Pikuniku es un juego muy especial. Pienso mucho en él. Aunque tiene la forma de un juego de plataformas, o de una aventura de exploración, o de un metroidvania (¡hasta de un metroidvania, maldita sea!), en realidad es algo mucho más suelto y difícil de encerrar en un palabro sencillo; se resiste a que lo encierren, y creo que eso tiene mucho valor. En Pikuniku somos una criatura, Piku, que sale de su refugio en las montañas y cuando llega al pueblo descubre que se cuentan leyendas sobre ella, y que es conocida como La Bestia, aunque ni es fiera ni es terrorífica ni es un peligro para la seguridad pública, como decían las habladurías. La Bestia es una bolita roja con patas; un avatar inofensivo y diseñado para que las físicas de Pikuniku luzcan; para mayor gloria del humor bienintencionado y buenote de un juego que esconde, aun así, algunas de las enseñanzas más subversivas del año, y que se atreve a decir cosas que a veces parecen fuera del alcance de los videojuegos.
Las dice a su manera, por supuesto. Durante la mayor parte del juego simplemente te ves envuelto en una aventura para detener a Sunshine Inc., una empresa que está utilizando tecnologías avanzadas para explotar los recursos naturales de manera descontrolada y por pura ansia de acumular riqueza; a tanto está llegando la explotación que el desastre se acerca, en forma de una «gran erupción» que amenaza con destruirlo todo. Mientras, las gentes del mundo de Pikuniku no consiguen ver la que se les viene encima, absortas como están por las mieles del «dinero gratis» (involuntario homenaje a Carlo Padial, que quizá podría haber escrito Pikuniku) que reparte Sunshine Inc., o con el cerebro lavado por las supuestas bondades de un mercadeo o un emprendimiento perfectamente medidos para que siempre salgan ganando los mismos.
Todo esto lo tiene dentro Pikuniku, un «videojuguete» (se me perdonará el palabro) que al final (se me perdonará el spoiler) sabe no caer en el ludismo más poser y reaccionario dándole a su historia uno de esos desenlaces interesantes y matizados que tantos juegos merecen y que tan pocos tienen. Al final de Pikuniku, después de un puñadito de horas, no muchas, de resolver algún puzzle sencillo, de superar algún desafío no muy complicado y de, en general, habértelo pasado bien de una manera muy refrescante y muy dulce; después de esas horas, digo, descubres que la «gran erupción» que planea Sunshine Inc. no es la primera: las ruinas de otra civilización reposan enterradas bajo el nuevo mundo, uno que se erige sobre unos errores del pasado que no están a la vista pero que merece tener presentes. Y no es la actual tecnología que Sunshine Inc. está utilizando para extraer recursos lo que puede hacer que el mundo actual termine como esas ruinas que encontramos en determinado momento del juego, sino la codicia y la ambición desmedidas: al final de Pikuniku vemos cómo personas (ya me entendéis) y máquinas conviven en armonía, porque el peligro no era tecnológico sino ideológico.
No sé si todo esto parece poca cosa, o, peor, una lectura excesivamente enrevesada de un juego que en realidad no dice nada; os prometo que está todo en Pikuniku, que lo dice muy clarito. Por eso he querido destacarlo entre lo más interesante del año, porque aun con sus flaquezas (que las tiene; apunta a muchas dianas y solo acierta en algunas) me encantó encontrar un final tan revelador, tan impactante y tan necesario en un videojuego, esos artefactos casi condenados a no estar en sintonía con la realidad por sus largos períodos de desarrollo y sus terribles exigencias económicas. No es mala ambición, para el videojuego, querer contar este tipo de cuentos: los que te ponen en la piel del otro, los que te hacen vivir la otredad no desde la posición del que conquista o aplasta sino desde la del que la sufre, del que la padece, como una enfermedad que no entiende; los que promueven lo común frente a lo individual, entendido como una puesta en valor de lo que nos ayuda a crecer y ser más y no como una alienación del individuo; los que celebran el entuerto y la casualidad, el tropiezo y el fallo, las formas más libres de juego, en fin, las que escapan de la competición, que es algo que el videojuego celebra cada vez más, ¡y menos mal! Pikuniku no es perfecto, pero si fuera perfecto no sería Pikuniku.
Bibliografía
Una entrevista a Arnaud de Bock, diseñador del juego, donde habla sobre la «permavida» y da alguna clave sobre las ideas del juego.
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Me ha encantado el texto. Gracias.
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