Este artículo pertenece al estudio sobre estética y videojuegos que está realizando Antonio Flores Ledesma. La presentación de esta serie de columnas puede encontrarse en este enlace.
Nudo videolúdico: libertad de jugar
Llegamos a lo que considero un nudo de este proceso exploratorio de las ideas de la estética filosófica en el videojuego. Allí donde parecía que nos desviábamos del camino, o que el tema tenía poco que ver con los videojuegos, se formaban unos cimientos que exceden el objeto de estudio. Hay que asumirlo: esto no ha ido nunca sólo de videojuegos, sino que apuntaba a una experiencia más amplia en la que, sin embargo, a mi juicio, los videojuegos tienen un espacio privilegiado. Aquí voy a tratar de hacer síntesis, una síntesis, mi síntesis, que no es más que un work in progress abierto a vuestras experiencias. Después se puede abrir el espacio a otros conceptos y categorías, pero ahora hay que poner en marcha el esquema general, a ver si resiste vuestra crítica.
Breve repaso de todo lo dicho
¿Cuál era el problema inicial? No sabemos a qué se refiere «lo estético». Por lo general, en la expresión cotidiana, decimos que «algo es estético» como equivalente a «bello» o «bonito», o si nos referimos a «la estética de algo», pensamos en la apariencia, en lo superficial, en la relación que establecemos de manera inmediata por lo que nos llega por el sentido privilegiado: la vista. Sin ser estos usos ilegítimos (porque al final las palabras se desarrollan por uso), la llamada «estética filosófica», la disciplina que estudia la sensibilidad humana, es mucho más amplia. Partimos, de hecho, de una indefinición de eso de la «sensibilidad»: ¿son los sentimientos morales? ¿Son los sentidos inmediatos, la percepción inmediata? ¿Es lo que se refiere a lo bello? Bueno, la conclusión era que, a pesar de que hay diferentes propuestas teóricas, el estudio de lo estético se refiere a todo, a lo que va desde la percepción inmediata de los sentidos a su procesamiento y la mediación del pensamiento en ese ámbito (ese es el umbral a otra cosa), e incluye la propiocepción, el gusto, el placer (físico o intelectual), las dimensiones de la percepción, los sentidos, los sentimientos morales, etc.
Sin embargo, en nuestro estudio inicial nos encontrábamos la confusión original de lo estético insertado en el estudio teórico, en los game studies (al menos en la tónica global). Ciertos enfoques y autores destacaban lo estético como lo «superficial», en relación al modo de las interacciones que realizamos con los videojuegos en un sentido comportamental (MDA), o a los discursos justificativos o aparienciales que poníamos sobre las mecánicas (Aarseth). En principio, se obviaba toda la dimensión perceptivo-sensitiva inmediata (como arguye Niedenthal), que se refiere a la relación física que se establece con el medio de juego y el interior del juego (aunque siempre ha estado presente subterráneamente, algo que se verá en Kirkpatrick). Esta fragmentación también la encontrábamos en Kant, en el origen de la estética como disciplina independiente: por un lado, nos hablaba de una «estética trascendental», donde se daba una intuición o percepción que era condición de posibilidad del resto de percepciones; por otro, habla de estética como «juicio reflexivo», aquel juicio que permite descubrir lo bello en las percepciones, y que se relaciona con el gusto. La primera mitad nos habla de la forma en que, físicamente, nos situamos de forma inmediata en el mundo y cómo nos relacionamos con él; la segunda mitad nos habla de cómo discernimos las cosas de la realidad. A todo esto, con Hegel añadía la posibilidad de poder pensar lo estético más allá del placer, y contra Hegel disponía que eso del progreso cuando no hay destino del arte no tiene sentido. Pensar y sentir van de la mano sin objetivo definido (de antemano).
Nos quedamos en qué era eso de jugar y divertirse en el contexto del videojuego: si es algo «elevado», si tiene estos problemas, pero, a la postre, es un juego (algo asociado a la infancia y al mero entretenimiento), ¿qué puede aportar la estética? Las perspectivas desarrolladas nos llevaban a una especie de trascendencia tanto de la diversión como del juego, donde «lo divertido» es un marco de experiencias, y el «juego» la forma continente de experiencias que juega con la percepción, el cuerpo, las sensaciones, el placer, el disfrute, etc. Aquí se empieza a ver la forma en que el juego puede resultar un espacio de reconciliación de lo estético. Lo cierto es que existe un componente lúdico en cualquier entretenimiento: al leer, al escuchar o tocar música, al contemplar un cuadro o un jardín (o incluso al producirlo), jugamos, porque ponemos en marcha la imaginación manipulando el entendimiento (no en vano, play significa tanto «jugar» como «tocar» como «representar», en el sentido de «obra» de teatro). Pero el punto de apoyo es que como se juega en el videojuego en este contexto de la experiencia estética completa, no se juega en ningún otro medio (discutible, aunque demasiado vago de momento). Continuemos.
El camino hacia el arte lúdico
Un punto de partida sería el trabajo de 2007 de Graeme Kirkpatrik Entre arte y jugabilidad: teoría crítica y estética de los juegos de ordenador (que podemos disfrutar traducido por Ruth García y Javier Luaces), que establece el punto medio en la discusión previa entre la postura más centrada en el gusto y los discursivo y la postura más centrada en lo sensitivo y perceptivo. La cuestión se encuentra en cómo centrar la idea de «juego» para los videojuegos (nombre genérico, podemos llamarlos «juegos digitales», «juegos con soporte electrónico», etc.). En el sentido ya explicitado, o es algo funcional y mecánico, y todo lo demás (vg., lo estético) es un añadido (por lo tanto, intercambiable), o el juego forma un todo articulado donde sus parte sólo tienen sentido en el conjunto. El problema de la segunda postura es que es mucho más difícil de analizar y teorizar, porque depende de la «experiencia» —que aquí yo inopinadamente voy a catalogar desde ahora como «experiencia estética»—, y, dice Kirkpatrick, «la experiencia de juego con un juego de ordenador no se puede especificar analíticamente con una simple explicación extensional de los procesos de juego». No basta con decir «se hace x, que significa y»:
Una simple enumeración de patrones o experiencias asociadas con el buen juego sólo rozará el enigma que nos hace querer jugar. Entender esos patrones comunes, sin embargo, nos da una idea de lo que es específico del juego digital como artefacto material, un recuento más satisfactorio de la experiencia de juego subjetiva, y nos ayuda a especificar la relación entre la forma del juego y una cultura más amplia.
(Kirkpatrick, 2016: 20)
Saltando, de nuevo, la cuestión de si los videojuegos son arte (ya llegará, lo prometo, aunque es un debate estéril hoy), lo que se abre es la vía del análisis estético, es decir, un análisis de largo alcance y con vocación abierta, inacabado, permeable. Vuelvo a la idea de play: jugar tiene algo que ver con tocar un instrumento musical. Aquello que la música consiga en el oyente o en quien toca es independiente de la materia musical aunque está completamente interrelacionado con ella. No tiene que ver sólo con la recepción pasiva del sonido, tiene que ver con una recepción colectiva (imaginad un concierto donde se pueda bailar); o pensad en quien toca un instrumento, cuando se supera el momento del «ensayo» y se pasa a la «interpretación»: esa persona toca por sí y para sí, es al mismo tiempo ejecutor y receptor, de manera inmediata ejecuta los sonidos, recibe la experiencia de estar tocando, y recibe la música que es procesada intelectualmente (de forma mediata), convertida en placer estético (y si la música os parece demasiado restrictiva al «arte», pensad que pasa lo mismo con la cocina o el sexo). Ese núcleo que forma todo y de lo que cada aspecto de lo estético que se ha desarrollado es la experiencia estética, que se da como juego. Y esto es lo que hace el videojuego: «El juego es más de lo que parece y es más un conjuro lanzado por el jugador —subjetivamente emitido, objetivamente necesario— y una sombra en la que cae. A través de su actividad el jugador lo crea y disipa al mismo tiempo» (Kirkpatrick, 2016: 25).
Todo acto con un fin estético busca la experiencia completa, total. Esto no va a ser nunca posible, porque siempre habrá vectores que rompan esa ilusión, que la hagan imperfecta, pero el momento en que esa ilusión se forma, ese momento, es el de la experiencia estética. Esta nos puede llevar a muchos lugares diferentes, y la virtud del videojuego es que consigue en su interior desarrollar simultáneamente diferentes corrientes de pensamiento y experiencia (¿acaso son algo diferente?). La pluralidad estrechamente relacionada con esa implicación activa del juego es algo que se da formalmente de maneras más estrictas en otras artes; la asunción de normas que abren la puerta a la libertad de la experiencia adquiere múltiples formas en el videojuego. Es lo que comentaba al final del artículo anterior: se trata de la autonomía que se da en el juego, que se forma bajo una perspectiva de necesidad pero abstraída de las necesidades del mundo, sin que por ello sea ciego a nuestra realidad. Eso es el arte. Y en el videojuego jugamos la libertad del arte. Y Schiller sonríe.
Schiller juega a Minecraft
Dado que no tengo espacio para hacer una crítica exhaustiva de Cartas sobre la educación estética de Friedrich Schiller, vamos a hacer abstracción de los problemas del texto (entre ellos, que era un contra-ilustrado), y vamos al núcleo de su pensamiento: el impulso de juego. Schiller es kantiano, lo dice claramente, y el objetivo de su pensamiento y de este texto en concreto es solucionar el problema abierto por Kant: la desconexión entre la sensibilidad y la razón (y la moral, pero aquí va a ser todo «razón»). ¿Qué hace para solucionarlo? Poner la sensibilidad en todo el medio, como lugar donde el ser humano se hace humano, donde es capaz de superar el mero sensismo físico, «lo natural», y trascender hacia la razón, que da al ser humano contacto con lo infinito (Deus sive mathematica). Pero la razón por sí sola vuelve al ser humano insensible, matemático, lógico; le quita lo que tiene de realmente humano (que era uno de los problemas antropológicos del formalismo kantiano). Para Schiller, en medio tiene que estar obligatoriamente lo estético: el equilibrio entre los impulsos activos —el que nos ata a la naturaleza y el que nos eleva al infinito de la razón—, es lo que significa ser humano. El impulso que nos lleva a ese equilibrio lo llama Schiller «impulso de juego»: es el espacio (figurado) donde se da la libre combinación entre las determinaciones y las indeterminaciones físicas e intelectuales. El juego anula toda coacción y toda casualidad; en el juego somos libres tanto física como moralmente, las «leyes» del cuerpo, de la mente y de la sociedad, se vuelven flexibles y mutables. Al anular toda coacción, al hacer todo contingente, da forma a la materia y materia a la forma de manera dinámica, equilibrada en su interior.
El juego, como estado estético, es el espacio de la libertad, de la autodeterminación, de la autonomía. Lo «estético» cubre aquí la pluralidad de las fuerzas, no determinado bajo una sola. Aquí es donde se desarrollaría, además, la cuestión de la belleza, que concordaría con la cuestión de la libertad en una línea muy kantiana. Pero esta es una cuestión secundaria para nosotros, aunque importante, porque belleza y libertad van de la mano, y lo de Schiller es que, si hay belleza hay libertad y viceversa (en eso se basa la «educación estética»). La belleza es una potencia de liberación, es forma de libertad, no contenido; y tiene que ver con la felicidad: si bien el estado estético no dice nada (no da contenido) de la razón o la moral, sí que establece el marco de libertad donde el ser humano dispone de sí mismo para guiarse en cualquier dirección. Da la capacidad a la persona de determinarse a su voluntad. No dice lo bueno o lo verdadero en general, pero atañe a lo bueno para el individuo.
¿Por qué sugerir que Schiller juega a Minecraft? Los sandbox suelen ser mucho más visuales para la cuestión de la libertad, de «hacer lo que quieras» o «contar tu propia historia». Hay que puede argumentar que, al final, en realidad en los videojuegos también hay reglas que no se pueden superar, que te obligan a actuar de cierta forma (ejemplo clásico, en un shooter sólo puedes disparar). Pero el punto de Schiller sobre el juego (y sobre el arte en general, como espacio de sublimación de ese impulso de juego), es que cada persona individual elige adecuarse en libertad a esas reglas, que nos autodeterminamos en esas reglas, las asumimos sin coacción externa, y las hacemos nuestras. En un Minecraft, o cualquier otro sandbox, quien juega determina no sólo su relación con el espacio de juego, con las constricciones del juego, sino que se determina a sí mismo dentro de ese espacio y, por lo tanto, determina la realidad de ese espacio (esto suena tope idealista pero calma). La posibilidad de marcar tu juego como un eterno camino hacia las farlands (ya inalcanzables), la plasticidad de la redstone, o el simple placer de hacer una granja sin más, son el libre juego entre la determinación sensible que nos limita a lo físico y la indeterminación racional que nos abre a lo infinito. Pero pensad si no en Pokémon y sus lockes (ahora que acabamos de pasar la segunda Twitch Cup): al poner reglas dentro de las reglas y otorgárnoslas de forma autónoma, se pone en marcha la imaginación en nuestro propio espacio de libertad. Lo que podemos hacer en la mente con un cuadro o un libro, lo hacemos realmente en el videojuego. Y esto nos lleva aún más lejos, porque también permite, a través de la relación física externa (el dispositivo electrónico) y la relación física interna (las especificidades del software), autodeterminarnos de forma sensible: elegimos cómo jugar, el medio más cómodo, la visión más adecuada a nuestras determinaciones… decidimos quiénes queremos ser dentro del videojuego (a mi juicio, más que en cualquier otra experiencia estética, aunque es discutible). Pasarse Dark Souls con un dispositivo de baile para videojuegos no es sólo una forma de forzar los límites del juego y asumir retos, sino que responde a una relación sensible con nuestro cuerpo, con la forma en que nos relacionamos con él en nuestra autonomía y cómo queremos ser en ese contexto de juego (algo que no suele ser posible en otros espacios). En el juego se da la unidad de lo estético, y en el videojuego se sublima esa unidad estética. No sé si habéis experimentado un tipo de libertad como la descrita hasta ahora, la forma que toma a través de lo estético. Yo tengo conciencia de haberlo sentido con The Witcher 3, con Portal 2, con What remains of Edith Finch, con Assassin’s Creed Revelations… Es posible que esté pasándome de frenada, y que en el futuro cambie mi juicio, pero, sabiendo críticamente que nunca dejo de ser yo, y de que hay que añadir toda la dimensión social y moral al arte que, tercamente, nos enseña que la sociedad está rota y es perversa (porque no hay que olvidar, por ejemplo, que Activision Blizzard es una empresa que ha abusado de sus trabajadores a diversos niveles y a tratado de ocultarlo a toda costa por el beneficio económico, por mucho que nos pueda gustar Overwatch 2); aun sabiendo esto, es inevitable que cuando juego (así como cuando toco la guitarra, o cuando escribo, o cuando leo, o cuando pinto, etc.), me sienta libre, sienta algún tipo de unidad, de reconciliación de unas contradicciones que no desaparecen, pero me aparecen de otra forma. Esto es lo que consigue la experiencia estética, y lo que consigue el videojuego. Así, brevemente explicado, se da la unidad estética videolúdica; ahora toca averiguar qué o quiénes somos dentro de esa unidad.
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@orlando_furioso
Es una cuestión relevante, sí que se ha comentado de pasada en varios momentos, y en el futuro voy a comentarlo un poco más pero tampoco de manera monográfica (a menos que esto se alargue mucho). Quicir, la cuestión de una recepción reglada es más bien cosa de la sociología del arte que de la estética tal y como la estoy abordando yo (igual llego a eso o igual no). A efectos prácticos, no me interesa, porque aquí el «desvío» no es relevante, sino la experiencia misma de forma autónoma. El desvío es funcional a la norma, pero aquí la norma no tiene contenido; es, en todo caso, el convenio comunitario de la forma de una experiencia, pero no aparece como norma. Esto es, en realidad, un problema gordísimo (y lo hago notar en las últimas palabras al hacer referencia a Ubi), porque precisamente la percepción como práctica consciente no existe sin esas normas, y creo que hacia el final de mi planificación sí que llegaré a eso pero de momento me mantengo en un formalismo que entiendo que puede ser decepcionante, pero que es mi forma de construir este discurso. Espero que esta respuesta tampoco sea decepcionante, aunque me quede a medias.