«Nos metimos en un laberinto
y cuando pensábamos que estábamos llegando al final,
nos hallamos de nuevo al principio de nuestra búsqueda»
Diálogos de Platón
Son las siete de la tarde de un verano muy caluroso en el valle medio del Guadalquivir cuando abro Pentiment por primera vez y entonces, sin quererlo, me veo sumergida en una espiral existencialista con un pintor que me queda muy lejos en tiempo y forma, primero porque él está en el siglo XVI de una Baviera que yo jamás he pisado y segundo porque es un conjunto de píxeles que forman una imagen algo pícara del que podría ser un Alberto Durero en dos dimensiones. Formarme en Historia del Arte me ha hecho cultivar la mirada en detalles que para muchos pasan desapercibidos y es precisamente por esto que el juego consigue robarme pequeñas sonrisas en cada pantalla que atravieso, recordando todos los datos que memoricé y las fotografías de lugares que a estas alturas no podré contemplar. La idea de degustar la obra de Obsidian en pequeñas píldoras quedó arrumbada al par de horas en algún lugar al fondo de mi mente y no es porque tenga una relación insana con cada producto que consumo hoy en día, —gracias capitalismo— sino por la humanidad que exudan sus diálogos y que te atrapan en los días más solitarios de un mes tan triste como puede volverse agosto —al menos si tu realidad se sitúa en ciudades sin un ápice de sombra y con una agenda cultual que solo le pertenece al capital—.
Andreas Maler es una extensión de los jugadores. Lo que nos conecta con las realidades del juego no es que nuestro colega y el más próximo a recoger el testigo de figura paterna haya sido eximido de la presunción de inocencia, ni tampoco lo es la sorprendente capacidad del protagonista para meterse en asuntos que no le conciernen. Sino el diálogo. Una de las ideas que ofrece el título es la impotencia para aceptar los hechos que ya no pueden ser cambiados, para dar la cara a las nuevas oportunidades que nos brinda el futuro. Esta subordinación al tiempo pretérito se puede observar en la resistencia que ofrece el scriptorium donde Andreas trabaja junto a sus compañeros. Este lugar frío y oscuro aún posee un aire primitivo y medieval que contrasta en mayor forma con el novedoso pensamiento humanista del Renacimiento, un proceso que parece acelerarse cuando fuera de sus muros se está intentando instaurar la Reforma de Martin Lutero y que, aunque se pretenda mantener un ambiente apacible e impenetrable, no podrá sostenerse mucho tiempo cuando la sociedad en la que conviven se siente ahogada entre leyes anticuadas y un espíritu nostálgico que desea ser enterrado como es debido.
El diálogo es la pieza fundamental de este juego y tanto lo que se dice como lo que solo se intuye nos da pistas de los entramados psicológicos que guardan cada uno de sus personajes. Pentiment no se oculta en mostrarnos los miedos de una sociedad que no nos queda tan lejos como imaginamos. A pesar de los siglos que nos separan, los temores más profundos de la humanidad resurgen generación tras generación, y para mostrar este periodo de transición el equipo creativo se sirvió de la imagen del laberinto como alegoría que hilala unión entre lo espiritual y lo material o lo pagano y lo cristiano. Esta representación acaba siendo utilizada como símbolo de un proceso cultural en plena transformación como es el siglo XVI, usado desde la antigüedad más como una metáfora que como la estructura que conocemos hoy en día, sirviendo a un imaginario tortuoso de castigo tanto físico como mental donde la salida muy pocas veces es hallada, un lugar donde ser encerrado y que depara un agónico final a no ser que seas un héroe. Pero en la vida real no existen los héroes, o al menos no como se nos han presentado mitológicamente, y Andreas Maler tampoco es uno de ellos, solo un ser humano de carne y hueso con sus luces y sus sombras.
La reflexión que se pretende crear al mostrarnos un laberinto cómo metáfora de las complejidades ocultas de la mente no es la de escapar en un tiempo récord para evitar el daño de lo que nos amenaza sino cómo transitamos este lugar, y entender que se trata de una construcción intangible que, por más que evitemos, está incrustada en nuestro interior. El hecho de que sea un constructo psicológico lo convierte fácilmente en una quimera de todas las tipologías arquitectónicas disponibles; sí que existe un camino correcto para salir del laberinto de Andreas y de hecho, quizá él es completamente consciente de cómo llegar a la meta, pero nosotros somos nuestro propio arquitecto, reorganizando la posición final donde se encuentra la puerta de salida. Así, según van pasando los tres actos en los que se divide el juego, la construcción pierde forma y estabilidad en señal del deterioro psíquico al que se ve sometido.
Los cimientos de esta ciudad siguen anclados en el océano de
tu mente. Su tribunal no domina tu mente; es tu mente la que domina
el tribunal. Yo soy lo único que queda de ellas, la melancolía del otoño
de la vida.
El gran reto que tomó Obsidian no es solo la veracidad histórica tan medida que puede ser degustada fácilmente por sus mecánicas tan cuidadas, el apartado de diseño propio de los manuscritos que se hacían en la Edad Media o el diálogo, a veces tan punzante y realista que invita a que se te escape un «sí,-señor», —acompañado de un movimiento con la cabeza casi automático que asiente cuando lees al campesino queriendo justicia de las familias nobles que le pisotean el cuello, porque hoy día las cosas tampoco han cambiado tanto— sino también de un hombre que lleva el peso de la conciencia y que, como bien dice: está perdido. Reconocerse en un personaje ficticio nunca ha sido muy complicado para la gente de a pie, puesto que está hecho desde las vivencias y perspectiva del propio ser humano, pero Andreas Maler tiene la facilidad de dar con la frase justa para que necesites parar un momento a pensar si acaso lo que estás sintiendo en este momento de tu vida es lo más parecido a un derrumbe emocional porque no te atreves a descubrir qué se esconde bajo tanta piel y, si lo que hay, será de una magnitud casi incontrolable.Andreas se enfanga hasta las rodillas en casos que no le conciernen, como son los asesinatos que presencia cuando se encuentra en Tassing precisamente porque desea ejercer una justicia que considera neutra para sentir que tiene control sobre algo mientras su vida se desmorona. Para él, recorrer el pueblo sin supervisión supone no solo una vía de escape sino, como bien dice, alargar su estancia con contratiempos evita que tome las riendas de su vida. La evitación funciona como un mecanismo de defensa muy poderoso. Si no llegas al centro del laberinto, jamás lucharás con ese minotauro, pero el minotauro seguirá devorando todo cuanto esté en tu interior.
No es hasta después de los sucesos que pretenden hacernos creer la muerte de Andreas que nos damos cuenta por su nueva apariencia ajada y maltrecha por el tiempo que ha empeorado su capacidad para hacer frente a los traumas, dando lugar a una figura casi fantasmagórica y mentalmente inestable que se dedica a vagabundear alejado de la sociedad.Aunque hemos intentado proteger el pueblo desde las sombras, el ataque a nuestro fiel amigo Claus nos hará conectar con el deber y la culpa y, con la ayuda de Magdalene, no dudaremos en resolver de una vez por todas el misterio que lleva activo más de veinte años. Pero para hacer una tortilla hay que romper algunos huevos y esta será la tortilla más complicada de Andreas, ya que para poder cerrar el ciclo exterior debe también cerrar uno interno mucho más profundo: reconciliarse consigo mismo y sus heridas. Una vez entremos en las ruinas bajo el pueblo, unos ojos inquisidores nos acompañarán de un lado a otro con mensajes nada crípticos que acentúan la culpabilidad de Andreas sobre cada decisión que tomó. Sin esperarlo, el lugar que tantas veces nos acogió en sueños aparece ante nosotros, pero ni el suelo reluce bajo un manto azul casi divino ni la fe del Preste Juan nos complace con su presencia. Tan solo una Beatrice transfigurada en una melancolía ya derrotada y un Gambrinus gigante totalmente ebrio que quizá nos sugiere una patente caída al alcoholismo del protagonista. Ya no importa si antaño era un paraje en el que descansar, este sitio se ha vuelto inhóspito y está a punto de colapsar, solo hay una manera de evitar el choque final que preceda la catástrofe: tomar el control.
Como bien dice la ahora abigarrada Melancolía con una pose que recuerda a El pensador de Rodin en el centro de la sala y rodeada de bichejos salidos de los infiernos que dibujó El Bosco: «Tú eres su arquitecto, Andreas». Esta será la última vez que Andreas enfrente la espiral de piedra que encierra sus miedos más profundos, no sin antes soportar su rechazo conforme se acerca a la salida, mientras el trayecto se bifurca en calles que antes no existían, abriendo cualquier veda posible que imposibilite el escape. El arte imita la realidad y como bien sabemos nuestra mente introduce obstáculos con el fin de protegernos de los sucesos que hemos vivido y que aún están demasiado infectados como para curarlos.
Todas las situaciones a las que somos incapaces de enfrentarnos se esconden bajo una alfombra a la vista de todos, hasta que la alfombra se hace tan grande que es imposible no dilucidar que algo está ocurriendo, aunque no contemos con las artimañas suficientes como para quitar el textil que envuelve esos miedos y otorgarles voz. Frente a estas circunstancias nuestro deber radicará en ser quien tira del hilo que saque lo antes posible a Andreas del lugar en el que se encuentra atrapado, pudiendo elegir entre dos opciones para dar forma al diálogo según los sentimientos que deseemos manifestar por nuestros allegados, rabia o compresión, pero tenedlo en cuenta, toda acción será recordada.
Los laberintos no son solo parte de un mito que intenta dar una explicación a un hecho cuando no se poseen las herramientas necesarias para educar al pueblo, ni una construcción más donde sembrar el pánico en películas de terror como el caso de Elresplandoro jugar a seguir un conejo con chistera como hizo Alice Liddell. Puede ser una trinchera infinita que se retuerce hasta consumirte y no importa la cantidad de hilo que lleves encima, la rueca siempre puede pararse en cualquier momento. A lo mejor el monstruo del laberinto no es un monstruo y estamos huyendo de él obligándole a que siga encerrado en cubículos de plástico blanco que huelen a un triste descanso de 30 minutos, totalmente desorientado, cansado del horario partido y sin tiempo para conectar con nadie. Quizá a ese monstruo solitario se le acabó el hilo sin darse cuenta y nos da absoluto pánico tender una mano tierna para compartir nuestro reluciente ovillo por si corremos la misma suerte que él. Quizá la respuesta no tiene que salir de un único individuo luchando sólo, sino de una sociedad de seres humanos capaces de vivir en comunidad uniendo con un nudo ese cordel irrompible para sacar a quien no tiene fuerzas para escapar.
La comunidad y la salud mental son las dos caras de una misma moneda por las que transita el juego; en el final, un Andreas irreconocible cita en voz alta: «me temo que he olvidado cómo cuidarme», con la mirada apuntando al suelo. Sentir la vulnerabilidad sobre los huesos es una carga demasiado pesada para un solo cuerpo. La redención que puede encontrar un hombre alejado durante años de la sociedad es la que le brinda su entorno, quienes abren los brazos despreocupados intentando quitar piedras de la bolsa imaginaria que el protagonista asume. Pedir ayuda no siempre es sencillo, más aún cuando depender se afianza como un verbo ligado a la fragilidad o peor: a ser un lastre para nuestros seres queridos. Por ello hay que defender un sistema que nos permita abrazar los cuidados como base para una vida plena, porque puede que nosotros no permanezcamos en este mundo, pero lo harán nuestras muestras de cariño como esos dibujos en lo alto de un molino, porque sanar es una labor que lleva tiempo y necesita de espacio, ternura y compañía y, como cita la hermana Amalie: «el corazón humano no es poca cosa. Puede llegar a contener mucho.»
Pentiment está abarrotado de fantasmas con lo que convivimos sin que nadie a nuestro alrededor sepa por lo que estamos pasando, un poco como nos sucede en la vida real donde estamos hechos de carne y hueso, vamos a trabajar, cuidamos de la gente que queremos y nos acostamos cuando se acaba el día con un cúmulo de sensaciones bastante difícil de digerir.Esta visión me hizo preguntarme por qué todo es siempre tan confuso cuando lo miramos desde una lente situada en el presente. La perspectiva se gana no solo con el tiempo, da igual que sume en años si estoy atorada en el mismo lugar intentando comprender los laberintos donde se encuentran las herramientas que me sacarán de allí, con suerte. Hace falta mucho apoyo para no caer en la idealización que supone la nostalgia del pasado, nada parece tan duro cuando ya está atravesado y aunque suponga un alivio para nuestra psique, los respiros deben servir también para coger aire y no olvidar el empeño y la fuerza que pusimos para salir de nuestro laberinto personal.
Al final, puede que la verdad absoluta del juego sea la de que el amor es la única razón para hacer cosas en esta vida. Y que la historia no es una masa uniforme que está exenta de cambiar en el futuro, tanto para bien como para mal. Yo no sé lo que pensaban los campesinos del siglo XVI sobre las cuestiones de la vida, pero sí estoy segura de que como seres humanos nos atañen las mismas preocupaciones, da igual la época en la que vivamos. El dolor de la muerte, el miedo al paso del tiempo y el amor son igualesen todas las civilizaciones y, en este caso puede que la Historia Natural de Plinio el viejo sea una mierda, pero eso no lo puedo aclarar yo.
Monográfico: Pentiment
ÍNDICE
Hartos de mirar sin ver: Tassing como palimpsesto
Mateo Trapiello
Leve polvillo de violetas
Clara Doña
Andreas Maler y el minotauro
Irene Matencio
El peso de la historia, o por qué desmantelar el érase una vez
Alberto Corona
La intrincada senda de Pentiment
Juan Salas
Spoilercast: Pentiment
Un episodio especial de Choquejuergas
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