Este artículo pertenece al estudio sobre estética y videojuegos que está realizando Antonio Flores Ledesma. La primera parte de la serie «Enfoques» se puede leer aquí.
He dejado el tema de la «interactividad» y la «agencia» en el videojuego para el final no porque, a estas altura del siglo XXI, se siga pensando que es el núcleo distintivo del videojuego, pero sí que mantiene cierta articulación privilegiada por ser el medio donde la interactividad ha desarrollado su potencial con más ambición. Sin embargo, está en entredicho que sea el motor fundamental por diversos motivos (ya se mencionó anteriormente la idea del gameplay y el diseño de juego como otro elemento fundamental). En todo caso, la interactividad y la agencia nos van a ayudar a atar cabos, y a dar una impresión de conjunto que termine de poner las bases de una lectura estética del videojuego.
Un núcleo videolúdico: la interactividad
La interactividad no es un elemento exclusivo del videojuego. Ya se dieron pistas cuando se puso en diálogo al videojuego con las artes escénicas. Al final, la interactividad se define en términos sencillos por la capacidad de interacción entre la audiencia y la obra; la interactividad habla de una relación, más que de una cualidad. Por lo tanto, lo que resulta interesante es la forma en que se da esta relación, y por qué se suele privilegiar esta cuestión en el videojuego. En Persuasive Games, Ian Bogost se interesa por el modo en que los videojuegos persuaden (va en el título, claro), especialmente en el ámbito de la política y el consumo. Bogost desarrolla el concepto de «retórica procedimental» (procedural rethoric). La idea es que la «persuasión» de la retórica, en un sentido amplio, tiene lugar también de forma particular a través de los procesos computacionales; se trata de la persuasión a través de la comprensión de procesos y de la interacción del usuario con ellos. Bogost encuentra que la «argumentación», su forma, es el centro de la persuasión. Las ciencias de la computación permiten la apertura de esos procesos y su manipulación material, donde existe una expresión y una representación procedural que puede emular procesos inherentes a la experiencia humana. A pesar de esto, Bogost diferencia claramente entre la «experiencia real» y la «representación procedimental»: en la «experiencia real» las relaciones entre «cosas» serían transparentes y no han sido mediatizadas (por la tecnología, en este caso), como en la representación procedimental. Es una distinción discutible, pero no avancemos demasiado. Lo interesante de la argumentación de Bogost es que las condiciones para una retórica procedimental exitosa se encuentran en la relación con los procesos, en la forma en que se da, lo cual remite a la idea de «interactividad». En el contexto de los medios digitales se entiende la interactividad como «agencia» (aunque existe una distancia entre ambos términos): la relación entre lo procedimental, la «participatoriedad» de un ambiente generado a través de las reglas preestablecidas y la capacidad de participación activa del usuario en el sistema con la posibilidad de modificarlo. La interactividad surge como la exploración en un espacio de posibilidad que el sistema nos ofrece creado por los propios procesos internos; es decir, como forma de relación.
Hasta aquí la interactividad se articula como pura forma. Marie-Laure Ryan refina el concepto al oponer dos parejas de elementos de la forma en que se involucra [involvement] al usuario en el medio: por un lado la participación interna/externa y por otro la participación exploratoria/ontológica. La primera dicotomía se refiere al modo en que el usuario se proyecta en el medio: la participación interna sería como miembro del «mundo virtual», como integrante del mundo; la participación externa la proyección sería exterior al mundo. La segunda dicotomía se refiere a la participación del usuario dentro del medio: en el modo exploratorio los usuarios no tendrían ninguna responsabilidad sobre el mundo y serían libres de moverse sin resistencias; en el ontológico las acciones y decisiones del usuario afectan al mundo. Estos cuatro elementos combinados proporcionan un marco más concreto para el análisis de la interactividad. En el caso de los videojuegos, este esquema resulta satisfactorio: en The Forest la interactividad es interna y ontológica; en Black & White, externa y ontológica; en Proteus, interna y exploratoria. La interactividad se materializa en su concreción en las distintas mecánicas y dinámicas del videojuego, que son las que regulan el modo concreto de relación.
Sin embargo, la cuestión de la interactividad parece limitada como eje de la reflexión precisamente cuando profundizamos analíticamente en los modos de relación. Es decir, que la interactividad aparezca como definitoria del videojuego no dice nada realmente del carácter lúdico del mismo. Simplemente nos habla de una relación, y se define a través de esa relación, pero no se justifica si, por ejemplo, «a más interactividad más juegos/diversión», o al contrario. De hecho, es posible que elementos poco o nada interactivos aporten más a la experiencia lúdica que los más interactivos. Es una apreciación que hace Victor Navarro Remesal en Libertad dirigida, para el cual la interactividad es un elemento más de las reglas del juego, que pone los marcos para que el usuario desarrolle su participación dentro de la obra. De ahí que yo vea en la «agencia» un punto diferente que plantea una actividad dentro de la relación.
La agencia como experiencia estética
La interactividad, leída como forma de relación, como regla dentro del videojuego, sólo nos habla de una estructura formal; la agencia, como hacer propio, como participación individual, autónoma, voluntaria y consciente dentro de la obra, habla de quiénes somos dentro y fuera de ella. Comencemos a recomponer el puzle. El tema de la acción libre ya apareció con Schiller, que ponía en comunicación ese espacio de libertad que suponía el juego en su obra con la idea de Aarseth del cibertexto como sistema espacio-dinámico, y que nos lleva a las definiciones de juego y diversión en Juul y Sicart. Jugar es hacer cosas (libremente) en un espacio definido autónomamente por reglas; es decir, nos damos a nosotros mismos unas reglas sobre las cuales nos autodeterminamos en un espacio ajeno a las reglas de la realidad física, humana o social (o en contraste con ellas). No podemos volar, pero hacemos como que volamos; no somos médicos, bomberos o guerreros, pero hacemos como si lo fuéramos. En este espacio no sólo nos autodeterminamos como humanos en su variedad infinita de posibilidades, sino que hacemos podemos emular ser algo diferente, en avance con la cuestión de la propiocepción en Nagel: podemos ser otros seres; podemos sentir ser esos otros seres, y desarrollar un hacer diferente al nuestro cotidiano. El videojuego es capaz de generar este espacio materialmente, más allá de la imaginación, a través de la técnica, con medios digitales (algo que también hacen otros medios, pero no seáis quisquillosos). El videojuego usa un código, unas reglas específicas, donde, a través de la interactividad que se define en el diseño, en la idea de gameplay, en la forma concreta que toma el videojuego diferente a otros juegos o a otras expresiones artísticas (o combinando diferentes artes), se desarrolla ese hacer lúdico, esa agencia específica que, junto con la dimensión cognoscitiva que implica (que es mucha), manifiesta un diálogo constante entre percepción, autopercepción, acción a través de lo percibido, y autopoiésis (autoconstrucción, si lo preferís). De hecho, dimensión cognóscitiva y sensible se dan al mismo tiempo, pues se piensa al percibir y al hacer, y se hace y se percibe pensando. Y esta agencia libre se da de forma expansiva en el videojuego.
Hay varios problemas: el primero es que, del mismo modo que ocurre con la interactividad, la agencia así definida resulta vaga, y no aparece de forma substantivamente diferente a la agencia en otros medios o la agencia en términos globales. Es cierto. La defensa que se hace aquí de la agencia viene, por una parte, definido por un carácter estético —más que práctico, esa participatorioedad que la suele definir—, y por formar parte de un entramado complejo, de una estructura diversa, que es el videojuego. La agencia videolúdica es diferencial porque se da en un contexto concreto, y que puede variar de obra a obra y tiene formas y manifestaciones diversas; pero en la base se encuentra que la participatoriedad no funciona sólo en términos prácticos como «aprendo los controles, transito por las reglas de la obra, termino el videojuego», sino que incluso esta misma experiencia o cualquier otra tiene un carácter libre en un sentido estético dotándonos de un espacio de autodeterminación. Esto puede sugerirse que está en otros medios (yo soy defensor de que surge especialmente en la danza y la música), pero no me interesa tanto hacer una demarcación estricta como señalar todo el complejo dinámico de la experiencia estética que se da a través de nuestra actividad dentro del videojuego. Todo en uno.
Otro problema sería el formalismo de la propuesta, porque se dan unos palos conceptuales y una estructura de sombrajo que pueden cubrir muchas cosas pero, junto a lo vago de ciertas definiciones (para lo cual hecho la culpa al formato, prometo mejorarlo en el futuro), es fácil que dé cuenta de todo lo que hace el videojuego pero no signifique demasiado dentro de la diversidad del videojuego. Aquí me remito a mi juicio sobre la definición del arte: una definición estricta puede resultar menos satisfactoria por excluyente que una definición formal y abierta. La cuestión está en construir una gramática que nos ayude a pensar el videojuego, en este caso, desde una perspectiva estética, y luego ir dando contenido a las cuestiones. Y a falta de un par de retazos para terminar de pintar el cuadro, el resto depende de quienes leéis y jugáis de desarrollar estas estructuras u otras.
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Me siento un 100% más tonto después de leer esto porque no me he enterado de mucho.