Bloodborne: Mis horas con el Vacío

Drácula, de Bram Stoker, fue una de mis [lecturas] formativas cuando era un niño. Recuerdo que me gustaba la sensación de «humedad» de antes de que aparezca Van Helsing. Era un niño raro, ¿no? (Ríe.)

Estoy seguro de que Hidetaka Miyazaki fue un niño raro, como bromeaba en una entrevista con Edge al hablar de algunas influencias de Bloodborne. Algo de eso se le tiene que haber quedado, por narices. Si no, ¿de dónde sale la colección de pesadillas que hace que el nuevo juego de From Software sea uno de los juegos más terroríficos que he probado en toda mi vida?

Siempre ha habido algo de terror en los Souls, eso sin duda. En sus espacios repoblados por la muerte y el espanto, pero también en su manera de crear una sensación de incertidumbre terrible; son juegos a los que el acoso no les es ajeno, y que no dudan en desestabilizar al jugador de todas las maneras posibles, escondiendo enemigos detrás de ángulos muertos de la cámara, lanzándonos piedras gigantes en pasillos estrechos, obligándonos a replantearnos la manera en que creemos que se explora en un videojuego, escondiendo, en fin, todo un montón de cosas que otros tienen a la vista (en menús, con explicaciones, con nombres claros) detrás de un diccionario y una gramática propios, lo suficientemente parecido a los nuestros como para que entendamos alguna cosa y podamos avanzar poco a poco, siempre con dificultad. Pensad en una mezcla de horror cósmico y David Lynch.

Las varias decenas de horas (veintipico, treinta y algo; desde el viernes, he jugado a Bloodborne más de lo que he dormido o dedicado a cualquier otra cosa, y buena parte del tiempo que no dedicaba a jugar lo he dedicado a pensar en el juego) que he podido jugar hasta ahora han sido infernales. Eso es bueno. Mi reciente partida (incompleta) de Demon’s Souls no me terminó de apasionar por, aunque sea una de las cosas que más impactan y alegran de aquel juego, su comunidad, aun activa en buena medida. Demon’s Souls es un juego mucho menos consciente que Bloodborne, que ya tiene suficiente confianza como para, en ciertos puntos, hablar al jugador con cierta experiencia y dejarle ver un sentido del humor muy de diseñador japonés de videojuegos; más primitivo y tosco, el primer Souls es un puzzle en el que las piezas son infinitas: inasibles, inconcebibles, agobiantes. Igual que nosotros ponemos nombre a las cosas incluso antes de empezar a comprenderlas para no tener que enfrentarnos más de la cuenta con el abismo, la nomenclatura de la comunidad de Demon’s Souls hacen que el juego sea bastante menos interesante: el cálculo de atributos, los 1-1, 2-3, 4-2 que ponen límites al mundo, las wikis que nos quitan de un bofetón cualquier fantasía y nos recuerdan que dentro de los personajes que nos encontramos no hay nada, que son solo mecanismos que hacen una cosa u otra en función del orden en que los activemos.

En Bloodborne no solo todo es nuevo terreno (todavía virgen de walkthroughs, de guías, de páginas y páginas de jerga de foro), sino que los cambios más pronunciados en el combate y la manera general en que el juego nos anima a enfrentarnos a él hacen que el tono del juego cambie bastante. La sensación de ser un algo físico dentro de Yharnam, la retorcida ciudad-laberinto en que se desarrolla una parte de la aventura, es fuerte; tiene sentido que se cambie la levedad de las almas, etéreas y carentes de peso, por la mayor presencia de la sangre, que mancha suelos y paredes con una violencia muy visual y que nos empapa a medida que pasamos más tiempo en el mundo de la vigilia. Puedes llenar una bolsa de sangre, pero apáñatelas para llenarla de almas.

De ese cambio de chip entre lo etéreo y lo físico sale mucho de lo que hace que Bloodborne sea un juego tan terrorífico. El sistema de combate, con los escudos en un segundo plano tan claro que apenas merece la pena hablar de ellos (como para dejar claro que ahora lo importante son las armas de fuego, el primer escudo que hay en Bloodborne es apenas un trozo de madera roñoso, inútil y mucho menos interesante que la pistola), nos obliga a ser activos y dar los primeros pasos. Aunque muchas estrategias de los Souls siguen vigentes aquí (atraer a los enemigos, separar a grupos corriendo a zonas alejadas; incluso, en menor medida, arriesgarse un poquito con los precipicios para promover la muerte por accidente), ahora más que nunca saber atacar bien es más importante que defenderse: desestabilizar a los enemigos a tiros, acertándoles en el momento preciso de su ataque, es esencial para algunos jefes; hay que aprender a ser activo con las esquivas, más rápidas y versátiles que nunca, y combinarlas bien con los varios tipos de ataque, mezclando ataques fuertes y débiles y calculando en qué momento abrimos o cerramos el arma (podemos transformar nuestro arsenal con una pulsación de botón, a menudo eligiendo entre menos alcance y más fuerza o ataques más flojos pero mayor facilidad para controlar a grupos), para hacer frente a unos enemigos más impredecibles, con sets de movimientos más amplios y variados que nunca.

Igual que en aquella broma de Louis C.K. en la que habla de un tipo que le pedía que bajara la ventanilla en una discusión de tráfico, que le animaba a participar activamente en su propia agresión, Bloodborne nos anima a participar en nuestra propia agresión de más maneras que nunca. La más clara la comparte con los otros Souls, en esas puertas de niebla, menos numerosas, que esconden jefes de los que no podemos escapar, y que probablemente nos destrocen una y otra vez sin que siquiera sepamos qué se supone que tenemos que hacer; en otras ocasiones, sin embargo, el propio diseño del mapa hace que hasta que no nos movamos nosotros, por mucho miedo, a lo visible o a lo invisible, que tengamos, nadie dé ni un paso. 

Dark Souls II era un juego poético y mágico pensado para ser mirado en la misma medida en que quería ser jugado; Bloodborne es un juego furioso y sucio, que huele a mojado, a piedra y a carne podrida, y que se permite en muchas menos ocasiones ser bonito.

Pero si es tan terrorífico no es solo por el combate y por su forma de empujarnos a ser activos en situaciones en las que nos sabemos casi con toda probabilidad sin recursos para salir victoriosos (una de las bases de lo que vino a llamarse survival horror, como se explica en, por ejemplo, Maestros del terror interactivo, y en lo que Bloodborne comparte bastante ADN con el primer Resident Evil). Ayuda que sea un juego extraordinario en lo visual, más por arte que por virguerías técnicas: la ciudad de Yharnam es solo la primera parada en un viaje que nos lleva por iglesias rodeadas de crucifijos en llamas, bosques mohosos con brujas danzarinas, catacumbas y torreones con ancianos en silla de ruedas y con lanzallamas. Yharnam es importante porque es donde pasaremos un buen puñado de las primeras horas de partida: combinando cielos abiertísimos y majestuosos con montañas de arquitectura gótica que no parecen tener fin y que se extienden en todas direcciones, primero hasta donde llega la vista y luego, descubrimos, todavía más allá, Bloodborne consigue hacernos parrys cuando menos nos lo esperamos, destruyendo cualquier sensación de control sobre el laberinto que pudiéramos tener, abriendo nuevos pasadizos y rutas que funcionan como atajos, pero también suelen abrir multitud de caminos nuevos, muchos de ellos nada evidentes.

Hay otras cosas en las que Bloodborne se parece lo suficiente a un Souls como para considerarlo parte de la serie, o para empezar a considerar los Souls como un género aparte. Existe un espacio similar al Nexo, el Sueño del Cazador, en el que compramos y vendemos objetos, reparamos y mejoramos las armas (sobre esto queda por hablar: el sistema de armas, más flexible y personalizable que en los anteriores juegos, es genial y mucho menos hostil para los recién llegados) y, claro, canjeamos nuestros ecos de sangre, moneda y medidor de experiencia, por puntos con los que subir nuestros atributos y nuestros niveles. Hay seis, en lugar de los nueve de antes, y ya está bien; cada atributo tiene un sentido más claro, es más fácil ver qué hacen y cómo se relacionan, entre ellos y con las armas y objetos del juego. Sobre todo esto hablaré más adelante; me queda mucho por hablar sobre Bloodborne.

Ya digo que, en general, prefiero la incertidumbre y la angustia de sentirme solo y brutalizado contra un mal que ni entiendo ni parece querer ser entendido a la racionalización fría de la disección wikipédica. Bloodborne es espectacular en esto: como los otros Souls, pero con ciertas ventajas (por la consola y su mayor potencia, pero también por la experiencia acumulada después de varios juegos con unas bases muy parecidas; se les nota mucho más sueltos en lo de hacer un RPG que es un survival horror que es un hack and slash) que el equipo de Miyazaki aprovecha sin dejar de lado en ningún momento, algo ejemplar, su condición de videojuego, usando a menudo tics de videojuego con propósitos narrativos y poéticos, de forma parecida a la de algunos indies. Como el Vacío, así, con mayúsculas, Bloodborne es también muy atractivo. Quizá demasiado: cuando nos queremos dar cuenta de que llevamos horas sufriendo y que la angustia de escuchar un llanto y no saber de dónde viene, de no tener nunca la seguridad de al menos saber si la siguiente amenaza será grotesca o invisible, de avanzar con dolor de ojos hacia el charco de sangre en el que recuperamos la experiencia acumulada (o hacia el enemigo que la ha absorbido, y al que debemos matar para recuperarla; una novedad que añade otra capa de incertidumbre a la dinámica de la partida) sabiendo que cada vez que morimos y volvemos a intentarlo nos metemos en un problema más difícil de resolver; cuando nos queremos dar cuenta de todo esto, decía, puede que el Vacío ya se nos haya comido.

¿Y la nota, colega? Me alegra que me hagas esa pregunta, amigo imaginario. Aunque llevo jugando a Bloodborne intensamente varios días, no he logrado llegar al final; como es habitual en los Souls, ni siquiera podría decir con mucha seguridad cuánto me falta, qué me falta, cómo medir con precisión el «contenido» (por usar una de las palabras más vulgares con las que uno se puede referir a lo que ocurre en la pantalla cuando jugamos) que me queda por ver. He podido jugar online y probar las Mazmorras del Cáliz, por ejemplo, y he visto algunas cosas de las que de momento prefiero no hablar, por deferencia hacia vosotros. Voy a guardarme el numerito hasta que me sienta más cómodo con mi partida; quiero dedicarle unas cuantas horas más, muchas, si todo va bien.

Por lo pronto, el próximo sábado jugaré en directo a Bloodborne, a través de Twitch, e iré resolviendo las dudas que podáis tener y comentando el juego. Será una partida de cero, con un personaje nuevo y desde el principio. Estad atentos a la web, nuestras redes sociales y demás cibermandangas para enteraros de la hora exacta y ver la partida.