Análisis de What Remains of Edith Finch

Lo mejor que se podía decir de Gone Home era que, entre muchas otras cosas positivas, hacía justicia al videojuego como forma de expresión narrativa. El arte de contar historias es algo relativamente nuevo en nuestro medio, que en la mayor parte de su existencia se ha preocupado más de otras facetas relacionadas con su parte lúdica y mecánica, y la tendencia de los guionistas a imitar al cine en estas lides creativas es un vicio ampliamente reconocido contra el que cada vez se lucha con mejores armas. El juego de Fullbright hacía bandera de su naturaleza indie y se desentendía de esa corriente para explicar su relato a su manera, aprovechando las virtudes del medio y mostrando al mundo el potencial narrativo del videojuego con una historia bonita y sencilla.

Cuatro años después, Giant Sparrow y Annapurna Interactive traen al mundo una obra que parece marcar el siguiente peldaño en la escala evolutiva del género errante. What Remains of Edith Finch sube la apuesta y ya no solamente se muestra desacomplejado y preñado de inventiva e ideas frescas, sino que además agarra con las dos manos uno de los bienes más preciados de la literatura contemporánea como es el realismo mágico, lo arranca de los libros y lo hace suyo, demostrando que, por increíble que parezca, es posible que una idea literaria funcione aún mejor en un videojuego. Si uno lo piensa detenidamente, hasta la génesis de este juego —la apropiación de un artefacto cultural con casi un siglo de antigüedad, salido de otro mundo— parece en sí misma una breve fábula de realismo mágico.

De hecho el mismo género, el first person walker, está tan inevitablemente ligado las historias que se ha adueñado del mote burlón acuñado por sus detractores y lo ha convertido en su nombre oficioso, algo que lucir con orgullo. Es un cuentecito espontáneo y metafórico que uno podría utilizar para hablar del bullying, de la identidad, de la tenacidad o de muchas otras cosas que nos rodean en el mundo real, y esa es precisamente la voluntad de What Remains of Edith Finch: ensalzar las historias mismas y, sobre todo, cómo se pueden contar.

La premisa recuerda poderosamente al que quizá sea su único referente en videojuegos, Gone Home, porque toma prestado un punto de partida similar: una chica llega a la antigua casa, ahora abandonada, donde creció. Nada más emigrar desde Noruega hasta un pequeño archipiélago junto a la costa de Washington, la saga de los Finch ha estado sufriendo lo que las habladurías califican de maldición: una serie de catástrofes familiares y trágicos fallecimientos que han ido, década a década, muerte a muerte, erosionando y moldeando los extravagantes rasgos de cada rama del árbol genealógico durante cuatro generaciones. Las desgracias han acabado por marcar la vida de cada Finch y la relación con sus familiares de maneras diversas, y es la propia Edith, la última Finch viva, quien decide volver a la casa que su bisabuelo construyó en Isla Orcas, para intentar desentrañar el misterio de esa supuesta maldición.

Los paseos de Edith por Can Finch son similares a los de Katie por la mansión de los Grenbriar, aunque la interacción con objetos está mucho más limitada. El motivo es, posiblemente, que la casa en la que creció Edith es un lugar de observación, un sitio en el que los objetos no hablan por sí mismos sino por cómo están situados en el escenario. Configuraciones decorativas desvelan la identidad de los antiguos habitantes de aquel hogar, recuerdos y marcas en las paredes que sugieren estados de ánimo, de sueños, ambiciones, anhelos, miedos y frustraciones, multitud de pasiadizos secretos que añaden otra capa de misterio a la historia, y la narración en voz alta que se desprende del juego cada pocos pasos, encajando el texto en superficies del propio entorno en lugar de simplemente sobreimpresionarlas en pantalla. El grafismo de cada frase, la caligrafía y el posicionamiento de las letras que la cámara nos invita levemente a leer con suaves empujones casi imperceptibles han recibido un cuidado minucioso y aportan pequeñas briznas extra de información sobre los Finch en conjunto y por separado.

Pero donde más tiene que contarnos What Remains of Edith Finch es en el paso por las alcobas de los miembros de la familia, cada habitación intacta desde la misma muerte de su dueño, casi como una costumbre complementaria a la maldición que les persigue. La casa tiene su propio cementerio —que se levantó antes que los propios cimientos para acoger los restos del tatarabuelo de Edith, tragado por la mar a pocos metros de la orilla antes de desembarcar en el que debía ser su nuevo hogar—, pero los recuerdos permanecen de puertas para dentro.

Las habitaciones sirven como una suerte de álbum de fotos de la nostalgia —una nostalgia agridulce, conmovedora—, cada uno con un pequeño altar conmemorando a su huésped, en lo que parece un mecanismo emocional para soportar la pérdida a través de la celebración de la vida. En cada uno de esos cuartos, la interacción con un objeto nos traslada a una suerte de visión —o ensoñación, o recuerdo, o flashback— que nos explica el final del Finch que estamos conociendo en esa estancia, y cada una de esas visiones ejerce como una suerte de videojuego independiente, con sus propias mecánicas y su propio camino conceptual y artístico. Formas distintas que los cuentos son capaces encarnar, en tono y en aspecto, para contarnos sus relatos. Historias quizá menos importante que la lucidez con la que el juego se abre de par en par y nos revela su razón de ser, su llave maestra: una oda a la versatilidad narrativa, a su naturaleza mutante y su capacidad ancestral para apoderarse de nuevos formatos y posibilidades expresivas. En sus dormitorios hay sueños febriles, hay tebeos frívolos, hay recuerdos, hay dibujos, hay la imaginación de un niño, hay fotografías, hay diálogos y hay incluso la reproducción más impactante y fiel de un proceso psicológico tan difícil de describir y a la vez tan universal como es soñar despierto en pleno proceso de alienación. Espejos que desfiguran de maneras totalmente distintas pero siempre prodigiosas lo que se refleja en ellos, formando un mosaico de pequeños relatos bombardeando la cabeza y el corazón del jugador.

Cada nueva zambullida en los distintos fragmentos de recuerdos soñados, de la tragedia que acabó con la vida de un personaje, significa también conocer parte de su vida y las circunstancias que le acompañaron a la tumba. El juego empuja al jugador en la dirección opuesta a lo intenso de cada desgracia, y en las muertes más escalofriantes hace un esfuerzo aún mayor por tratar de ver lo malo con buenos ojos. Habrá a quien esta suerte optimismo quijotesco le recuerde a Big Fish y su manera tan fascinante de retratar la realidad más turbadora con cálidas luces de colores y una convicción absoluta en que ni siquiera lo más horrible puede empañar el hecho, sencillo, grato y reconfortante, de haber podido formar parte de aquello. De haber vivido.