Uno de los rasgos que mejor definen la experiencia de jugar Bloodborne es su cualidad de ininteligible. Debemos transitar un mundo extrañísimo, plagado de fuerzas y entidades invisibles pero cuya presencia podemos sentir, a través de una arquitectura bizarra y retorcida cuyas reglas y significados permanecen ocultos tras la bruma de lo incognoscible. En este sentido no difiere demasiado del resto de aventuras de FromSoftware y sus mundos resquebrajados, que nos cuentan las cosas con un lenguaje nebuloso y sutil, a través de pequeños fragmentos de historia, piezas de un mosaico antiguo, diseminadas por todas y cada una de las capas del juego. Todas y cada una de las aventuras que propone el estudio de Miyazaki implican la recomposición de un tipo de conocimiento que desde el principio se nos ofrece diseminado e inaccesible.
Lo que sí diferencia a Bloodborne del resto de aventuras del estudio es que su historia, la aventura de nuestro cazador, se alinea perfectamente con nuestro propio viaje por Yharnam a través de lo oculto y lo incognoscible, hasta desentrañar los significados del entorno y sus objetos. Como jugadores, en las aventuras de Miyazaki debemos prestar atención e interpretar cada retal de información para reconstruir el relato, el escenario y unos acontecimientos pasados o presentes, pero la misión del avatar, del personaje que encarnamos, es otra muy distinta. En Dark Souls somos engranaje sucesorio en el ciclo divino del fuego; en Dark Souls II, más plegado al mundo de los hombres, debemos suceder a un rey, pero en ambas aventuras estamos sujetos a una suerte de predestinación. Nuestro propósito va impelido por fuerzas superiores y no importa demasiado si nuestro no muerto elegido, nuestro portador de la maldición o nosotros mismos somos capaces de comprender dichas fuerzas. En Bloodborne emprendemos un viaje similar, partimos de un lugar oscuro y extraño que debemos desentrañar, pero aquí el objetivo de nuestro cazador se alinea con el nuestro propio: atravesar las sombras y alcanzar el conocimiento; adquirir, mediante la experiencia, la lucidez suficiente que nos permita descubrir los secretos más ocultos del mundo que nos rodea. La búsqueda insaciable del conocimiento, a través de distintos medios, métodos y técnicas, es uno de los motores principales de las sociedades, instituciones e individuos de Yharnam.

Bloodborne es un viaje a través del conocimiento; un viaje universalmente humano y a la vez monstruoso. El objetivo final del juego se aferra directamente a esta idea, ya que la naturaleza de sus distintos finales varía en función de cuánto conocimiento hemos adquirido sobre lo divino (algo que, evidentemente, no será fácil). Este viaje, desde las sombras y lo incognoscible hasta esa lucidez iluminadora que produce monstruos, se enmarca bajo unas claves escénicas, visuales y mecánicas especialmente diseñadas para oponer resistencia. Es un juego deliberadamente opaco que discurre por un entorno enrevesado. Esto entronca directamente con la ambientación del juego. Bloodborne bebe de movimientos literarios como el terror gótico, el romanticismo y el horror cósmico de finales del siglo XVIII y principios del XX, géneros literarios que florecieron entre el miedo a lo desconocido que todo cambio trascendental provoca en la sociedad, y que estuvieron fuertemente marcados por la tensión ideológica entre el racionalismo, el surgimiento de la ciencia moderna y el pensamiento religioso. En Bloodborne también nos enfrentamos a un cambio trascendental en el mundo (el origen de la plaga), que se aborda desde dos escuelas diferentes de pensamiento, cada una con sus propios métodos y principios. Por un lado, los que querían adquirir conocimientos similares a los de un Grande a través de la lucidez (una facción que se alinea con el clero y el pensamiento religioso), por otro, quienes anhelaban superar las limitaciones del cuerpo usando su sangre (una escuela que puede asimilarse a la ciencia). Tanto la literatura de la que bebe Bloodborne como el propio juego, sus temas y las herramientas que se utilizan para representarlos, son producto inseparable de sus circunstancias, de su contexto temporal. Si eliminamos el contexto, si anhelamos una actualización de los términos en los que vive y respira la obra, el mensaje se desvirtúa, la obra se diluye.
La búsqueda del conocimiento, la capacidad del intelecto para atravesar las sombras (ya sean las de un escenario concreto en un videojuego o las de un momento histórico determinado) es un viaje empedrado y plagado de dificultades. Diez años después de su lanzamiento, las asperezas del juego, tanto en el control como en la resolución, construyen también experiencia y tienen valor narrativo. Bloodborne es un juego que se expresa en términos abigarrados y se resiste a ser domado, y esta idea atraviesa todas las capas del juego: su diseño de niveles, sus temas, los objetivos que perseguimos y la forma en la que podemos, o no, alcanzarlos. Una década más tarde, también lo son aquellos rasgos del juego que son fruto inseparable de su tiempo. Limar sus asperezas supondría suavizar una experiencia que está diseñada desde su raíz para reproducir el tortuoso camino que implica el entendimiento de cosas que son mucho más grandes que nosotros, implicaría una concesión innecesaria a la idea presentista de que lo último, lo nuevo y lo más moderno es siempre mejor que cualquier cosa anterior y, en última instancia, nos concedería a los jugadores una suerte de puente asfaltado, de atajo clarificador, a la hora de atravesar un camino que está pensado para oponer resistencia, para resultar incómodo y ejercer fricción. Actualizar la propuesta en términos tecnológicos actuales despejaría parte de esa bruma opresiva que nos envuelve y atenaza nuestros movimientos, necesario punto de partida. Suavizar el camino que se extiende desde la oscuridad y la indefensión iniciales hasta el control y el conocimiento final diluiría parte de la esencia de un viaje irrepetible en la historia de los videojuegos que necesita navegarse en sus propios términos.
Si eliminamos el contexto, si anhelamos una actualización de los términos en los que vive y respira la obra, el mensaje se desvirtúa, la obra se diluye.
Bloodborne nos cuenta una historia en la que un determinado orden social se ha visto transgredido, y esa transgresión desencadena en actos de arrogancia de diferente naturaleza que acaban dando forma a aberraciones que provocan la perdición de quienes las perpetran. Pero, sobre todo, propone una experiencia única, irrepetible y tortuosa sobre las dificultades que entrañan los viajes del intelecto a través del progreso, con las herramientas y limitaciones del propio cuerpo. Con esto, el juego de Miyazaki tiende un hermoso puente para el diálogo transmedia acerca de si realmente es necesario actualizar una obra transgresora que pervive en nuestro imaginario con sus luces y sus sombras, cuyos temas y ambiciones narrativas respiran y nos hablan en la misma frecuencia que su arquitectura técnica.

Este artículo pertenece al monográfico que le dedicamos a
Bloodborne como celebración de su décimo aniversario.
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