Abandoné The Witness al poco de empezarlo. Esta es una de esas cosas que suelen ser inconfesables. He abandonado muchos juegos, por diferentes motivos (todos justificados), pero en The Witness se juntaron varias cosas: el mapa y la extensión de su reto me abrumó; alguno de los primeros puzles se me atragantó, porque no fui capaz de entenderlo de primeras; me atasqué varias veces y tuve que consultar guía; me agobié. Era precioso, pero me resultó tremendamente difícil, exigente, abrumador, y lo abandoné. Y diréis, «buah, un videojuego de puzles, eso no es difícil, no es un soulsborne». Es cierto. No me estaba enfrentando a lo que hoy se entiende en la dimensión hardcore gamer (Cf. Daniel Muriel) como lo difícil, lo realmente difícil. Pero aquello fue difícil para mí, y entenderlo —cómo y por qué fue difícil para mí—, hace que comprenda mejor mi relación con los videojuegos. De esto va La estética de la dificultad. Teoría y motivos en el videojuego, de Mateo Terrasa Torres, publicado en la colección ludografías dirigida por Víctor Navarro Remesal en la editorial Shangrila.
El debate sobre la dificultad (palabra que voy a repetir mucho, advertidos quedáis) es de por sí estéril por motivos de pluralidad y contexto (no hay una sino muchas vías videolúdicas de acceso al medio); pero además porque se entiende en un sentido mecánico muy restringido en el ámbito del videojuego. Mateo Terrasa descerroja este debate ampliando el campo de batalla, yendo a la idea de dificultad más allá de la coordinación motriz que te hace pulsar acertadamente un botón detrás de otro. Puede intersectar con otros campos (el autor lo hace sobre todo con el cine), pero hablando del videojuego, nos encontramos con que la dificultad atañe a distintas dimensiones de lo que ofrece el videojuego y de nuestro contacto con él: «Son experiencias difíciles porque conforman una resistencia que niega el avance y la comprensión del artefacto lúdico». La «dificultad» aparece como un concepto polívoco, y superar la dificultad supone desbrozar el camino hacia esa comprensión, en todas sus variantes.
Hay que entender «dificultad» como los antiguos, como cuando en el Quijote se dice aquello de «confía en el tiempo, que suele dar dulces salidas a muchas amargas dificultades». Dificultad no como el «selector de dificultad», ese que da más vida a los enemigos o quita pistas durante la aventura; dificultad de «embarazo, inconveniente, oposición o contrariedad que impide conseguir, ejecutar o entender algo bien y pronto»; dificultad como escollo, como bache, pero también como aprendizaje, como proceso de descubrimiento, de hacer lo difícil, fácil. Eso es lo que expone Mateo Terrasa en el libro. Para ello, divide el texto en dos bloques (bien indicados en el subtítulo): un primer bloque de teoría, donde pone las bases de qué es eso de la «estética de la dificultad» para el videojuego y cuáles son las dimensiones de la dificultad que se van a explorar; y un segundo bloque, los motivos, que hace un catálogo de… bueno, «motivos», como tropos o elementos clave que articulan en sus diferentes formas la dificultad.
Allí donde el primer bloque da una base sustantiva a la reflexión, es con los motivos donde se despliega toda una caja de herramientas para pensar (e incluso ampliar), estos elementos problemáticos —tanto internos al videojuego como externos para quien juega— que chocan no sólo con nuestras habilidades con el mando, sino con otras resistencias o escollos que se han padecido al jugar. Estas ideas alumbras otras posibilidades de la dificultad y, siguiendo mi abandono inicial, encontrar explicación al modo en que me he relacionado con otras dificultades en otras obras: la «opacidad» de The Witness es lo que me sacó del juego; la dificultad mecánica y cierta impotencia lo que me ha hecho aparcar Blasphemous; o el tedio y el slow gaming lo que me llevó a no terminar Fallout 4 (más por sus dimensiones que porque sea realmente un juego «lento»). Sin embargo, lo que en estas me ha llevado a abandonarlas o, al menos, dejarlas en pausa, en otras ha sido acicate para superar la dificultad: la delicia de los espacios abiertos y la necesidad de ir poco a poco es lo que me hizo ser capaz de terminar The Elder Scrolls V: Skyrim (después de tres intentos); o videojuegos que me han causado una fuerte impresión emocional —catalogados bajo el motivo feel-bad games—, los he terminado precisamente por el impacto de transitar esas emociones antes que sentir rechazo.
A efectos prácticos, toda experiencia entraña dificultad, porque no depende tanto de una suerte de «en-sí» difícil de la cosa, sino de la relación comprensiva que se establezca entre sujeto y objeto. De esta forma, lo que para mi es difícil para otra persona no, y viceversa. Este es el núcleo de lo que escribe Mateo Terrasa, al mismo tiempo que despliega todo un abanico de elementos para el diálogo entre videojuegos y quien juega y entre las propias personas que se enfrentan a las dificultades. Aquí el campo de batalla resulta amplísimo, y disponible para muchas perspectivas. Con esto, tal vez la debilidad del texto es la dimensión «estética» de la obra: el autor hace una acotación clara y concisa de la materia estética, justificada satisfactoriamente, pero demasiado holgada a mi juicio. No afecta a la comprensión del texto ni a las propuestas, pero yo, que soy un quejica con estas cosas, tengo que dar la nota. Por lo demás es un texto dentro del marco académico pero muy accesible, con un lenguaje nada farragoso y lleno de ejemplos. Es ambicioso, con un marco de trabajo muy amplio, pero lo suficientemente abierto al diálogo como para que esto sea una virtud de trabajo colectivo. Apunta alto porque puede.
Se abre aquí un campo de cuestiones muy interesante para continuar pensando, y que se apuntan ya en el libro, como la cuestión de equilibrio entre el tradicional reto mecánico de habilidad y el no mecánico, que señala a elementos de ambiente y de relación con la obra diferentes. Esto se puede enlazar con la cuestión de «lo justo» dentro del mundo videolúdico, si es posible hablar de que un videojuego es justo o injusto en relación a la experiencia y a las exigencias tanto que ofrece como que demanda de quien juega; esto es, en definitiva, hablar de la relación y la experiencia, como desarrolla el autor en muchas ocasiones, con las propuestas ludoficcionales tan diversas que ofrece el medio. De esa relación nos habla la dificultad, o, en palabras de Mateo Terrasa, «la dificultad, entonces, es un proceso creador de sentido que atraviesa toda experiencia ludoficcional y sobrepasa la retórica habitual utilizada para aproximarse al concepto». Lo difícil no algo que se conquista sino algo que se comprende, y —esta vez parafraseando al Quijote en lugar de citarlo—, allí donde interviene la comprensión, se allanan los riscos y se deshacen las dificultades.
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Me encantó el texto, sobre todo por esa reflexión sobre que la dificultad no deriva de que así se denomine en un menú, sino en la comprensión del sujeto expuesto a la obra. En ese sentido, entiendo que el tema de la dificultad debe mirarse al mismo tiempo como la forma en que el lenguaje mecánico o jugable de la obra está siendo transmitido al receptor; y en consecuencia, la manera lógica de reducirla pasa por asegurarse que ese lenguaje (espadazo, tiro, movimiento, ángulo de visión o sonido) le resulta comprensible a una mayoría. En mi caso, he dejado aparcado el Sekiro por no saber interpretar adecuadamente el momento en que tengo que activar la defensa, tal vez una ayuda audiovisual que yo sepa interpretar me haría comprender mejor el sistema y me ayudaría al progreso.
Saludos 🖖
Una maravilla de fichaje este hombre.