Hay ciertos académicos y críticos de cine que consideran que el séptimo arte murió con la llegada del sonido. Para esos puristas, la inclusión de este nuevo elemento, lejos de mejorar la experiencia y aportar otra capa narrativa a un medio que aún estaba naciendo, supuso una estocada mortal. El estreno de El cantor de jazz en 1927 fue un punto de inflexión en la industria cinematográfica, aunque siguieron rodándose películas silentes varios años más. El cine había nacido imitando al teatro, con su plano fijo y su limitada puesta en escena, pero poco a poco se había ido alejando de él y explorando su camino hasta encontrar su propio lenguaje, aunque fuera mudo. Los breves carteles de texto insertados de vez en cuando, con algún diálogo de los personajes o acotaciones del narrador, eran un recurso proveniente de la literatura y no debían alargarse más de lo necesario para evitar aburrir al público.
Esa escasez de palabras provocó que el nuevo arte se las tuviera que ingeniar para transmitir la historia y las acciones de los personajes a través de sus propias herramientas. Gracias a ese afán experimental surgieron novedades técnicas como el uso del montaje, la composición de los planos o los movimientos de cámara, elementos de los que carecían artes más consagrados, y así llegaron obras revolucionarias como El Nacimiento de una Nación, El gabinete del doctor Caligari o Metrópolis. Sin embargo, algunas personas criticaron que la aparición del sonido provocó que los cineastas ya no se vieran obligados a seguir explorando las posibilidades de este joven medio para contar su argumento; ahora bastaba con poner bustos parlantes que soltaran enormes monólogos para dar todo bien mascado al público sin que requiera ningún esfuerzo por su parte. Dicho de otra manera: el sonido permite que Christopher Nolan pueda verbalizar todo lo que pasa en sus películas a través de un personaje que ejerce el papel de Explicador (especialmente si Michael Caine está disponible) o que Hideo Kojima emplee eternos diálogos expositivos para que sigamos sus disparatados argumentos, en vez de que todo eso quede claro para el espectador/jugador de manera orgánica.
¿Cómo funciona eso en los videojuegos?
The Longest Road on Earth no tiene palabras, pero sí una (dulce) voz. La música de Beícoli nos sirve de guía durante los noventa minutos de viaje sensorial por sus cuatro capítulos. Sus autores evitan a toda costa emplear diálogos para transmitirnos la intimista historia, construida a base de retazos, breves escenas costumbristas que componen postales vitales de los diferentes protagonistas. El mérito de la obra de Brainwash Gang no es lo que cuenta, sino cómo lo hace. Sus relatos pueden pecar de vagos y etéreos, pero han sabido aprovechar el potencial del videojuego como herramienta comunicativa como pocos. Acostumbrados a conversaciones entre personajes y a monólogos interiores para subrayar lo que piensan los protagonistas, The Longest Road prescinde deliberadamente de esos elementos para emplear otros recursos narrativos.
Edu Verz y su equipo han sabido mirar en otras artes para trasladar con acierto algunas de sus herramientas al videojuego. Los ligeros zooms alejan o acercan sutilmente la cámara mientras vagamos por una ciudad. Con elegantes planos detalle nos muestran los objetos que los protagonistas utilizan en sus labores cotidianas. Algunas escenas están más alargadas de lo necesario, pero emplean el montaje para saltar entre distintos momentos sin que perdamos el hilo, haciendo uso de la elipsis para dosificar la información. La transición entre planos, casi fundidos encadenados, enlaza escenas con delicadeza, como cuando nuestro piano se transforma en un charco y sus teclas, en reflejos de personas que conocíamos. Una imagen vale más que mil palabras.
El estilo de aventura gráfica 2D muda en blanco y negro recuerda inevitablemente a Inside. La obra maestra de Playdead pulía y ampliaba los logros de Limbo e incluso se atrevía a tratar ciertos temas. Sin necesidad de texto, contaba más cosas que cualquier JRPG. A través del escenario y las acciones del niño protagonista íbamos desentrañando una historia más compleja de lo que parece a simple vista. Con pocos elementos pero mucho talento, sus autores se volvieron a autoimponer la limitación del silencio para no distraer al jugador ni frenar el ritmo mediante diálogos, diarios o notas que nos expliquen ese extraño mundo. Aquí hemos venido a jugar, explorar y sufrir, no a leer. Los elegantes movimientos de cámara y la composición de los planos tienen un propósito dramático para que poco a poco descubramos qué está pasando según nuestra interpretación y sin escupírnoslo a la cara.
Silencio melancólico
Fumito Ueda es probablemente el mayor maestro a la hora de narrar sin palabras. Su trilogía formada por Ico, Shadow of the Colossus y, en menor medida, The Last Guardian apenas incluyen diálogos. En su ópera prima, Yorda habla un extraño idioma que no entendemos, pero eso no impide que entre el protagonista y ella se establezca rápidamente un vínculo emocional, alimentado por su objetivo común: huir del castillo donde están presos. No importa que ambos no hablen la misma lengua, pues su principal herramienta es tan universal como el esperanto: cogerse de la mano. La sutil vibración que sentimos en el mando cuando ella nos agarra dice tanto como el millón de palabras de Disco Elysium. Al jugarlo por segunda vez podemos activar subtítulos en nuestro idioma, pero no es necesario.
En sus sucesores, Ueda siguió explorando el mismo camino, aunque de manera menos radical. Shadow of the Colossus tiene algunos diálogos para orientarnos, pero son prescindibles. La emotiva introducción con la llegada del protagonista a lomos de Agro se toma su tiempo para presentarnos el mundo y establecer la sencilla premisa: matar colosos para salvar a nuestra amada. Aunque nos lo cuenta de manera explícita para que no nos perdamos, el juego no nos lleva de la mano. El habitual diseño por sustracción del autor japonés hizo que aquí no hubiera más personajes que nosotros, una decisión que podrían imitar muchos sandbox modernos, repletos de NPCs con exceso de verborrea pero nada que decir. En Shadow of the Colossus recorremos solitarios parajes, cruzamos ruinas y desiertos, trepamos montañas y nadamos en lagos, pero no sabemos nada sobre ese mundo. Tampoco encontramos documentos ni mensajes grabados u hologramas que nos expliquen cómo era la civilización que allí habitaba o qué ha pasado. Simplemente podemos intuirlo rellenando los huecos que su creador ha dejado a nuestra imaginación. Cada enfrentamiento contra un nuevo coloso nos va doliendo más, aunque parezcan monstruos y no hablemos con ellos ni conozcamos sus motivaciones. La empatía que empezamos a sentir por esas enormes bestias no depende de diálogos, sino de su movimiento y nuestra violencia. Como al coger la mano de Yorda, cuanto más nos agarramos a su pelaje y percibimos su piel contra la nuestra, va aumentando nuestra conexión. No por casualidad, Ueda continuó explotando esa dinámica en The Last Guardian con Trico, aunque aquí con más diálogos y una estructura a modo de historia oral, pues se trata de un flashback.
Esa narrativa críptica y sutil ha inspirado a infinidad de desarrolladores, pero el que mejor ha sabido captar su esencia fue Jenova Chen. Aunque ya venía empleando ese estilo desde sus juegos de estudiante, con Flower demostró su sensibilidad para narrar sin palabras. Quedaba así patente el bagaje de Chen como licenciado en la Escuela de Artes Cinematográficas, al emplear un lenguaje propio para transmitir sensaciones y emociones pese al minimalismo de su propuesta. Con Journey llevó esa máxima a otro nivel, apoyado por la banda sonora de Austin Wintory que juega un papel tan imprescindible como la de Beícoli en The Longest Road on Earth. El escenario, los obstáculos y las escasas mecánicas nos cuentan a su manera una historia sobre la vida y sobre la superación personal. Si aparece otro jugador online, la relación que se establece con él recuerda a la de Ico y Yorda; incluso la manera de comunicarnos se parece, mediante un extraño signo y sonido que adquiere sentido según el contexto y nuestra interpretación. En situaciones solitarias y adversas no hace falta mucho para conectar con alguien.
Fuck the words!
Josef Fares también aprendió primero el lenguaje cinematográfico, por eso no sorprende que su debut en los videojuegos fuera mudo, aunque él no lo sea precisamente. Brothers: A Tale of Two Sons se inspira en Ico y Journey para contarnos la historia de dos hermanos que tratan de salvar la vida de su padre. La narrativa ambiental aporta breves pinceladas sobre el mundo que recorremos, mientras todos los habitantes hablan un idioma ficticio que nosotros no entendemos, ni falta que hace. La habilidad de Fares como narrador hace que captemos perfectamente todo lo que ocurre. Los personajes actúan de manera exagerada para que lo comprendamos de manera visual y no tengamos dudas. Siempre sabemos a dónde ir o qué palanca usar y deducimos que beber de la botella de un anciano no es buena idea o que el hermano pequeño no sabe nadar. Kojima necesitó varias conversaciones por códec y un monólogo de Emma Emmerich en Metal Gear Solid 2 para explicarnos que ella tenía un trauma que le impedía hacerlo.
La narrativa ambiental que tanto han aprovechado los walking simulator es una gran herramienta para contar sin palabras, siguiendo la máxima de show, don’t tell. Sin embargo, obras maestras como Gone Home o Firewatch han preferido complementar ese recurso con voz en off o conversaciones por walkie talkie, respectivamente. Tuvo que ser un heredero de ambos el que se atreviera a prescindir de diálogos y a confiar plenamente en el lenguaje interactivo: Virginia. El debut de Variable State optó por omitir las conversaciones para ahorrar costes, lo que provocó que tuvieran que aprovechar otras técnicas para narrar su historia de misterio. Sus desarrolladores se centraron en el uso de la edición y el montaje, inspirados por el pionero Thirty Flights of Loving. Emplearon abundantes cortes y elipsis que provocan saltos temporales y cierta confusión en el jugador, al no estar acostumbrados a este recurso en el medio, pero hace avanzar la trama a costa de eliminar las pausas y escenas vacías para ir al grano. Virginia es un juego magro y sin grasa. Aunque los personajes no tengan voz, se expresan a través de sus gestos. Para ello, tuvieron que esforzarse al máximo con las animaciones e incluso contrataron a un estudio especializado en ello, lo que quizá hizo que el presupuesto aumentara lo que creían haber ahorrado en doblaje. Esa combinación de montaje, expresión corporal y puesta en escena confiere al juego un aspecto cinematográfico poco habitual en una industria que sigue empeñada en imitar la parte pasiva del séptimo arte: las escenas cinemáticas. En vez de tratar de adaptar el lenguaje narrativo del cine al lenguaje interactivo, resulta mucho más fácil incrustarlo a martillazos para hacer avanzar la trama de manera artificial.
Al contrario de lo que pensarían esos talibanes del cine mudo, los videojuegos sin palabras no son necesariamente superiores, ni tienen por qué transmitir su historia mejor que los demás. Sin embargo, sus autores han demostrado dominar las herramientas narrativas interactivas a la perfección y pueden emplearlas después en obras con diálogos para que todos los engranajes funcionen como un reloj suizo o añadir una capa extra que pase desapercibida a simple vista. U oído.
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«El sonido de la lluvia no necesita traducción»
Hale, citita guapa p’a er Feisbuk.
Buen artículo.
A mí, siempre que se habla de narrativa sin palabras, me viene a la mente Amanita y sobre todo Machinarium.
@morri
Desde luego. Creo que Amanita es una de las pioneras en esto, pero al final preferí dejarla fuera porque ya se ha hablado mucho sobre ella. Las aventuras gráficas que lo hacen así suelen inspirarse todas en sus trabajos.
Buen artículo, y mejor aún porque me hizo recordar a Florence.
@nahuelviedma
Gran ejemplo. Pensé en incluir Florence, pero me parece que lo dejaré para otro artículo porque sus logros los considero aún mayores, al combinar narrativa y gamedesign como pocos.
@sabin
No te quito la razón Koldo. Abrazo grande !!!
@orlando_furioso
Se nota que te interesa el tema y has aportado varias ideas relevantes.
Lapsus mío lo del Cantor de Jazz, ahora aviso para que lo corrijan. Me ceñí a los ejemplos más famosos (Nacimiento, Caligari y Metrópolis) porque supuse que podrían ser los que más sonaran a los no expertos en la materia. He visto Intolerancia, pero desconocía The Cheat, pese a que veo que es de DeMille. Me la apunto.
Gracias por tus apuntes. Yo mismo dudaba sobre cómo referirme a este tipo de juegos, ya que es una corriente más minoritaria y no ubicada en una época concreta.
@orlando_furioso
Pues sobre todo esto, casualmente he podido disfrutar recientemente de dos estupendas películas mudas con música en directo que no conocía. Imagino que tú sí, pero te las recomiendo por si acaso: La Última Orden y El Color de la Granada (1969).
Ambas me encantaron y me permitieron descubrir influencias de autores modernos que admiro, como Satoshi Kon, Mark Romanek o Tarsem Singh. ¿Las has visto?
@orlando_furioso
Sí, El Color tiene intertítulos. Ya que lo mencionas, ¿cuál es el término correcto para referirse a ello? Cartelas, intertítulos…
No conozco a Perrone, pero ya veo que tiene una amplia filmografía. Suena bien lo de tu artículo. ¿Cuál es el libro? ¿Podrías pasarme tu texto para leerlo?
@orlando_furioso
Mmm, vaya, creía que se podía seguir enviando mensajes privados entre los usuarios de Anait, pero resulta que no. :S
Ya voy a preguntar a alguno de los jefes a ver si me pueden pasar tu correo y te escribo por ahí, para que no tengamos que publicarlo nosotros aquí.
Muy buen artículo.
Me falta probar muchos juegos de los mencionados, pero estoy de acuerdo en que el ejemplo de Ico es perfecto. El peso que notas al tomar a Yorda de la mano, la angustia que genera tener que soltarla para combatir… Las sensaciones que transmite son sencillamente superiores.
Me gustan mucho estos artículos y sus ganas de provocar 😄