Análisis de The Walking Dead: Michonne – Episode One

Me gusta pensar en The Walking Dead, el tebeo, como en una especie de sandbox referencial en el que Robert Kirkman, en bermudas y camiseta a rayas, juguetea con sus rechonchas manos de bebé gigante clavando su pequeña pala amarilla en la arena y metiendo y sacando influencias culturales de su cubo de plástico, un recipiente deliberadamente infantil como es el subgénero de los zombis. Un poco de western, una buena palada de cine de acción, un poco de gore, unos granitos de película bélica, algo drama de posguerra, un chorrito de artes marciales y un sutil toque de cine de samuráis. Ahí entra Michonne, la versión afrofeminista de Zatoichi que ha cambiado la ceguera por un verbo escaso, rayano en el autismo, y un carácter frío y huraño fruto de un combo de bofetadas emocionales de esas que solo un buen apocalipsis zombi es capaz de encadenar. Es, de largo, el mejor personaje del cómic (en la serie de televisión rivalizaría con Carol, una quizá aún más convincente abanderada del feminismo) y también uno de los más enigmáticos.

Tenía mucho sentido, por tanto, dedicarle un spin-off que enriqueciese un poco más su fondo y nos ofreciese el lujo de acompañarla durante una época en que desapareció del mapa. Y, como siempre, cuando Telltale Games ve un pequeño agujero que rellenar en la historia, acuden raudos, casi como operarios en chalecos reflectante y casco más que como guionistas o artesanos de la palabra. El estudio expandió su prestigio con la franquicia de los muertos vivientes y, aunque no piensan soltarla ni locos, sí se puede decir que se han ido durmiendo en los laureles.

Y es que The Walking Dead: Michonne significa la primera ocasión en la que la serie de aventuras gráficas se atreven a tomar como eje de su adaptación a un personaje del tebeo y la televisión. Es una medida algo obvia para acaparar un interés que, con personajes originales, solo habría atraído a los cada vez menos incondicionales de Lee y Clementine. Donde antes empezábamos con un lienzo en blanco (o en negro —perdón—) o, en el caso de la segunda temporada, con un personaje al que nosotros mismos habíamos educado. Aquí, metidos en la curtida piel de Michonne, quienes conocemos y queremos a la samurái de las rastas actuamos siempre con el respeto que merece: uno elige las frases y toma las decisiones que creemos que encajan mejor con la personalidad recia y hostil de la protagonista.

El juego podría titularse Imagina ser Michonne o What Would Michonne Do para más honestidad, y esto es algo que por sí mismo podría ser una propuesta interesante, pero que en el contexto de las aventuras manufacturadas bajo patrón fijo que produce Telltale se pierde parte del hechizo con el que han sido capaces de embrujar a miles de jugadores y esconder sus no pocos defectos bajo la alfombra: la toma de decisiones como algo personal, el desarrollo de algo remotamente parecido a una responsabilidad in-game, una brújula moral dentro de la realidad que plantea el juego. Con la peluca puesta y la katana de plástico colgando de la espalda estamos jugando, sencillamente, a otra cosa.