los riesgos que implica estar tan cerca de un tipo de fidelidad visual hasta ahora exclusiva de las imágenes pre-renderizadas. No sabemos que hemos hecho casi todo lo que vamos a poder hacer durante el resto de horas que tenemos por delante, aunque no estamos lejos de saberlo.

* * *

No es una postura popular, pero no tengo nada en contra de los quick time events. No recuerdo muchísimos destacables, pero sé que, bien usados, son un recurso más para potenciar la inmersión del jugador; lo he citado más de una vez como ejemplo, pero el QTE de God of War III en el que aplastamos unos ojos con los pulgares pulsando al mismo tiempo los dos sticks del mando de PS3 me sigue pareciendo ejemplar.

Sin embargo, como afirma Adrian Chmierlarz, de The Astronauts, en un artículo publicado recientemente en Medium, «hay muchos motivos por los que a la mayoría de la gente no le gustan los QTEs, y The Order: 1886 es uno de ellos». Si me preguntáis a mí, un quick time event debería ser un simulacro de participación; la idea es que el jugador sienta que está participando en la acción que se ve en pantalla más de lo que realmente puede participar, en el sentido de que crea una fantasía no recogida en el gameplay. Como Kratos, podemos saltar y correr y ejecutar a enemigos de muchas maneras, pero no podemos sacarles los ojos con las manos; eso se simula puntualmente por medio de un QTE, cuando el juego ya ha conseguido ganarse nuestra atención.

En The Order, sin embargo, los quick time events parecen chantajes. The Order quiere nuestra colaboración; necesita nuestra colaboración, y prefiere sobrecargarse de indicaciones en pantalla con tal de asegurarse de que estamos ahí. En algunos casos, los QTE funcionan mejor que en otros; encajan bien cuando, en un combate orquestado de antemano, el juego nos pide que pulsemos un botón para evitar un golpe o para dar una puñalada, la simulación tiene cierto sentido: no ejecutar la acción dentro de una ventana de tiempo determinada tiene como resultado recibir un golpe, o no dar la puñalada; en función de la situación, puede dar como resultado la muerte del protagonista, el game over.

En otros casos, ocurre esto (aunque no creo que haya nada en este vídeo que pueda considerarse spoiler, sí hay una escena del quinto capítulo, del que ya hablé en un avance y que se pudo ver en acción):

A pesar de que la escena me exigía urgencia, negarme a pulsar triángulo no tuvo ninguna consecuencia. La ficción no se pausa; mientras yo me hacía un café y me fumaba un cigarrillo, Galahad y las personas a las que tenía que salvar simplemente estaban ahí, sin hacer nada.

En el caso de Chmierlarz, como desarrollador, la falta de consistencia en la competencia del jugador es señal de un conflicto de diseño; en el mío, como jugador, el problema es de confianza. Aunque percibo que el juego ha dispuesto como norma que mi representación de Sir Galahad sea la adecuada dentro del contexto que me propone (una norma que respeto y acepto), me resulta difícil actuar como me gustaría: el mando, la herramienta de la que dispongo para comunicarme con el juego, no es fiable porque es difícil prever qué va a querer de mí The Order, qué me va a permitir hacer y qué no.

Quiero pensar que uno de los motivos del éxito (entre la crítica, pero también entre los jugadores) de Uncharted es que, además de una experiencia cinematográfica, por usar la jerga al uso, son buenos juegos de acción. Está claro que Ready at Dawn ha tenido presente el trabajo de Naughty Dog durante el desarrollo de su primer juego para PlayStation 4 (cuando nos matan casi parecen estar citando The Last of Us), aunque no siempre tienen el mismo éxito con el ejercicio de estilo: como por accidente, The Order no parece seguro de cuál es su objetivo. En un mismo escenario pueden convivir vallas de un metro que podemos saltar pulsando × y otras que no; aunque acabemos de saltar a una altura inferior por un hueco que el juego había colocado para nosotros, otro salto similar nos está vetado; a veces podemos trepar por un muro dos veces más alto que nosotros, pero no otro exactamente igual, con salientes idénticos que solo se diferencian por no estar pintados de blanco. The Order: 1886 parece un escenario de teatro: tenemos que representar nuestro papel donde las marcas nos dicen que podemos hacerlo, y no en otro sitio.

Y, con todo, en general es un juego de acción disfrutable. No es el mejor de su especie, pero se defiende. Lo que no quiere conseguir introduciendo novedades mecánicas en los shooters en tercera persona con coberturas (hace nueve años, Gears of War ya hizo, a menudo mejor, todo lo que hace hoy The Order) lo consigue de otras formas: por ejemplo, haciendo que los tiroteos, por lo demás previsibles (llegas a una sala, hay una serie de obstáculos en los que aparentemente te puedes cubrir; de pronto, una serie de enemigos aparecen y te interrumpen hasta que los eliminas a todos), sean espectaculares, desplegando un arsenal de efectos visuales que a veces acompañan al arsenal de Tesla, inventor en la vida real y nuestro proveedor de armas en la ficción del juego.

* * *

En The Order: 1886, lo audiovisual tiene un peso tan importante como lo mecánico. El botón más importante del juego es el L2; es el de apuntar cuando tenemos un arma (cuando el juego decide que sea el de apuntar, en realidad: no pocas veces tenemos el arma desenfundada y el botón no hace lo que creíamos que haría), pero sobre todo y ante todo es el de mirar cosas.

Con L2 hacemos zoom y nos fijamos en lo que nos rodea. A veces, Galahad hace comentarios sobre algunas cosas; otras, solo nos sirve para pararnos, como jugadores, en los mil y un detalles que hay en los escenarios de The Order. Es normal que en Ready at Dawn recomienden la partida calmada, la de pararse cada poco a echar un vistazo a lo que nos rodea. Se nota un cuidado y un talento especiales en los gráficos del juego: en el indudable logro de hacer que todo se mueva en tiempo real y no haya diferencia entre las partes jugables y los vídeos, en el mimo que se ha puesto a la hora de reimaginar el Londres steampunk con hombres lobo y caballeros centenarios, en cómo cada calle, cada traje y cada bigote encajan dentro de una imagen más grande que no conocemos pero agradecemos, por cómo da empaque al mundo por el que caminamos.

En muchos momentos, The Order: 1886 es un juego de mirar cosas. El botón L2 está ahí como prueba, pero también algunos coleccionables: fotos y periódicos, que sirven para contextualizar lo que ocurre en la trama, pero también muchos otros objetos de los que a veces ni siquiera sabemos qué extraer, más allá del puro deleite de ver un objeto muy bien modelado en 3D. Nada nos dice una petaca que encontramos en una calle, pero es muy bonita; no podemos hacer nada con un martillo de madera con el que nos topamos en cierto momento, pero hay algo hipnótico en el realismo de esas texturas.

Vuelvo a Adrian Chmierlarz un momento. En un artículo publicado hace ya casi dos años, el diseñador hablaba de la «próxima generación de diseño de juegos»; avisaba de la pérdida de vigencia de las antiguas metáforas (la regeneración de salud como metáfora del coraje y la fuerza de voluntad; las barras de resistencia como metáfora de la resistencia física real de una persona) y de la necesidad de pensar en otras nuevas que tuvieran sentido dentro de una nueva generación de consolas (y, por tanto, de juegos) que cada vez se acercan más al realismo fotográfico: «A no ser que tengas una explicación plausible y muy buena para ellas», escribía, «deshazte de las ruedas de armas, la regeneración de salud y los registros de audio. Porque no, la gente no graba sus momentos más íntimos en treinta grabadoras de voz idénticas y los deja en sitios al azar. Esa metáfora del descubrimiento y el conocimiento es demasiado abstracta».

De aquí llega otra inconsistencia: aunque The Order: 1886 nos anima constantemente, dejándonos claro que la exploración atenta tiene recompensas en forma de información adicional sobre la historia, puro deleite visual y, en última instancia, marcas en el listado de coleccionables que terminan desbloqueando algunos trofeos, se aferra de nuevo a una forma de diseñar de anterior generación y más de una vez nos lanza mensajes contradictorios. Cuando nos acompañan otros personajes, por ejemplo; un buen truco para añadir interés a escenas que de otra forma podrían quedar sosas, introduciendo un interlocutor para el protagonista, que aquí no empieza a ocurrir hasta que llevamos un rato jugando, cuando ya el juego nos ha explicado que a veces los caminos secundarios y los rincones sin aparente interés esconden cosas, y que sirve para ilustrar la confusión interna de The Order: es problemático que un personaje nos meta prisa de viva voz, animándonos a seguir adelante rápido, a pesar de que el escenario, con sus coleccionables y sus puntos de interés, nos pida justo lo contrario. Fijarnos en el escenario y buscar los ítems que Ready at Dawn ha colocado para que coleccionemos implica incumplir las normas: salirnos de nuestro papel, ser un mal Galahad, romper la coherencia del juego.

(Mención aparte merecen las grabaciones de audio, que a todos los efectos funcionan como textos: aunque hay una voz que lee lo que vemos en pantalla, solo podemos escucharla desde el menú de pausa, mientras tenemos la transcripción delante, y salir del menú de pausa detiene el audio. Como las cafeteras de Alan Wake, interrumpen y empobrecen la dramática del juego; son un objeto curiosamente extraño al universo The Order, porque no tenemos forma de reproducir los tubos que contienen las grabaciones dentro de él: solo podemos acceder desde el menú de pausa, un espacio que pertenece claramente a nuestro mundo, que no existe dentro de la ficción.)

* * *

Todos estos párrafos y todavía no he mencionado el motivo principal por el que The Order: 1886 es un juego fallido. Podría perdonarle, como de hecho le he perdonado sin problema, tener menos gracia de la cuenta en su parte de shooter, confiar tanto en los gráficos como para llegar a dispararse en el pie (aunque no he visto muchos, hay algún que otro defecto técnico que duele más por aparecer en un juego por lo demás impecable: alguna textura rara, la inexplicable ausencia de reflejos humanos en los cristales, alguna caída de framerate muy puntual o cosas más raras, como lo que capturé en este vídeo) o su diseño anacrónico (Rami Ismail, de Vlambeer, dijo de él que «es el juego más de 7/10 de PlayStation 2 que he jugado en PlayStation 4, y por ese motivo supongo que puedo recomendarlo»); no tengo problema con eso. Curiosamente, tampoco me ha molestado su tan discutida duración: he tardado tres días en terminarlo, parándome, como recomendaban sus creadores, a prestar atención en los detalles, y me ha parecido suficiente.

Lo que hace fallido a The Order: 1886 es que no da motivos para acordarnos de él. Quiere quedarse en nuestra memoria contándonos una historia y haciendo que nos impliquemos en ella, eliminando las barreras entre las partes de reto mecánico y las narrativas, las que otros juegos menos privilegiados a veces tienen que reducir a puros vídeos mal comprimidos que quedan como un pegote entre las secuencias de juego puro; The Order quiere que recordemos su Londres victoriano animándonos a fijarnos en él, pero acaba contando una historia que está a mil años luz de sus logros técnicos del futuro.

Lo que cuenta Ready at Dawn ya se ha contado otras veces. Cambia a estos monstruos por otros, pon otra Orden en lugar de esta, haz que los rebeldes sean de otra manera, pero la historia es la misma. The Order intenta camuflar su vacuidad a base de una solemnidad que resulta forzada, con personajes de manual que tienen papeles de manual, francés mujeriego incluido. Como en tantos juegos de Sony, el tema de la rebelión frente a un poder sometido por egoísmo a intereses comerciales o nocivos para la sociedad aparece en The Order como un accesorio de moda, vacío de significado: da igual los rodeos que dé la historia y cuánto lo quieran camuflar, pero desde el principio está claro quiénes son los malos. Suelo ser confiado con las historias (no solo me pasa con los juegos: también con películas o libros) para dejar espacio para la sorpresa; con The Order, supe quién era el malo ya no desde que empecé a jugar, sino desde que asistí a la presentación en Madrid.

Seguramente sea esa la decepción más importante: la del que se implica en The Order y sigue sus reglas, ejecutado el papel de Sir Galahad con pasión, abrazando lo que esta fantasía tiene de juego de rol e intentando asumir sin fallo su puesto dentro del muy a menudo poco coherente mundo del juego, solo para para comprobar, cuando el telón se baja, que el esfuerzo ha sido en vano. Que lo que nos cuenta The Order ni siquiera es interesante.

Era también Rami Ismail el que decía, en otro par de tweets recientes, que «las sensaciones son el objetivo. No el gameplay. El gameplay es solo una herramienta genial que tenemos a nuestra disposición para crear sensaciones en nuestro medio. Si tu objetivo es «solo crear gameplay» en lugar de «usar el gameplay para obtener sensaciones», solo conseguirás hacer un juego terrible». Las intenciones de The Order: 1886 no tienen por qué ser malas. Los videojuegos son un medio con potencial artístico que cada día nos saben sorprender un poco más; lo último de Ready at Dawn quiere ser una demostración de músculo pero no quiere quedarse solo en eso: quiere calar, por medio del guión y sus giros y las maneras en que se desarrollan las relaciones entre los personajes, pero también a través del mando. Veo la intención. Cuando The Order nos hace testigos de una escena emocionante y trágica e intenta que nos impliquemos pulsando cuadrado tres veces, lo que intenta es bueno. El resultado, sin embargo, es el contrario al deseado: desligado de un significado que le dé sentido a nuestras acciones, el botón multiusos acaba siendo una forma fría y desapasionada de dejar nuestra huella en un mundo que nos niega el reflejo en sus espejos perfectamente modelados, como negando nuestra propia existencia.

The Order: 1886 es el juego que PlayStation 4 necesitaba para calmar a los que pensaban que lo de los gráficos se había acabado, que las consolas ya no iban por ahí. Lo que han hecho en Ready at Dawn es tremendo, increíble, hasta el punto de que, sí, merece la pena darle una oportunidad solo por ver lo que en un futuro será estándar. Algún día todos los juegos se verán así, pero todavía estamos lejos de eso. Sin embargo, el salto técnico ha de ir acompañado de otros saltos para evitar ser una colección de Press F to pay respects, como es The Order en sus peores momentos. En los mejores, es un shooter de saldo con un envoltorio de lujo. Un lobo con piel de cordero: la superproducción multimillonaria que querría que la jugaran los hardcore, aunque no puede evitar recordarles a los que han ido a picotear después de ver un anuncio en la tele con qué botón se corre. The Order es un juego desdibujado, inseguro; es uno que confía ciegamente en su historia («nos encantan los juegos, pero también contar historias», dijo Dana Jan, director del proyecto, en una entrevista; «así que creo que la historia siempre va a estar por encima porque es con lo que empezamos. Está en lo alto de la pirámide, y todo lo demás le sirve de apoyo») a costa de caer en errores de gramática que nos impiden meternos más de la cuenta en su universo, un círculo vicioso problemático del que no sabe salir muy bien parado. Es un juego que he querido poder defender, que he intentado disfrutar de la forma más inocente y honesta posible. Ese quick time event no lo he conseguido acertar. 

[ 4 ]