Análisis de Twisted Metal

Hay ciertas cosas en videojuegos que son muy cómodas, muy fáciles de aprovechar, muy agradecidas a la hora de disfrutarlas. Pegar tiros a cosas es una de ellas. Romper objetos violentamente. Conducir muy rápido, de manera temeraria. Twisted Metal tiene todo esto: conducción frenética, disparos de toda clase y muchas, muchísimas, un montón de cosas dispuestas para nuestro uso y disfrute, o para nuestra crueldad y disfrute. David Jaffe hizo mucho por crear cierto tipo de juego bronco y genital, muy marca de la casa PlayStation; ¿qué tal ha resistido la serie Twisted Metal la vuelta a escena, después de tantos años? Twisted Metal puede dividirse en dos grandes bloques: la campaña y las partidas personalizadas. La campaña nos presenta tres historias; por un lado tenemos la de Sweet Tooth, el icónico payaso con pelo de fuego, a la que siguen las de Mr. Grimm y Dollface. A pesar de que Jaffe parece tener la intención, noble y encomiable, de huir de la narrativa demasiado dependiente de recursos alejados de los propios del videojuego, para contarnos las movidas de estos personajes se recurre, precisamente, a vídeos con actores reales que son poco menos que espantosos. Casi nada de lo que se nos cuenta aquí tiene el más mínimo sentido o interés; es más, quizá incluso resta atractivo a lo que realmente importa, que es destrozar a nuestros oponentes. Sinceramente, no necesito ningún motivo en especial para que, si un indicador en la pantalla me lo pide, destroce todos los coches que hay en el escenario y ejecute sin piedad alguna a sus ocupantes, porque al fin y al cabo Twisted Metal es eso, y cualquier simulacro de historia sobra bastante. Los vídeos son largos y solemnes, y sí: sobran. Aunque pensé que, con la cierta experiencia que traía de la primera vez que jugué a este nuevo Twisted Metal, sería coser y cantar acomodarme sin problema al peculiar sistema de control, me costó un par de carreras empezar a dominarlo. La conducción aquí, por si alguien tiene cualquier duda, no es ni por asomo realista; ni lo es, ni lo intenta, ni debe serlo. Las concesiones que el juego se toma para que podamos dedicarnos a matar sin problemas son muchas, y la gran mayoría funcionan muy bien; los vehículos que podemos desbloquear, terrestres y aéreos, están bastante bien pensados y es divertido usar la mayoría de ellos, lo que siempre ayuda. Más o menos lo mismo tardamos en acostumbrarnos al armamento, a su correcta recolección y gestión y, claro, a su uso. Tenemos todo tipo de proyectiles, bombas y cachivaches para aniquilar a nuestros oponentes, algunos más rutinarios y evidentes pero también otros espectaculares y menos comunes. La primera vez que vi un camión de helados convertirse en un robot y lanzar terribles ondas de destrucción comprendí perfectamente el espíritu del juego. La campaña, aunque en su mayoría estúpida, ofrece momentos memorables si pasamos de, precisamente, la historia; sirve también para acostumbrarnos a todo lo que el juego puede ofrecernos y pasar a lo que realmente importa, la otra mitad de la que antes hablaba: las partidas personalizadas. Centrar nuestra atención finalmente en este tipo de partidas ayuda, también, a evitar un poco la terrible inteligencia artificial del juego, conjurada de la peor manera y sin ningún control para acabar con nosotros siempre. No es un juego difícil de ninguna manera, pero sí frustrante: que en un mapa enorme todos los oponentes se dediquen a a) perseguirnos, congelándonos y lanzándonos por los aires una y otra vez, o b) dar paseos hasta que nos cruzamos en su camino, sin atacarse entre ellos nunca, no es precisamente señal de una inteligencia artificial muy trabajada. El problema puede alcanzar picos de intensidad preocupantes cuando entran en escena algunos vehículos más desequilibrados, y ahí sí que corre riesgo muchas veces de llegar a convertirse en insoportablemente frustrante. Esto se evita, evidentemente, jugando contra otra gente. A pesar de que el juego, incluso durante la campaña, da siempre cierta sensación de estar orientado mucho al multijugador, cuando nos ponemos a explorar las posibilidades de competir contra humanos la cosa es más tradicional de lo que quizá cabría esperar. La cantidad de opciones que tenemos es amplia, pero muy tradicional siempre; si el juego recibe el apoyo suficiente por parte del público, no obstante, es de esperar que toda la acción se concentre en las partidas multijugador, porque se presta mucho a ello. No es, también hay que decirlo, el juego más sofisticado que se puede jugar en PlayStation 3 a día de hoy. En muchos sentidos es casi de la pasada generación: los menús son de producción de segunda, y gráficamente es tosco como pocos. Esta tosquedad está justificada, creo, sobradamente: la cosa aquí ha sido, parece, centrarse en que los escenarios se caigan a cachos, se puedan destrozar de mil formas y esto no afecte al rendimiento. No es especialmente bonito (es, de hecho, coherentemente horrible; la dirección de arte es bastante sólida, aunque se refocile en la imaginería más simplona y espantosa), pero sí es mejor de lo que aparentaba en algunos vídeos y, en cualquier caso, por lo general no tendremos apenas tiempo de fijarnos en el entorno, preocupados y entretenidos como estaremos en sortear misiles, saltar por los aires y disparar y embestir a todo lo que se nos ponga por el medio. Este nuevo Twisted Metal quizá no es la superproducción que podría haber sido, y quizá le falte una capa de lustre para terminar de ser un triple A de su generación. Es muy consciente de sus raíces y de qué se espera de él, y eso está bien; sin embargo, se nota demasiado que era un juego pensado para ser lanzado en digital, centrado en el multijugador y con muchas menos ambiciones, quizá mucho más directo. El cambio de escala no ha sido dramático, pero sí distrae un poco de lo importante. Puede que no entre por la puerta grande y deslumbrando a todo el mundo, pero Twisted Metal es un juego divertidísimo al que seguro que no costará atraer con sus grotescos encantos a una buena legión de seguidores del arcade más puro, descerebrado y disfrutable. A no ser, claro, que tengas miedo a los payasos; especialmente a los que tienen la cabeza en llamas. [7]