Es bien sabido que Super Mario fue creado de forma fragmentada, a base de improvisaciones y afortunadas funcionalidades. Cuando debutó en Donkey Kong se vio lógico que fuera un carpintero quien escalara ese edificio para salvar a Pauline y en 1983, como Mario Bros. estaba lleno de tuberías, se cambió su profesión por la de fontanero. Originalmente no tenía nombre siquiera, se le conocía como «el hombre que salta», y una anécdota extendida revela que su bautizo vino por Mario Segale, el malhumorado casero italoamericano con el que lidiaba el equipo de Nintendo a su primer paso por EE.UU. Super Mario Bros. sirvió, finalmente, para completar el levísimo lore que ha acompañado desde entonces a Mario y Luigi, llevando sus aventuras sin ninguna explicación al Reino Champiñón.
En 1985, Super Mario Bros dio pie a revolución cultural en Japón que coincidió con otra en Reino Unido. Channel 4 quería su propia MTV tras el éxito del canal estadounidense, que ya llevaba emitiendo 4 años. Por eso, le encargó a Peter Wagg dar con un formato semejante para lo que el productor contrató a George Stone y a un matrimonio de directores de videoclips, Annabel Jankel y Rocky Morton. Amparándose en varios referentes que a mediados de los 80 convertían al cyberpunk en zeitgeist, surgió la idea de que los vídeos musicales fueran introducidos por una Inteligencia Artificial, el primer presentador creado totalmente por ordenador. La tecnología de la que disponían entonces era insuficiente —solo habían pasado tres años desde que TRON hiciera un uso prominente del CGI—, así que se resolvió maquillar al actor elegido, Matt Frewer, de forma que sus facciones se bañaran en un halo de indefinición ontológica: un valle inquietante donde la carne pareciera bit desde herramientas puramente analógicas. El personaje, Max Headroom, prometía, y a Channel 4 se le ocurrió realizar un telefilm para introducir el programa y los orígenes de ese presentador.
Max Headroom: 20 minutos en el futuro nos llevaba a un futuro distópico en manos de las corporaciones, donde las cadenas de televisión poseían un poder absoluto y hacían cualquier cosa por los índices de audiencia. Edison Carter era el íntegro periodista que combatía esta situación, pero durante su investigación de Network 23 se le daba por muerto y su cuerpo era digitalizado para convertirse en Max Headroom: un presentador sarcástico y de despiadado temperamento que antecedía en ocho años las carcajadas lerdas de Beavis y Butt-Head en la MTV. Después del éxito del telefilm Max Headroom tuvo efectivamente su programa, y desde EE.UU. la ABC se interesó por ella para crear una serie que ahondara en su jugoso background. El impacto del presentador de Channel 4 en el imaginario anglosajón llegó al extremo de que, en 1987, un tipo con una máscara de Headroom saboteó las emisiones de dos cadenas para interrumpirlas y aparecer en todas las televisiones estadounidenses lanzando mensajes confusos. Nunca se supo qué ocurrió, o cuál era su objetivo más allá del caos.
El caso es que, pocos años después, muchos se reencontraron con Max Headroom en la película Super Mario Bros. Le interpretaba Dennis Hopper, y decía llamarse Rey Koopa.
I
La primera aparición de Mario en un audiovisual ajeno a los videojuegos data de 1983, cuando aún no se había comercializado siquiera Super Mario Bros. Fue en EE.UU., en los dibujos animados de Saturday Supercade, y remitiéndose a la primerísima entrega Mario debía enfrentarse a Donkey Kong luego de que se hubiera escapado del circo que este regentaba junto a Pauline. El programa de CBS buscaba, a velocidad fulminante, dar a conocer la obra de Nintendo en EE.UU. junto a otros videojuegos recientes como Q*bert o Frogger. Intuía lo provechoso de unas marcas que obtuvieran fama a lo largo y ancho del mundo, aunque en puridad no hubo una coordinación corporativa como sí la hubo dos años después, al producirse en Japón el primer largometraje basado en Super Mario. Super Mario Bros. The Great Mission to Rescue Princess Peach! estaba dirigida por Masami Hata, y carecía del ímpetu globalizador de Saturday Supercade al querer ceñirse por entero al territorio nipón. Shochiku, una de las productoras nacionales de mayor alcance y prestigio —fue en ella donde Yasujiro Ozu trabajó durante décadas—, dispuso que The Great Mission to Rescue Princess Peach! se proyectara únicamente en su cadena de cines, y que los ingresos derivados se nutrieran de una estrategia proteccionista, a partir de productos autóctonos.
Así ocurre que en la película se dejan ver tanto noodles de Myojo Foods como el furikake de Nagatanien: ambos en la versión comercializada de Super Mario, con un rostro bigotudo en la caja. Este product placement ilustra un temprano interés por expandir la obra de Nintendo en función a otros muchos activos económicos, si bien el argumento como tal no guarde un excesivo apego a los mínimos retazos argumentales que habían dejado ver los videojuegos hasta el momento. Produciéndose de forma complementaria a Super Mario Bros. 2, en 1986, la película de Hata sí contaba sin embargo con un gesto definitorio nada más empezar: la primera escena nos mostraba a Mario jugando con la Famicom, irrumpiendo seguidamente en su salón la princesa Peach perseguida por Bowser. The Great Mission to Rescue Princess Peach! interiorizaba la máxima que han seguido desde entonces las películas de Super Mario, como es el hecho de que el modo más socorrido de darle un argumento a lo que solo ha sido originalmente mecánica sea incurrir en el isekai. Curiosamente The Great Mission to Rescue Princess Peach! no mostraba entonces a Mario siendo digitalizado para entrar en el videojuego, pues a la siguiente escena seguía habitando el mundo real.
En él, Mario llevaba junto a Luigi una tienda de comestibles en una localización indeterminada. Por tanto, lo de ser un fontanero italoamericano de Brooklyn no terminaba de ser canónico, y la llamada de la aventura se producía a partir de la entrada en la tienda de Kibidango, un perro azul creado expresamente para el filme. Kibidango conducía a Mario y Luigi a través de una tubería y ya podían entrar finalmente en el Reino Champiñón, prorrumpiendo la familiar iconografía en base a saltos, plantas carnívoras y Goombas. The Great Mission to Rescue Princess Peach! se guardaba una última transgresión bajo la manga, no obstante, y es que una vez rescatada Peach no se quedaba con Mario: Kibidango se revelaba como un tal Príncipe Haru camuflado, que resultaba ser su legítimo pretendiente.
El largometraje de Hata ejemplifica, entre otras cosas, lo moldeable del peso argumental de Mario. Cómo sus adaptaciones pueden hallarse cómodas a la hora de respetar la acción, pero sudan la gota gorda para dotar de plausibilidad a los orígenes y motivaciones del fontanero. Super Mario se halla tan cómodo en la abstracción, en el movimiento puro, que solo un entorno mercantil especialmente codicioso considerar lógico situarle al frente de una narración convencional. Felizmente no es en absoluto lo que quiso hacer, en el 89 y de vuelta en EE.UU., El show de Super Mario Bros. La serie animada que veíamos ahí se acomodaba en un registro infantil —de persecuciones y tortas a lo Looney Tunes— para suplir la imposible liquidez de las criaturas referenciadas, pero lo realmente interesante ocurría alrededor. El show de Super Mario Bros. era un programa contenedor, con escenas en acción real introduciendo tanto la serie de Mario como otra basada en The Legend of Zelda. Estas escenas de acción real contaban con versiones humanas de Mario y Luigi, interpretadas por la estrella de la lucha libre Lou Albano y por Danny Wells. Y respetaban el canon construido a retazos desde el 83. Eran italoamericanos, eran fontaneros y vivían en Brooklyn.
También, como eran finales de los 80, rapeaban. El show de Super Mario Bros. es recordado fundamentalmente por el Plumber Rap. Este servía de opening para varias escenas estilo sitcom donde Mario y Luigi lidiaban con estrellas invitadas, intentando arreglarles las cañerías o simplemente echando el rato. Con todo lo anecdótico que fue El show de Super Mario Bros., tener a dos anfitriones humanos en estampas costumbristas de un barrio neoyorquino consolidó el isekai como fórmula de adaptación, al tiempo que acotaba el trasvase entre mundos: el viaje de Luigi y Mario debía comenzar en Nueva York, aunque desde luego no es algo que se fueran a preocupar de respetar los videojuegos, ni de hecho hicieron otras dos series animadas producidas en 1990 y 1991. La fórmula era socorrida si se pretendía hacer algo, digamos, cinematográfico con Mario. Porque esto le inyectaría una credibilidad que los videojuegos de Nintendo no necesitaban en absoluto.
«Esto no es un juego», se lee en el póster de la primera película en acción real de Super Mario, y también la primera adaptación de un videojuego jamás acometida por Hollywood. La razón, más allá de las neurosis en tanto a la legitimidad cultural del videojuego que se mantienen a día de hoy, estriba en que la película abrazó militantemente cada brizna narrativa dejada caer por la trayectoria del fontanero y, sobredimensionándolas, las convirtió en su razón de ser. Lo que no quiere decir que esto se debiera únicamente a que era el camino cómodo, cimentado por un par de adaptaciones previas. En un primer momento, de hecho, la Super Mario Bros. de 1993 se ajustaba a los pálpitos creativos de dos cineastas repletos de inquietudes. Los mismos que habían creado Max Headroom en los 80.
II
Annabel Jankel y Rocky Morton, al poco de establecerse en EE.UU., recibieron la oferta de dirigir Muñeco diabólico. No cuajó, pero la idea de convertir un juguete infantil en algo mucho más tenebroso debió de quedarse implantada en su subconsciente, teniendo en cuenta el entusiasmo con el que se abalanzaron sobre el proyecto de Super Mario Bros. Una película que, en su primera fase, era de corte independiente: Roland Joffé se había reunido con Hiroshi Yamauchi de Nintendo y le había pagado solo 2 millones de dólares para poseer de forma temporal los derechos de Super Mario, con lo que su productora Lightmotiv quedaba de pronto al cargo de una creación multimillonaria y de alcance internacional. Nintendo no mostró demasiado interés en supervisar a Joffé, pendiente de la decisiva expansión de la saga que supondría a principios de los 90 Super Mario World.
El primer guionista que contrató Joffé, Barry Morrow, concibió la película como una road movie intimista dedicada a profundizar en los caracteres de Mario y Luigi. Esta idiotez, fundamentada en el Oscar que había ganado poco antes Morrow por escribir algo parecido en Rain Man, es vital por otra parte para responder a esa pregunta que se perfila en el cerebro de cualquier espectador mientras ve Super Mario Bros: por qué. Volviendo sobre las estrategias básicas para adaptar un videojuego —reconocimiento, encaje, reflexividad—, ocurre que al comienzo del matrimonio cinematográfico/videolúdico el segundo cónyuge era tan novato e incomprensible que no quedaba otra que recurrir al encaje: la asimilación del videojuego de turno por parte de diversos estilos y dinámicas productivas. En el caso de Super Mario Bros. se fundió lo que querían los productores con lo que querían Jankel y Morton, empezándose todo a desmadrar cuando una visión se impuso sobre otra. No por casualidad, los creadores de Max Headroom identificaron como gran referencia a uno de los isekai primigenios: El mago de Oz. Tenían, por supuesto, el camino totalmente allanado para ello.
A la hora de plantear qué había al otro lado, y al margen de cómo los dinosaurios de Super Mario World determinaran esa Dinohattan, Jankel y Morton mostraron afinidad por Blade Runner y el oscuro cine scifi de Verhoeven, deteniéndose en otro gran éxito de los 80 para calibrar el tono. «El modelo era Cazafantasmas, queríamos que fuera divertida pero también rara y oscura», dijeron. El tremebundo baile de guionistas que experimentó la producción impelió a que dichas referencias se diluyeran en un amasijo confuso, pero en cualquier caso los directores estaban tan concienciados con «encajar» la película en una tradición audiovisual reciente y económicamente solvente como lo estaban los productores. Desde Lightmotive, así las cosas, se pretendía que la escala remitiera tanto al reciente Batman de Tim Burton como a la aún más reciente Tortugas ninja: de una se pretendía mantener el gran diseño de producción con desafíos a las tragaderas del público familiar, y de otra la capacidad de esquivar la cutrez pese a no contar con el holgado presupuesto de la primera.
En resumidas cuentas Super Mario Bros. tenía tantos ingredientes en su receta que difícilmente iba a salir bien, incluso sin que a mitad de camino Hollywood Pictures (filial de Disney) hubiera adquirido el proyecto y exigido cambios para hacerla más infantil. El único ingrediente del que carecía era, propiamente, la tutela de Nintendo. «Si hubiéramos tenido relación con Shigeru Miyamoto, si hubiera sido productor y hubiera tenido algo que decir en lo que estábamos haciendo, claramente no habría permitido que ocurrieran ciertas cosas», confesaban Jankel y Morton recientemente en Variety. «Habríamos sido un equipo, habría sido una película diferente». Aislando ese desinterés por la fidelidad —acaso representado en todo su esplendor por la ocurrencia de que Mario y Luigi ni siquiera puedan saltar por sí mismos, sino que necesiten tecnología para ello—, el fichaje de Bob Hoskins y John Leguizamo como Mario y Luigi sí era algo más digerible que el de Albano y Wells para El show de Super Mario: su retrato como currantes, así como su adscripción a un imaginario italoamericano que pasaba por darle a Mario una novia salida de Uno de los nuestros —pues la Daisy de Super Mario Land era el interés amoroso de Luigi—, era creíble, al igual que podían serlo las peculiaridades de Dinohattan. Si nos esforzábamos en verlo así.
La accidentada producción impidió que la película tuviera una mínima coherencia temática o estética, de ahí que el carácter de cine de culto de Super Mario Bros. esté supeditado a la agotadora extrañeza que despierta a cada minuto de metraje. Aún así es precisamente su génesis la que mayor interés puede despertar, pues ante todo Super Mario Bros. ofrece una colisión de imaginarios. Una colisión de cualidades desordenadas, histéricas e inefables, que solo pudo haberse dado en el momento en que se dio. Que Jankel y Morton volcaran su caprichosa resaca cyberpunk en este gran proyecto del Hollywood noventero —con los personajes debiendo ser «digitalizados» al estilo TRON para llegar a Dinohattan desde las alcantarillas, con el Rey Koopa como eslabón perdido entre el fantasma de Max Headroom y Donald Trump— es solo una faceta del problema de fondo, y este es que la industria, simplemente, no estaba «preparada» para hacer una película funcional de Super Mario. 1993 era demasiado pronto. No había habido una cooperación internacional a gran escala, todo había estado en manos de pequeños productores irresponsables como Roland Joffé o de cineastas nerds como Jankel y Morton. Además el product placement era aún más anecdótico que el del filme japonés: una canción de Roxette acompañando el estreno y la Bob’omb llevando zapatillas Reebok. El agente corporativo más determinante había sido Disney y había llegado a última hora, intentando domesticar lo indomesticable.
Pero la industria no tardaría en aprender. Solo un año después se dio el primer intento serio de esa conexión de instancias empresariales de la que había carecido Super Mario Bros. El fenómeno Street Fighter II llevó a la producción simultánea de dos películas: una animada en Japón, otra de acción real en EE.UU. La primera era contundente y rigurosa, la segunda (con Jean-Claude Van Damme) se parecía más a la película de Jankel y Morton. Era cuestión de seguir ensayando a partir de ahí. De que la globalización, y el creciente dominio de Hollywood y Japón a la hora de administrar IPs, se encargaran de que no volviera a ocurrir algo como Super Mario Bros.
III
El pitorreo levantado por Super Mario Bros. fue tan ruidoso que Nintendo, en años sucesivos, prefirió no volver a dejar escapar a su criatura. Las adaptaciones de Mario y Luigi terminaron con la película de Lightmotiv mientras la saga de videojuegos evolucionaba por los cauces esperables: se dio el salto a las tres dimensiones sin el estupor del live action, Luigi protagonizó sus propias aventuras en Luigi’s Mansion, Peach dejó de limitarse al papel de dama en apuros, y Nintendo sucumbió a la picazón del crossover con Super Smash Bros. en una fecha tan temprana como 1999, acentuando a partir de ahí la vertiente «escaparate» de sus propiedades intelectuales. En este ámbito rindió con mucha mayor eficacia que Hollywood. Quien fuera de franquicias-insignia, de la pura explotación o del experimento precursor que había sido ¿Quién engañó a Roger Rabbit? no se percató del valor del catálogo hasta, más o menos, la segunda década del siglo XXI.
En 2014 Sony Pictures sufrió un hackeo como represalia a La entrevista, aquella comedia con Seth Rogen y James Franco que se burlaba del régimen de Corea del Norte. Las motivaciones del ataque estaban mucho más claras que aquellas que llevaron al incidente de Max Headroom en 1987 y sus consecuencias fueron asimismo más concretas, aunque igualmente demostraran la vulnerabilidad de la industria audiovisual al enseñar sus tripas. Entre muchas otras filtraciones el ciberataque reveló que Sony y Nintendo llevaban meses hablando de la posibilidad de hacer una película animada de Super Mario. Sony incluso tenía un cineasta en mente para ello, Genndy Tartakovsky, lo que tenía una lógica encantadora al llevar el director de Hotel Transilvania bastante tiempo detrás de una película de Popeye: una de las grandes inspiraciones para el diseño de Mario y su afán por rescatar a Pauline/Olivia de un gigantesco Kong/Bluto. El problema del plan residía en algo que los mismos correos electrónicos filtrados exponían: había un conflicto de intereses internos. Sony Pictures compartía conglomerado con Sony Interactive, competidor directo de Nintendo. Las condiciones de posibilidad para una película de Super Mario, arraigadas en un entorno empresarial mucho más amplio y conectado, eran las mismas que impedían su existencia.
La historia de Super Mario en el cine es la de un capitalismo global perfectible, que no se ha expandido tanto como ha aprendido a manejar a niveles más sofisticados sus activos económicos. Super Mario Bros. fue una película tan coyuntural en 1993 como lo es Super Mario Bros. La película este año, y lo que separa a una de otra no es el grado de «respeto a la fuente» sino la medida en que difieren ambas coyunturas. El filme empezó a concretarse fuera de Sony cuando Miyamoto conoció a Chris Meledandri en 2016, en el marco de unas negociaciones para que los personajes de Nintendo pasaran a formar parte de los parques temáticos adscritos a Universal. Un año antes Los Minions había superado los 1.000 millones de dólares de recaudación, situando a Illumination —estudio de animación liderado por Meledandri— como alternativa estrella al binomio Disney/Pixar, al menos en lo económico. Miyamoto sintió rápidamente afinidad por el modo de trabajar de Meledandri e Illumination. La productora siempre ha manejado presupuestos muy escuetos, generalmente encargándole el grueso de su animación a una empresa establecida en Francia, Mac Guff. Illumination hace las películas más rentables del mundillo y no deja IP sin explotar. Hasta ahora ha producido cinco películas de Gru y los Minions, dos de Mascotas y otras dos de ¡Canta!
Sí, Illumination y Nintendo podían entenderse. Miyamoto creyó con razón que Super Mario estaría en buenas manos. Solo hubo un asomo de duda a ese respecto cuando Illumination fichó como directores a Aaron Horvath y Michael Jelenic. Ellos venían de la serie Teen Titans Go! y de la película derivada, donde habían parodiado intensamente los tópicos del cine superheroico y específicamente de DC. ¿Harían algo parecido con la iconografía de Super Mario? Horvath y Jelenic respondieron rápidamente que no, declarando a los medios que su forma de afrontar el proyecto sería muy distinta: querían ser respetuosos con la fuente, y en particular con el legado de Mario. Asumían que, tras las tropelías de los 80 y los 90, el fandom se merecía algo mejor. Algo que les hiciera sentir seguros, que despertara su familiaridad sin ningún desajuste. Algo que fuera exactamente lo que esperaban.
Hoy en día todas las adaptaciones de videojuegos son buenas porque cada vez más empresas saben que la forma más rentable de adaptar un videojuego es combinar encaje y reconocimiento. Según el encaje Super Mario Bros. La película es una producción militantemente Illumination, capaz de gustarle a cualquier niño del mundo porque a cualquier niño del mundo, en caso de no conocer a Super Mario, mínimo le van a gustar los Minions. El sello Illumination impele a una serie de elementos que la película de Horvath y Jelenic abraza de forma escrupulosa: hincapié en el movimiento perpetuo para sobreestimular a cualquier espectador —algo que marida excelentemente, todo hay que decirlo, con la gramática de los juegos—, animación que disimula su pobreza mediante colores chillones y sobreiluminación —valga la redundancia— difuminando texturas, y selección musical vomitiva a base de célebres canciones pop, acaso por pensar en la distracción de los padres y por pensar a los padres según el mínimo común denominador. Take on Me suena tanto en Super Mario Bros. La película como en The Last of Us y refuerza la sensación triunfal de que el encaje está rindiendo muy bien: Super Mario Bros. encaja como una mediocridad de tantas de Illumination, The Last of Us como una serie de prestigio de tantas de HBO.
Según el reconocimiento, pues un poco lo obvio. Una lista de escenarios y situaciones por la que hay que pasar con puntualidad exquisita, empezando en Brooklyn —con una lograda secuencia que convierte el paisaje urbano en somático plataformeo—, pasando por varios Power Ups y culminando en una carrera de karts como mejor forma de combatir a Bowser, porque por qué no. Super Mario Bros. La película lo tiene todo tan controlado que resulta sumamente ingrato observarla desde la frialdad: tan ingrato como descubrir que, de cara a elucubrar una crítica negativa que se aparte de lo vago que es el guion —como si esta peña no fuera consciente—, la única aproximación válida parezca radicar en el examen de sus circunstancias de producción, y en lo que estas nos dicen del presente.
Por mucho que Super Mario Bros. La película tenga tan claro que gustará y arrasará, en los primeros minutos se permite una ligera disonancia: un pequeño destello de autocrítica que bien podría no serlo. Lo que ocurre es que, después de ver la publicidad que han grabado para promocionar su servicio de fontanería —impostando el acento italiano y recurriendo al Plumber Rap de 1989—, Luigi se emociona y le grita a su hermano «esto no es un anuncio, Mario, ¡es cine!». Puede no ser nada, o puede ser una burla hacia hipotéticos espectadores apocalípticos que, en fin, no dejan de ver en este proyecto y tantos como él gigantescas campañas publicitarias. También puede ser un puente hacia los 80, cuando nació Super Mario pero también Max Headroom: ese presentador que quería pasar por digital siendo en realidad un actor maquillado. Max Headroom representaba entonces un tipo de cyberpunk, como Super Mario Bros. La película representa otro. El cyberpunk convencional indagaba en la ambigüedad de carne y máquina. El cyberpunk de nuestros tiempos brota de la separación, cada vez más confusa, entre creación y publicidad.
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Tal cual. Gracias por decirlo. Gran artículo.
Otro buen guiño a los 90 hubiera sido que pusiera Publi reportaje, al estilo rumasa jajaja.
Muy bien artículo.
La horterada de Take on me ya parece hecha a propósito…
Lo que dices, un enorme anuncio que te recuerda lo buenos que son estos juegos, salí con gana de reinstalar el Super Mario 3D World en la Switch y de enseñar a mi hijo aún pequeño a jugar al Mario Kart…
Maravilloso artículo, da gusto leerlo.
Todos los gamers habíamos soñado alguna vez con que se hicieran adaptaciones dignas y exitosas de los personajes que amamos, pero creo que habíamos subestimado la capacidad industrial de Hollywood. Películas-marketing milimétricamente creadas y tan pasables que casi preferiría que fueran directamente malas, así por lo menos podría sentir algo.
Cuando le toque a Zelda va a ser durísimo.
Después de leer el artículo entiendo que la mejor opción si se quiere ver la película es, cómo ha llegado a afirmar y confirmar una colaboradora de la web, hacerlo cuando esté disponible de forma no legal
Qué buen artículo coño!
(Lo he tenido abierto en una pestaña desde la publicación y por fin he acabado de leerlo 😅)