Hoy en día todas las adaptaciones de videojuegos son buenas. A cada nueva película o serie estrenada se antoja necesario insistir en que La Maldición, aquélla que condenaba cualquier tentativa de adaptar un videojuego con éxito, ha sido sofocada. Ha tardado en ocurrir, si se propone el inicio de este embrujo en el estreno de la película de Super Mario Bros., hace unos 30 años de nada. Quizá menos. Puede que haya que rastrear esta superación a alrededor de un lustro, pero sea como sea basta con echar un vistazo a los estrenos de 2022. Uncharted, pese al criticado rejuvenecimiento de Nathan Drake para ajustarse al rostro y forma de actuación de Tom Holland, ha triunfado en taquilla dejando a los jugadores moderadamente contentos. Halo. La serie maneja un diseño de producción impecable que proclama lo muy en serio que se han tomado sus responsables la traducción correspondiente, como más o menos ocurre en Netflix con ¡La serie de Cuphead! Y Sonic 2. La película se ha parapetado en los aciertos de su predecesora para seguir siendo una experiencia agradable, inofensiva ante todo.
En ningún caso, claro, hablo exactamente de excelencia. Cuando concluyo que todas las adaptaciones de videojuegos, hoy en día, han de ser forzosamente buenas, me veo obligado a invocar un cierto grado de homogeneidad extendida, de estandarización básica, que desactiva cualquier susceptibilidad de causar reacciones intensas. Es lo que Víctor Martínez explicaba en un Reload —creo recordar que al hilo del tráiler de la citada Uncharted—, desinteresado ante el valle cualitativo que ha alcanzado este problemático ¿género? cinematográfico. Se podría analizar caso por caso, detenerse en las particularidades de la producción de cada nueva película o serie basada en un videojuego en el último lustro, y nos tropezaríamos siempre con un proverbial control de daños, un lecho de mínimos exigibles que garantiza el plácido intercambio de afectos y recaudaciones, normalmente con un futuro franquiciado en perspectiva. Hoy en día todas las adaptaciones de videojuegos son buenas, así que nadie tiene por qué enfadarse. O por qué sentir nada, en realidad.
El videojuego nació en una época donde el cine era la principal manifestación cultural, aunque ya entonces se divisaran grietas que amenazaran esta hegemonía. Antes de que el cine se fuera apagando y el videojuego ganara alcance y estatus para sucederle como esa manifestación cultural preponderante, ya habían mostrado una afinidad congénita. O, más bien, una pulsión que les movía a juntarse, a intentar entenderse, de cara a hacer evolucionar su mutua expresividad. Ahora que todas las adaptaciones de videojuegos son buenas es lícito hablar de un matrimonio feliz, un idilio consolidado. Pero también es un momento adecuado para profundizar en sus dinámicas, en las causas de este entendimiento, en cómo y por qué se ha llegado a este punto. Por ahora, sin necesidad de establecer claramente en base a qué criterios una adaptación es «buena».
I
La armonía videojuego/cine, centrándonos en lo relativo a los esfuerzos de Hollywood por fortalecer su catálogo de IPs, puede entenderse según varias hipótesis. La primera de ellas obliga a asumir Hollywood dentro de un sistema de mayor escala, extendido a la industria cultural/audiovisual al completo. Las majors clásicas, instaladas en Los Ángeles desde hace un siglo, han logrado diversificar negocio y saltar a otras áreas donde compiten con compañías de menor antigüedad pero nacidas directamente en este contexto transmedia. Warner Bros., Disney o Universal, integradas por filiales donde la producción de películas dista de ser prioritaria, han de medirse con Netflix, Apple o Amazon según el streaming se impone a la exhibición tradicional, y lleva la competición a otros contextos que dominan a la perfección agentes como Microsoft o, sí, Sony, monumental conglomerado también vinculado históricamente al cine. No corresponde ahora ensayar una panorámica del entretenimiento audiovisual contemporáneo, pero baste insistir en lo muchísimo que se ha ampliado el campo de batalla, y en la consecuencia estrella de esto: que las películas sean activos intercambiables con la televisión, la música y el videojuego.
Todas las compañías lo hacen todo. Una compañía responsable de un videojuego puede encargarse de su correspondiente adaptación, con lo revulsivo que esto resulta a nivel conceptual: antes el videojuego suponía un terreno inexplorado y obligaba a delimitar procedimientos exclusivos. Ahora da igual producir Uncharted o una película de Uncharted, y de hecho el filme de Tom Holland ha venido a constatar lo definitorio de este formato: es el primer título desarrollado por PlayStation Productions, empresa bajo el paraguas de Sony que ahora mismo trabaja en la serie de The Last of Us con HBO, amén de otros proyectos como Ghost of Tsushima o Gran Turismo. PlayStation Productions abandera esta tendencia del mainstream con respecto a lo productivo, aunque otra directriz fundamental de este escenario contemporáneo es que producir reviste la misma importancia que poseer. Las plataformas de streaming no han nacido de esta dialéctica pero ahora mismo saben que es la vía estrella de progreso, pasando de ser dóciles depósitos de contenido a activas desarrolladoras de contenido nuevo. Una vez quedan obsoletas en este marco la distribución o exhibición ofrecidas por terceros, las compañías alcanzan una autonomía absoluta, y su objetivo pasa por reunir todo lo que la audiencia pueda querer bajo una misma marca.
Pero lo que la audiencia pueda querer cambia. Constantemente. Las compañías han de estar atentas a estos cambios, y de un tiempo a esta parte los videojuegos han acogido un valor indispensable. Ante el arraigo del Game Pass en Microsoft, plataformas como Netflix —coincidiendo con un año donde el número de suscripciones ha experimentado una caída significativa— tratan de adaptarse y convertirse igualmente en máquinas expendedoras de juegos, llegando al extremo de adaptar sus propios contenidos originales con hilarantes resultados como aquel Gambito de dama… antes conocido como ajedrez. El devenir de la industria obliga a la diversificación, obliga a combinar producción y posesión dentro de un régimen autocombustible desesperado por retener la fidelidad del usuario. Las vilipendiadas adaptaciones de videojuegos pierden cualquier signo de excepcionalidad, y han de planificarse con un cuidado mecánico que suprima sistemáticamente disonancias o fugas. No queda otra, cuando el esfuerzo particular de adaptar ha perdido todo dramatismo y, más que las adaptaciones en sí, importe el «paquete» que las reúne: los últimos movimientos de Amazon le han asociado con dj2, y ahora planea producir en cadenas adaptaciones de Fallout, Life is Strange o Disco Elysium. Juegos, en fin, con más bien poco en común.
La estandarización alcanzada por las adaptaciones de videojuegos puede deberse a una industria donde el objetivo primordial de cualquier propiedad intelectual es aparecer junto a otras en un espacio con el que el usuario interactúe desde una supuesta libertad. Una libertad convertida progresivamente en fidelización —o eso ansían las marcas, para las que el videojuego siempre ha sido un medio fecundo en ese sentido—, a la que no conviene desafiar con lo heterogéneo o con una verdadera novedad. No buscamos sorpresas al ver una película de Uncharted: queremos verla y rejugar a los originales, y si todo podemos hacerlo en una misma plataforma mejor que mejor. Esto en cuanto al ámbito industrial. Si indagamos en el ámbito artístico la situación obliga a cierta, acaso saludable, metafísica.
II
Parece innegable que el videojuego, desde su nacimiento, se ha fijado en el cine a la hora de evolucionar. Incluso se podría aducir que en algunos casos ha crecido a su sombra, avanzando acomplejado hacia la meta cuestionable de parecer una película. Si observamos la situación desde el lado del cine, obviamente, no pasa lo mismo. El cine es un arte mucho más antiguo, que lidió con condicionantes radicalmente distintos al videojuego. Condicionantes sobre los que se ha teorizado largo y tendido, tratando de divisar cuál era su esencia. André Bazin, quizá el teórico más influyente del medio, escribió a este respecto que en el cine la existencia precede a la esencia, valorando la segunda noción como algo que había que desentrañar a posteriori. Es una situación que se puede extrapolar fácilmente —incluso con mayor intensidad, dado lo consustanciales que son los avances tecnológicos a su recorrido— al videojuego, pero centrémonos por ahora en la idea de lo intrínseco, de lo que le es propio al cine y le distinguiría de un medio netamente posmoderno como el videojuego.
En su artículo El mito del cine, publicado en 1946, Bazin achacó la invención del cine a «la realización de la idea que dominó confusamente todas las técnicas de reproducción de la realidad que vieron la luz en el siglo XIX, desde la fotografía al fonógrafo». «Es el mito del realismo integral, de una recreación del mundo a su imagen, una imagen sobre la que no pesaría la hipoteca de la libertad de interpretación del artista ni la irreversibilidad del tiempo». Por decirlo de otro modo, el pecado original del cine es el realismo o registro inmóvil de la realidad, sumamente dependiente de lo fotográfico, y en tanto a que la realidad es su materia prima Bazin defendía una independencia a priori de lo tecnológico, por mucho que esto fuera lo que lo posibilitara. «Trastocaríamos el orden concreto de causalidad si colocáramos los descubrimientos científicos o las técnicas industriales en el principio de su invención. Quienes menos confianza tuvieron en el porvenir del cine como arte o industria fueron precisamente dos industriales: Edison y Lumière». Leídas hoy en día estas palabras, aunque evocadoras, también aparecen circundadas por una suerte de idealismo, que o bien no se ajusta a la coyuntura actual, o se entiende que fue desbaratado hace mucho.
Desde luego que los postulados de Bazin siguen teniendo recorrido, y resulta socorrido echar mano de ellos cuando abordamos filmes —generalmente adscritos a la variopinta disidencia de Hollywood— que hacen bandera del naturalismo y persiguen la supresión instintiva de la cámara para hacer pasar por puro/real lo que esta muestra. Pero también se dirían inoperantes si nos ceñimos a una evolución más anclada en lo industrial, sobre todo cuando entra a colación la tecnología digital y sus diversos trucajes. Susan Sontag, aún lejos de la revolución del blockbuster fantasioso de los años 70/80, intuyó la crisis del cine como representación de una idea de la realidad unos 20 años después de Bazin. «El arte, que surgió en la sociedad humana como una operación mágico-religiosa y pasó a ser una técnica para describir y comentar la realidad secular, se ha arrogado en nuestra época una nueva función», escribía en Una cultura y la nueva sensibilidad. «Una que no es religiosa, ni secular o profana. Hoy, el arte es un nuevo tipo de instrumento, un instrumento para modificar la conciencia y organizar nuevos modos de sensibilidad». Considerar el cine como un instrumento, con todas las connotaciones técnicas que lo alejarían de lo artístico para conformarse como «un artefacto», podría entrar en conflicto con el ideal de Bazin. Al mismo tiempo, a nadie le incomodaría describir la naturaleza del videojuego como «artefacto».
Es en la encrucijada estudiada por Sontag —que no distinguió manifestaciones, sino que abordó el arte como algo general— donde se encuentran cine y videojuego. Según los avances tecnológicos alejan el cine del realismo baziniano para que su expresión más célebre la integre un espectáculo puramente escapista y constreñido a una gran pantalla que no permita equívocos ontológicos, el videojuego surge de este mismo avance de la tecnología, como una abstracción aprensible. Super Mario Bros., la odiada película que iniciara La Maldición, se estrenó en 1993: el punto exacto en que un entendimiento videojuego/cine aparentaba ser posible. Los efectos especiales habían evolucionado lo suficiente, las complejas relaciones corporativas mediando la globalización podían impulsar el proyecto, incluso su mero contenido insinuaba un zeitgeist compartido. Super Mario Bros. se estrenó un par de semanas antes que Parque Jurásico de Steven Spielberg: ambas tenían dinosaurios y ambas pensaban (aunque solo una acertaba) que lo tenían todo para modular un nuevo sentido de la maravilla, confinado al espectáculo avasallador y estrictamente irreal.
Ahora bien, el cine estaba antes. El cine había generado una literatura inabarcable, se había conformado sin apenas rivalidad como el principal medio de expresión artística del siglo XX. Ante esta situación, el videojuego a duras penas podía ser considerado un juguete de vigorosa sofisticación. De ahí la anécdota que Víctor Navarro Remesal recoge al inicio de Cine ludens: 50 diálogos entre el juego y el cine, rememorando cómo los pósters de Super Mario Bros. compartían un llamativo eslogan: «esto no es un juego». La promoción se había visto obligada a distinguir Super Mario Bros. de los videojuegos de Nintendo que habían inspirado la película. «El truco apunta a un subtexto enraizado: el juego pertenece al entretenimiento desechable mientras que el cine es cosa seria, importante, un par de peldaños por encima en la escalera de la legitimidad cultural», escribe Navarro Remesal. El videojuego exhibía, pues, un complejo de inferioridad con respecto al cine. Un desequilibrio en la percepción ajena y la propia, que en última instancia implicaba una desconexión dolorosa. Super Mario Bros. es una mala película por multitud de factores, pero el que más pábulo ha acogido siempre es lo escasamente fiel que es al material de partida.
La cuestión de la fidelidad es vital en cualquier matrimonio, y es la que marcó en buena medida la maldición instaurada por Super Mario Bros. Hoy sabemos que con el paso del tiempo y el ensayo/error dicho problema se diluiría, paralelamente a que el videojuego ganara legitimidad y el cine no la perdiera, pero sí viera mitigado su impacto en la sociedad como entretenimiento estrella. La balanza se ha estabilizado, y el videojuego no tiene por qué sentirse inferior al cine. Lo que tampoco quiere decir que esto haya sido posible gracias a haber aprendido la lección en cuanto a la fidelidad. Volvamos a Navarro Remesal: «Si la mayoría de películas que adaptan videojuegos fracasan no es solo porque ignoran lo que hizo funcionar a sus originales, sino porque también se olvidan de jugar con el propio medio. “Esto sí es un juego”, debería rezar el tagline de estas versiones, “solo que de otro tipo”».
Si convenimos en fijar el agotamiento de La Maldición hace algo más de un lustro, Navarro Remesal —que escribió estas palabras en 2019— habría hecho caso omiso del nuevo entendimiento entre cine y videojuegos. Pero en algo tenía razón: las películas «se olvidan de jugar con el propio medio». Y ahí radica el motivo por el que este matrimonio no es tan sano como parece. Por mucho que industria y taquilla insistan en mantener la fachada.
III
Es fácil rastrear el primer indicio de que La Maldición llegaba a su fin y por supuesto no vino dado por una película excelente, sino por un bombazo en taquilla. Warcraft: El origen se estrenó en 2016, precedida por unas críticas demoledoras como mandaban los cánones y causando una general indiferencia entre el público occidental… que cambió velozmente según la película de Duncan Jones llegaba a China. Entonces los números salieron, las ganancias fueron tremendas, y la película basada en videojuego se convirtió en un activo principal dentro de la compleja relación entre Hollywood y China, que ha determinado buena parte del blockbuster contemporáneo. Centrándonos en Warcraft: El origen, parece evidente que encontró su público entre los múltiples usuarios del juego original, que habrían visto en el filme todo lo que podían desear. ¿Qué era esto? Pues aventuremos, con necesaria timidez, un gran esfuerzo en sumergirse en el lore de la obra original y retener a sus personajes, ensamblando un espectáculo totalmente opaco para neófitos.
En los últimos tiempos han pasado a producirse decenas de adaptaciones de videojuegos (películas o series) por año, de forma que es progresivamente fácil distinguir tendencias, o estrategias de adaptación, en su desarrollo. En 2016 se dieron cita unas cuantas: mientras Warcraft: El origen se lo jugaba todo a la noción de reconocimiento, a que los jugadores asociaran orgánicamente la película con la experiencia jugable, Ratchet y Clank se ofrecía como un híbrido extraño cuyas imágenes, directamente, fueran las de un juego lanzado ese mismo año, un reboot del original. Angry Birds: La película, que también logró una gran taquilla, limitaba cualquier reminiscencia al material de partida a su clímax, transitando hasta entonces los confortables cauces del entretenimiento animado. Mientras Assassin’s Creed con Michael Fassbender, quizá el título más odiado de los citados, manejó una estrategia muy distinta: la reflexividad. La película trataba de sacar partido del confuso metacomentario de los videojuegos de Ubisoft en tanto a simulación e interactividad, más y más difuminado con el paso de los juegos ante sus incontrolables implicaciones, y en favor de la acción y la recreación de periodos históricos. Fue precisamente la falta de estas lo que el fandom le reprochó, furibundamente, al filme dirigido por Justin Kurzel.
Si bien la reflexividad apunta a ser el ángulo más prometedor para cartografiar la adaptación del cine con el videojuego, lo cierto es que esta ha acostumbrado a limitarse a películas inspiradas en el concepto jugable, no en una IP concreta. Ready Player One, las dos nuevas Jumanji o Free Guy son capaces de entregar discursos fructíferos en cuanto a nuestra relación con los videojuegos, pero no se basan en ninguno, no tienen que rendir cuentas a las expectativas de ningún fan. Así que, descartada la reflexividad en cuanto a modos de adaptación, se erigen dos estrategias fundamentales, y ninguna especialmente estimulante. Una es el mencionado reconocimiento: reconocer que lo que estás viendo se parece a lo que has jugado, sobreponiéndose al esencial cambio de verbo, «ver» a cambio de «jugar». La prosperidad de esta estrategia quizá tenga mucho que ver con el ecosistema corporativo descrito previamente, y es el de gratificación más inmediata: el problema de la película de Sonic no es la película en sí, sino que su Sonic no se parezca al que conocen los jugadores.
La otra estrategia es más difícil de aprehender, pues nace de mutaciones exógenas al videojuego que, en la mayoría de ocasiones, el espectador/jugador pasa por alto o da por supuesta. Es la noción de «encaje», es decir, de la asimilación del esfuerzo de adaptación por parte de estrategias circundantes, según modas o modelos que haya ido cultivando Hollywood. Es, por ejemplo, lo que representa Angry Birds: ante la insuficiencia argumental o expresiva del videojuego original, se pueden tomar un par de motivos anecdóticos pero atractivos para ajustarlos a un tipo de espectáculo plenamente digerible por el público. Angry Birds es, pues, una típica película de Sony Animation o, aún mejor, una típica alternativa al modelo Disney/Pixar. Esto es: animación desaliñada pero gratamente anclada en el movimiento, referencias de corto recorrido a la cultura pop, gamberrismo controlado, desfile de voces de celebridades metidas a intérpretes de doblaje. Una película que no se distinga mucho de la enésima aventura de los Minions y amplíe el radio de atractivo más allá del conjunto gamer, confundiéndose en la cartelera con otros títulos similares.
El ejemplo más extremo de esto podría ofrecerlo —ya que Angry Birds sí se molestaba, al menos la primera entrega, en que reconociéramos a los pájaros y los cerdos de turno— un filme que no hace mucho fue saludado como una de las adaptaciones de videojuegos con mejores críticas jamás estrenadas: Un hombre lobo entre nosotros. Es decir, Werewolves Within, originalmente un juego de realidad virtual. Pero esta realidad virtual, que tanto ha obsesionado al cine de ciencia ficción, no obtenía eco alguno en la película, ya que Un hombre lobo entre nosotros se limitaba a tomar su título para bautizar una comedia negra donde confluían varias tendencias del cine comercial de años recientes, como la crítica racial de Jordan Peele tamizada en narrativas de terror o el whodunit revisionista de Puñales por la espalda. Eso es el encaje: la limitación de la memoria del videojuego a un título. La constatación definitiva de que jugar, cuando cambiamos de medio, es lo de menos.
Tal parece que, por mucho que la industria y el diálogo histórico estén de su parte, el matrimonio de cine y videojuegos no es tan triunfal como parece. Si nos centramos en cómo el primero traduce al segundo, el idilio se nos revela superficial, asediado por las apariencias y el qué dirán. No hay una comunicación auténtica, el cine no parece entender el videojuego tan bien como el videojuego entiende al cine. La «organización de nuevos modos de sensibilidad» que defendía Sontag, en tanto a una posibilidad videolúdica, se le escurre entre sus dedos pese verse inmerso en una coyuntura con muchas más facilidades que cuando todo empezó, hace 30 años. Navarro Remesal asociaba el verbo «jugar» a «reconfigurar y reconfigurarnos». «Al jugar estamos relacionándonos de una forma nueva y única con el mundo», defiende. Pero el cine no lo entiende. El cine no juega.
Y, pese a todo, Paul W.S. Anderson estrenó Monster Hunter en 2021.
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Ya bastante melancólico me puse con la noticia de Lollipop, el recuerdo de que esos juegos ya no están, como para que me recuerdes el fin de la etapa anárquica (e infinitamente mas interesante) de la Maldición Alberto.
Yo no se absolutamente nada de cine, pero lo que comentas de forzosamente buenas, homogeneidad y estandarización no es algo extrapolable a casi cualquier subgenero con un público rentable detrás. No lo veo muy distinto a lo que sucede con la fantasia épica o el rollo csfi de chaquetas de cuero.
PD: Me acabo de enterar que existe una serie de Cuphead. Vivo en una burbuja lpm!!!
Iba a darte la bienvenida, Alberto, pero ya te hemos podido leer por aquí en más de una ocasión. Promete y mucho este espacio mensual. Una forma ideal de amenizar la espera hasta que tengamos AnaitFilms y todos seamos aún más felices. Tremendo (re)debut, ¡enhorabuena!
Estupendo artículo. En mi opinión, Sonic funciona porque deja de lado gran parte de la idiosincrasia del videojuego y se centra en realizar una (buena) película con un target clarísimo. Ambas cintas son películas infantiles en el sentido más clásico, buenista y positivo del término. Los padres incluso nos podemos ver algo desplazados al verlas junto a nuestros retoños, pero es que nada de eso importa, solo los peques, el erizo y las aventuras.
Creo que va en consonancia con el artículo en el sentido en que, muchas veces, nos olvidamos de lo que significa adaptar. Si una película coge la licencia de un videojuego, la principal preocupación debería ser hacer una buena película, no ser más o menos fiel, más o menos reconocible. Eso es totalmente secundario. En el proceso de escritura basta con mantener la esencia del trabajo original, pero de nuevo, adaptarlo al medio al que va a saltar. Por eso Sonic lo ha petado, porque se olvida del videojuego más allá de cogerlo de base (que se lo digan a Kubrick y King). A mi modo de ver, funciona igual en el otro sentido. La serie Arkham coge a un personaje de cómic y no pretende ser fiel a ninguna historia particular, si no trasladar a ese personaje al medio, y les sale escandalosamente bien. Ridley Scott cogió la novela de K. Dick y se la fumó en gran parte, dando como resultado un clásico de la ciencia ficción.
Creo que lo fundamental es coger una licencia y tratar de hacer un buen producto a partir de ella en el medio en el que se quiere trasladar, sin importar mucho más. Aspectos reconocibles, fidelidades y demás, a mi modo de ver, quedan en un segundo plano. Cuando hagan la película de Metal Gear lo que buscaremos será una buena película, no una película fiel. Si se pueden tener las dos cosas, fantástico, pero si se ha de renunciar a algo, creo que siempre ha de ser a lo segundo.
Quicir, estoy de acuerdo con el artículo en cuanto a la superficialidad del matrimonio cine-videojuego, pero no veo nada malo en que el cine no termine de entender al videojuego. No creo que necesite apropiarse de métodos o características del mismo, y de hecho, más allá de coger licencias de las que partir, tampoco debería.
PD: si bien el artículo es mayoritariamente sobre cine, sorprendido de que no se haya nombrado «Arcane». Del LoL yo ni idea, pero la serie es un pepinazo importante.
«…no tienen que rendir cuentas a las expectativas de ningún fan.» He ahí la clave del éxito de Ready Player One, Rompe Ralph y otras película que tratan sobre videojuegos. Pueden hacer referencias a todos ellos y estar a salvo de los puristas ya que no se basan en ninguno en particular.