Análisis de Watch Dogs 2

El primer Watch Dogs fue para muchos una decepción sin ser un mal juego, quizá porque su mayor defecto era una falta de empuje problemática en todas direcciones: el famoso downgrade (que en el contexto de la prensa y de la expectativa comercial prácticamente se acuñó por este juego) afectaba a los gráficos, pero también al guion, al personaje y a los superpoderes informáticos que daban sentido a todo. En ninguna de esas facetas lograba convencer, y eso terminaba por convertirlo en una de esas experiencias mediocres que entran por los dedos, los ojos y los oídos y se evaporan de nuestro recuerdo en cuestión de días, sin dejarnos nada más que el regusto de lo irrelevante. La historia se tomaba muy en serio a un ya de por sí taciturno Aiden Pearce, una suerte de Batman urbano dispuesto luchar contra la injusticia con sus juguetes y su control del entorno, pero al final el mensaje sobre la vigilancia de la ciudadanía por parte de autoridades filofascistas quedaba diluido en una aventurilla sin capacidad de profundizar. Pero lo más incomprensible del asunto es que aire superficial y perezoso de su guion no se veía compensado por imaginativas chifladuras que uno pudiese llevar a cabo. A diferencia de Crackdown, un sandbox esencialmente ridículo en el que se nos estaba permitido hacer locuras estratosféricas, en Watch Dogs la creatividad en el hackeo de la Chicago informatizada estaba al mismo nivel de inspiración que el carisma de su protagonista: ninguno.

El mayor referente que tenemos de los hackers en la cultura pop contrastaba con ese moderno survivalista tecnológico de cuello alto e icónica gorra: Hackers (Iain Softley, 1995) es una aventura juvenil muy hija de su tiempo, sobre todo en el clímax histórico del cine poochie. En los noventa no existía ni un solo cineasta que entendiera la estética, la ética o la dialéctica de los jóvenes de la época, y mucho menos de los hackers. Así que para puentear ese abismo generacional gigantesco de incomprensión total, para la cinta se inventaron una suerte tribu urbana underground de aires faux-punk que se valía de sus ordenadores para combatir el yugo de las grandes corporaciones penetrando por sus redes y robando información a través de interfaces con tubos de colores y metafóricos bloques 3D con nombres de archivo en un intento de representar algo tan aburrido como la práctica del hackeo y de ocultar que el director y su equipo no tenían ni idea de lo que estaban hablando. El resultado de aquel disparate multitudinario no podía ser otro: Hackers es hoy un clásico de culto y los hackers de verdad la adoran por su adorable estupidez y su fantasiosa percepción de esa supuesta subcultura.

En Watch Dogs 2 está claro desde el primer teaser que Ubisoft Montreal ha apostado por una secuela rupturista con respecto al original, empezando sobre todo por un tono que bebe con fruición de este peliculón imperecedero. Es todo lo opuesto al primer Watch Dogs: es desenfadado, juvenil, autoconsciente y festivamente combativo. Ni siquiera el contexto en el que ha salido a la venta se parece en algo al de Aiden Pierce: la expectación ha sido escasa en comparación con la mayoría de lanzamientos triple A, pero del todo insignificante si la comparamos con la tormenta perfecta de hype que se fabricó alrededor de su antecesor. Es lo bueno de darle una segunda oportunidad a algo que no salió bien la primera vez: la presión es escasa y la libertad creativa mucho mayor. Y aquí se nota.

Tomamos parte en la historia enfundados en las coloridas zapatillas de Marcus Holloway, un rebelde risueño que logra ser aceptado en una banda de hacktivistas llamada DedSec (los aliados de Aiden en el juego original, inspiración directa de grupos famosos reales como LulzSec y sobre todo Anonymous) en plena cruzada por derribar a Blume, la clásica supercorporación maligna que está utilizando su gestión del ctOS 2.0 (la nueva versión del sistema de ciudad inteligente que operaba Chicago en Watch Dogs) para controlar a la gente. El hecho de que DedSec sea abiertamente de izquierdas, y no un lobo solitario buscando vengar a su familia, hace que esta secuela se moje bastante más en algo que se le exigió a su antecesor y no supo aportar: el comentario social. En las aventuras de Marcus y sus amigos está siempre presente de manera explícita el conflicto ético que representa el big data y el poderosísimo artefacto de dominio económico, político y social que supone la vigilancia intensiva y la recolección de metadatos.

Parece en cierto modo paradójico que un juego mucho más alegre y optimista como esta secuela sea en realidad mucho más profundo y punzante en los asuntos más serios que retrata el juego. Las continuas referencias a la cultura pop conviven aquí con reflexiones sobre otros temas problemáticos aparte de la materialización del mito del Gran Hermano de Orwell: la gentrificación (una verdadera pesadilla de la que San Francisco, donde se desarrolla la historia, es la primera representante mundial), la bipolarización económica, la desigualdad, el racismo o el elitismo comparten espacio con críticas más específicas como la misión en la que se habla de una organización equivalente a la Iglesia de la Cienciología y una estrella de cine al estilo Tom Cruise convertido en su embajador. Se trata de aproximaciones superficiales y poco dadas a examinar en profundidad el tejido de cada conflicto real que adapta a su realidad, pero el simple hecho de señalar problemáticas de la calle es algo que reconforta y aporta ciertas esperanzas de cara al futuro. Y además sirve para compensar lo irritante y detestable de unos personajes tan pretendidamente impetuosos y asertivos que rayan en lo desquiciado, en la caricatura chiflada. En el especial un tío como Wrench, que con su careta de leds, su ropa con tachuelas y sus tatuajes anarquistas compartiendo piel con el símbolo del Wi-Fi o la cajetilla de login y password, dan ganas de arrojarlo por el puto Golden Gate.

En lo mecánico, esa frescura bailonga y arrogante de sus protagonistas se ve reflejada sobre todo en la incorporación de los nuevos juguetitos. Un coche por radiocontrol que lleva una cámara, tiene capacidades para hackear aparatos y puede saltar; y sobre todo un dron de cuatro hélices con otro buen surtido de habilidades. Watch Dogs 2 ha buscado aumentar el rango de posibilidades en cada misión, principal o secundaria, y ahora la cantidad de alternativas tácticas para lograr un objetivo es casi abrumadora. La única queja quizá podría ser cierto abuso de la maquinaria industrial (toros mecánicos y plataformas de tijera, sobre todo) apropiadamente aparcadas con demasiada frecuencia cerca cuando uno las necesita.

Se trata de un sandbox de corte clásico donde las misiones siempre están emparentadas con el sigilo (incursiones livianas en cuanto a la complejidad de los patrones de los vigilantes y con cámaras videovigilancia que nunca nos delatan; algo que podríamos acuñar como espionaje softcore) . Tenemos pistolas eléctricas y un rango de métodos para derribar enemigos de manera no letal usando el entorno o la propia habilidad de Marcus con su yoyó de acero, pero la existencia de armas de fuego que podemos recoger de los enemigos caídos o fabricar en nuestra impresora 3D acaban abriendo una pequeña incongruencia con el tono del juego. La mayoría de misiones son bromas, robos de guante blanco o sabotaje tecnológico, pero cuando uno acaba su tarea matando a todos los guardias del recinto, ese rollo jubiloso y simpático del juego y sus personajes toma un cariz algo turbio. Si entras en un edificio con una escopeta y matas a quince empleados de seguridad ya no tiene mucho sentido que defiendas la justicia social y las libertades; dejas de ser un ciberterrorista para convertirte en un terrorista a secas, y las bromas de Wrench y el resto de DedSec se perciben como los aspavientos chistosos de una caterva de psicópatas. Entiendo que el juego nos dé esa libertad, pero es una opción que tiene consecuencias en la inmersión y la consistencia de su mundo.

El balance general, no obstante, es muy positivo. Watch Dogs 2 nos coloca en una San Francisco extremadamente viva donde los peatones interactúan entre ellos y reaccionan a nuestra presencia, donde podemos utilizar una app para reconocer y capturar las canciones que escucha la gente por la calle, leer sus mensajes privados hackeando sus móviles o comprobar como algunos de ellos saludan a cámara cuando nos hacemos un selfie. La conducción de vehículos no arrastra ni de lejos los problemas del primer juego, haciéndose divertida y con cierto toque arcade gracias a la accesibilidad del derrape y la peculiar morfología urbanística de San Francisco, con esas cuestas kilométricas que son casi un rasgo de la ciudad y que siempre han dado mucho juego, y un comportamiento diferenciado para cada vehículo. Siguen existiendo los modos online invasivos (y desconectables) según otro jugador puede intentar hackearnos o nosotros a él, convirtiéndose en un juego del Pilla-Pilla que era sin duda la mejor idea del Watch Dogs original y aquí viene corregida y mejorada.

El desprecio al juego de Aiden Pearce ha podido eclipsar la percepción de este Watch Dogs 2, y en cierto modo es comprensible mantener ciertas reservas respecto a un juego que lleva el mismo nombre y que, al menos sobre el papel, busca continuar el trabajo. Viniendo de Ubisoft y sus fórmulas inquebrantables, que por cierto este título sigue prolongando para bien o para mal, es difícil sacudirse unos prejuicios que se justifican a sí mismos año tras año, lanzamiento tras lanzamiento. En esta ocasión, sin embargo, la frescura y la irreverencia de su guion obsesionado con la referencia, la sátira y el guiño tras cada misión grande o pequeña sirve de combustible para seguir jugando. No solo por recorrer su soleada y preciosa San Francisco o aceptar los desafíos de colarnos en áreas restringidas y putear a los peces gordos, sino por saber con qué nueva coñita sobre El coche fantástico, la prensa de videojuegos, la propia Ubisoft o Donald Trump nos asaltará en la siguiente tarea. Se puede decir con tranquilidad que Watch Dogs 2 tiene un gran sentido del humor y, más importante aún, perros. Esta vez sí. [8]