Imagina que tienes un calefactor olvidado en el armario. A mí me sobra un teléfono móvil de última generación. La gracia es que tú acumulas llamadas pendientes mientras yo escribo este texto dando tiritones en un despacho sin acondicionar. Por suerte ambos problemas tienen solución, pero quizás la más evidente no sea la más sencilla. Según las «reglas de la sociedad» —las normas de la economía capitalista— el smartphone que yo tengo aún plastificado en su caja original es mucho más valioso que tu estufa antigua. Este precio, por supuesto, no lo hemos fijado nosotros ni refleja en absoluto la necesidad que tenemos por el aparato en sí, sino que viene establecido por factores externos, muchos de los cuales ni siquiera tienen relación directa con nuestra situación, el smartphone o el calefactor. La solución normal pasaría porque yo te vendiera el teléfono, tú me abonaras una suma de dinero considerable y yo considerara devolverte una pequeña parte a cambio de la estufa. Eso si no decido ir a la tienda a por un aparato mejor (¡ahora tengo dinero, al fin y al cabo!). Al final, ambos habríamos encontrado solución a nuestros problemas, solo que el coste de esta solución, para este idéntico problema, sería mayor para una de las partes. Ambos nos habríamos deshecho de las sobras, habríamos obtenido lo que necesitamos pero, de alguna manera, había ganado yo. Es el capitalismo, amigo.
Cuando iba al colegio y era la única alumna atea en un concertado religioso me hice amiga íntima de la chica más católica de la clase. Su madre había venido a protestar a dirección porque una profesora me había aterrorizado delante de todos mis compañeros diciendo que «iba a arder en el infierno» porque no estaba bautizada. Y a esa mujer, por lo que sea, no le gustó que fueran diciendo por ahí que su Dios era un tipo vengativo que torturaba a niñas pequeñas. En esta anécdota los extremos sí que se tocan. Nuestra familias se hicieron amigas y yo pasé bastante tiempo en «su comunidad», un pequeño colectivo que se organizaba alrededor de una iglesia de barrio. Y lo que más recuerdo de esta comunidad es que allí no existía el dinero. Si querías aprender a tocar un instrumento, simplemente ponías un anuncio en el tablón comunitario y algún vecino te ofrecería su tiempo libre. Eso sí, era bastante probable que a cambio tuviera que arreglarles el coche, cuidar de los niños en alguna ocasión especial o quedarte a recoger después de algunas de las comilonas de domingo. Y si mi amiga necesitaba algún libro para las lecturas de clase de lengua, cualquiera de los miembros se lo cambiaría con gusto por objetos de lo más inverosímiles, desde botas de agua de la talla 40, hasta un disfraz de pastor de cara a las navidades.
Aunque es relativamente sencillo encontrar en el mundo real organizaciones que operan mediante el trueque, bancos de horas o sistemas ajenos al dinero (aunque siempre a pequeña escala) es llamativo cómo los videojuegos, incluso los de fantasía o ciencia ficción, siguen anclados en reproducir un único sistema económico. Uno en el que no hay otra forma de conseguir mejoras más allá de emplear unas monedas o un mundo en el que todos los recursos pueden ser transformados en algún tipo de riqueza personal. Uno de los motivos por que Dragon Quest Builders 2 consigue ser un juego tan amable, y en cierto sentido, casi innovador, es porque rechaza de pleno implantar una economía in-game que nos permita «hacernos ricos» o que convierta al personaje en un explotador de los sistemas naturales.
El pago que nuestro protagonista recibe a cambio de reparar herramientas de trabajo, fabricar armas o reconstruir las viviendas de todo un pueblo, es el respeto y el cariño de los aldeanos. Unos buenos sentimientos que se revelan como poderosos cuando descubrimos que son el secreto para mantener con vida las poblaciones y mejorar el ecosistema que nos rodea. Una vez desbloqueada la mochila, Dragon Quest Builders 2 nos permite acceder a un inventario casi infinito, no obstante, no nos invita en ningún momento a recolectar y a almacenar grandes cantidades de materiales más allá de los que necesitamos para fabricar los objetos pertinentes. De esta forma, la propuesta de Square Enix se revela como un canto ecologista en el que la naturaleza es una aliada capaz de proporcionarnos lo que necesitamos para crecer, pero a la que no hay que explotar más allá de nuestras necesidades (el juego no nos castiga por hacerlo pero sí que lo presenta como una pérdida de tiempo).
Por otro lado, Dragon Quest Builders 2 se distancia de otros títulos similares, como Minecraft porque no presenta las acciones ni las misiones del juego bajo el marco del trabajo. Como señala el profesor de economía Daniel Dooghan en su ensayo Digital Conquerors: Minecraft and the Apologetics of Neoliberalism, el título desarrollado por Notch se basa en «hacer nuestro» el entorno y modificarlo para que se adapte a nuestro deseos. Y el mecanismo para hacerlo «se parece sospechosamente a trabajar», es decir, a hacer actividades repetitivas y monótonas con la esperanza de una gran recompensa individual final. «La mecánica más importante es la optimización», revela el profesor, «Minecraft responde a la maximización de la eficiencia de la misma forma que las grandes empresas». Por lo tanto, el juego relaciona directamente el trabajo con sacar un beneficio propio, que en ningún momento incluye a la comunidad. Minecraft puede leerse bajo un prisma colonialista en la que un solo hombre, un héroe noeliberal, sabe qué es lo mejor para un espacio natural y, a partir del trabajo humano, doblega a la naturaleza. Dragon Quest Builders 2 es todo lo contrario. Un juego en el que gran parte de las acciones que realizamos benefician solo a terceros (construir una habitación para un minero, construir una mesa donde coman los trabajadores) y en donde la naturaleza no puede ser dominada, solo protegida y reivindicada.
Bibliografía
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Daba por hecho que aparecería en el Podcast de los GOTY, pero al final se quedó entre bambalinas 😉
Otro pendiente de 2019 que tengo. Le di unas diez horas al primero este año, aprovechando que lo tenía, y me bastó para saber que quiero este juego muy fuerte. Sin ser tampoco muy parecido, me trajo gratos y felices recuerdos de Little King Story de Wii.
No puedo creer que, con lo reivindicativos que han sido los medios con este juego, no haya aparecido en las listas de nadie…
Lo tengo ahí pendiente en la estantería. Llevo poquitas horas porque me he ido dispersando con otros juegos y teniendo en cuenta que lo pillé el mismo día que el Fire Emblem: Three Houses, ha sido complicado darle el sitio que merece. Uno más a la infinita lista de pendientes.
Hot Take: «Creo que las peores OST a las que me he enfrentado como jugador son las de los Dragon Quest XI y Builders 2. Me parecen cargantes, repetitivas y ramplonas.».
Híper interesante el artículo que me ha traído muchos recuerdos de la parroquia donde se respiraba un ambiente similar al que describes. :pensando: