A principios de año saltó la liebre: después de años operando con total libertad y a plena luz del día, Nintendo denunció a los creadores de Yuzu, el emulador de Switch más popular, por eludir «ilegalmente el cifrado del software de Nintendo y facilita la piratería». Apenas hubo que esperar para ver cómo Tropic Haze, el grupo responsables de Yuzu, llegaba a un acuerdo para librarse de una pena mayor: pagaron 2,4 millones de dólares y cesaron de inmediato el desarrollo y la distribución del emulador, que Nintendo identificaba como uno de los motivadores de que algunos de sus juegos recientes (el más llamativo, quizá, Tears of the Kingdom) hubieran sido descargados ilegalmente «más de un millón de veces» (¿qué significa eso?).
Si no sabes nada sobre emulación, quizá podrías pensar que un golpe judicial de ese calibre pudo ser el golpe de muerte para una escena que siempre ha vivido en una especie de duermevela legal, atrapada entre la legitimidad de desarrollar software que emule el funcionamiento de consolas u ordenadores (una legitimidad de la que las grandes empresas de videojuegos han sacado provecho cuando ha sido necesario, por supuesto) y la evidente prohibición de distribuir o descargar juegos fuera de los canales oficiales aprobados por sus propietarios. Nada más lejos de la realidad: un mes después de este muy comentado settlement (que movió los focos a otros emuladores similares que sí siguen activos), Apple modificó las políticas de su App Store para permitir la publicación de emuladores en iOS, una especie de efecto secundario de los cambios que la compañía puso en marcha para cumplir con la normativa de la Unión Europea, y que en enero había significado la llegada de tiendas de terceros a iOS. No sé si alguien imaginó que los emuladores de Game Boy Advance para iOS iban a servir para que juegos como el extraordinario Goodboy Galaxy, desarrollado para Game Boy Advance y publicado a finales de 2023, se pudieran beneficiar de un nuevo escaparate, pero lo que pasó en realidad fue que tuvimos unas cuantas semanas de gente intentando hacerse viral en TikTok jugando a Pokémon Esmeralda en su iPhone y que los creadores de Goodboy Galaxy se quedaron sin algunas de las herramientas que usaban para desarrollar y probar su juego.
También este año se vivió algo así como la explosión de las consolas de emulación, aparatos hasta hace no tanto de nicho y que, de nuevo gracias a la magia de la viralidad, estuvieron en boca de todo el mundo durante unas semanas a mediados de este año. «Siempre hay un pez más grande», reflexiona Qui-Gon Jinn mientras viaja con Obi-Wan y Jar Jar Binks por las profundidades subacuáticas de Naboo. No sé si AliExpress es un pez más grande o si simplemente es más resbaladizo, pero el hecho es que no es difícil encontrar este tipo de máquinas en bundle, como ese de Switch con Mario Kart 8 que acaba de salir, con miles de juegos de Nintendo, Sega, Sony y quien se tercie. Es una circunstancia desafortunada para las empresas que poseen los derechos de esos juegos, pirateados y vendidos en masa en tiendas online chinas pero también en Amazon, que no es la deep web pero también tiene sus cosas. No es una circunstancia desafortunada para la gente que ha redescubierto su afición por los videojuegos gracias a estas máquinas, que por un precio relativamente asequible ponen en bandeja un tipo de nostalgia gamer que las consolas actuales no pueden permitirse ofrecer, o que ofrecen solo de manera limitada, sujeta a condiciones, con asteriscos y previa suscripción, más rentable si te comprometes más tiempo. Las consolas de emulación son un extrañísimo club en el que se reúne la sección más hardcore de la comunidad y gente desacomplejadamente casual, que solo quieren echar un par de partidas a su juego favorito de Super Nintendo para confirmar que los videojuegos son, en el mejor de los casos, un pasatiempo para frikis. De alguna forma, quizá porque no pueden permitirse ser realmente mainstream (al fin y al cabo, su existencia depende en exclusiva de que Nintendo se deje robar; y Nintendo no se deja robar si no hay un buen motivo para ello), son un espacio en el que la manera en que la gente se relaciona con los videojuegos es más natural: más caótica, más personal, más impredecible, más resignada y en última instancia quizá más divertida.
Recuerdo a menudo la manera tan sencilla y tajante con la que Darío López, de Jugando a Derecho, me explicó cómo la última palabra en estas cosas la tiene siempre el propietario de los derechos, en un Podcast Reload que grabamos este verano. Simplemente es así, y es natural. Pero algo no está bien; podemos tirar, no pasa nada, pero algo no está como tiene que estar, como cuando te pones una camiseta con la etiqueta por delante. A mediados de este año, Romhacking.net anunció que retiraba todas las descargas y se convertía en una web de noticias, perdiendo así uno de los hubs más destacados de esa comunidad. Este mismo mes, desde CDRomance anunciaban otro gran cambio: la parte pública de la web ya no se actualizará, y todo pasará por los foros, que no son públicos. «El motivo de este cambio es que la situación ha cambiado dramáticamente en los últimos años», explicaba uno de los responsables de la web, «y nos podría ir bien tener menos exposición». Por supuesto que estar menos expuestos les puede ir bien: al fin y al cabo, lo que hacen no es legal. Pero algo no está bien; leyendo este tipo de noticias, viendo cómo la industria del videojuego se relaciona con una parte de su comunidad que tan importante me parece (sin esta gente, hoy no podríamos jugar a muchos juegos; a muchos más de los que creemos), siento que llevamos la camiseta con la etiqueta por delante: no pasa nada, pero del todo bien no está.
Quizá porque mi relación con la cultura, con los videojuegos pero también con la literatura, el cine y la música, pasa siempre, y desde siempre, por un deseo a veces desesperado de encontrarle sentido a las cosas estudiando el pasado, lo que había antes, el tema de la emulación siempre me ha resultado interesante. El caso de Yuzu hizo más ruido precisamente porque no se refería al pasado, sino al presente de una Nintendo en la que siempre ha ebullido una tensión incómoda: la devoción de las comunidades de fans que hacen romhacks, fangames y modificaciones de todo tipo de sus juegos, los más conocidos y también los menos, convive con el miedo a esa figura mítica de los «ninjas de Nintendo», el equipo legal que se ocupa de rastrear internet en busca de infracciones de copyright. Por eso quizá saben peor los efectos de la onda expansiva de este y otros movimientos, absolutamente comprensibles, seguro que legalmente impecables, sin vuelta de hoja, realmente (si hemos quedado en que no se puede, no se puede; es lo que hay), pero que en 2024 han ayudado a generar un clima de desconfianza alrededor de ciertas formas de acceso y preservación en las que en cierta medida está el germen de la misma pasión y dedicación que sirven de gasolina para la industria del videojuego: una situación esquizofrénica, una suerte de guerra fría que no lleva más que a frustraciones con las que nadie gana; ni siquiera las empresas, aun teniendo la razón.
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