El nombre de Yharnam, la ciudad que protagoniza (tanto como tú y como el resto de personajes) Bloodborne, viene de lejos: viene de la reina pthumeria, Yharnam, la última monarca de esa sociedad misteriosa que extiende sus raíces por el infinito laberinto que duerme bajo los cimientos de la nueva ciudad. Durante mucho tiempo, «los antiguos pthumerios no eran más que humildes guardianes de los Grandes durmientes», pero en cierto momento «sus descendientes se sintieron con derecho a nombrar un líder», se lee en la descripción del Gran cáliz de Pthumeru Ihyll. Como en todos los Souls, en Bloodborne llegas justo a tiempo para experimentar los últimos coletazos de una historia cuyo desenlace está decidido desde mucho antes de que pusieras un pie en la Yharnam de las cacerías; lo que no puedes ni imaginar es que lo que está pasando en Yharnam es solo una repetición, un eco torpe, una lección no aprendida de la civilización pthumeria, cuya capital, Ihyll, pasó por lo mismo mucho tiempo atrás.
In-game, la forma que te da Bloodborne de explorar las ruinas pthumerias pasa por una serie de rituales en los que usas cálices y ofrendas para materializarte en el laberinto. No me atrevería a decir que estas Mazmorras del Cáliz sean la parte más importante de Bloodborne, pero con el tiempo he aprendido a quererlas un poco más; a entenderlas, lo primero, y a descifrar sus códigos, pero también a realizar yo mismo ese ritual tan importante en los Souls de, a la vez, darle y quitarle importancia a una misma cosa, admirando su profundidad y divirtiéndome con su sencillez. Las Mazmorras del Cáliz de Bloodborne son cruciales, incluso si no entras ni una vez en ellas, para entender la historia del juego; es una pieza clave sin la cual el argumento no solo se queda sin lore, sino que a duras penas se tiene en pie. Pero también son un generador de mazmorras aleatorias, un randomizer integrado en el juego que te propone transformar Bloodborne, sin salir de él, en otra cosa. Podríamos decir que es el «modo roguelike» de Bloodborne, pero no lo hacemos porque no lo es: son las Mazmorras del Cáliz, el ancestral laberinto infinito en el que los pthumerios velaban por el descanso eterno de los Grandes hasta que se sintieron con derecho a nombrar un líder y ambicionaron un conocimiento que les estaba vetado.

Es las dos cosas a la vez —lore y gameplay, jugabilidad y rejugabilidad—, y creo que está ahí, en el laberinto subterráneo, uno de los enlaces más claros de Bloodborne con un género, el JRPG, en el que no siempre encaja con la misma facilidad. Imagino que no importa mucho la etiqueta que le acabemos poniendo, pero también es cierto que nos hemos tenido que inventar un palabro nuevo para referirnos a los de su género; una muy efectiva, por cierto, mucho más que action RPG o la más fofa «aventura de acción», y que remite con una exactitud genial al tipo exacto de videojuego que nos vamos a echar a la cara. Pero Bloodborne, decía, tiene algo que lo emparenta más claramente con los JRPG más clásicos, y ese algo son las Mazmorras del Cáliz.
Esta idea del pueblo oculto bajo otro pueblo, de la red de mazmorras subterráneas que se extiende por debajo del mundo visible, de la dungeon que por arte de magia altera su mapa cada vez que un aventurero se atreve a internarse en sus escurridizos túneles, es un clásico del género del rol. Podríamos pensar en Rogue, el ancestro pthumerio que en los cuarenta y cinco años que han pasado desde su publicación ha dado lugar a todo tipo de descendencia, o en esa iglesia del primer Diablo que acaba llevándote hasta el mismísimo infierno. Pero si nos quedamos en Japón, en los juegos que seguramente fueran influyentes y habituales tanto para Hidetaka Miyazaki como para el resto del equipo de desarrollo de Bloodborne, tampoco hay que irse muy lejos para encontrar ideas similares. Pienso, por supuesto, en Shiren the Wanderer o Azure Dreams, donde el forcejeo con lo aleatorio está en el centro de la experiencia; pero hay otras propuestas híbridas, más cercanas a lo que intenta hacer Bloodborne, como la de Lufia y su Cueva Antigua ❶, una mazmorra opcional compuesta por cien pisos que cambian cada vez que entras a ella: no solo eso, sino que empiezas siempre sin equipo, y tienes que ir consiguiendo armas, armaduras y objetos a medida que avanzas, encuentras cofres y derrotas enemigos.

La Cueva Antigua es un buen ejemplo, y uno muy querido, de estas mazmorras procedurales que han acabado convirtiéndose en tradición dentro del JRPG, en un tipo de desafío que lleva a pensar automáticamente en el género y en algunos de sus grandes exponentes. En Parasite Eve está el Edificio Chrysler ❷, que propone superar sus setenta y siete plantas (las mismas que el de verdad) guardando solo tras derrotar a los jefes; todas las plantas excepto unas pocas, las que caen en números redondos, son aleatorias. Blue Dragon, clásico moderno del JRPG, se expandió a finales de 2007 con un DLC que añadía la muy convenientemente llamada Mazmorra aleatoria, «un misterioso lugar que cambia cada vez que lo exploras» y en el que se esconden los desafíos más complicados del juego; Mistwalker siguió tirando de ese hilo para su Away: Shuffle Dungeon, en Nintendo DS, aunque la idea de aleatoriedad en aquel es diferente. Si pensamos en juegos más recientes, imposible no pensar en uno de los JRPG más inteligentes de los últimos años: Infinite Wealth, el segundo Like a Dragon que adopta el combate por turnos y se mete de cabeza en el rol japonés por la influencia crucial de Dragon Quest en su protagonista, Ichiban Kasuga. Ahí no hay una sino dos mazmorras procedurales, una en Yokohama y otra en Hawái, que se desbloquea cuando terminas una breve submisión llamada, precisamente, La leyenda del laberinto. La tradición de los JRPG convierte (quién sabe si de verdad o solo en la imaginación de Ichiban) un edificio en construcción en una inescrutable mazmorra que cambia cada vez que te internas en ella, enfrentándote a desafíos cada vez más escarpados y también del preciado loot que encierran sus aleatorios pasillos.
Todo esto suena a las Mazmorras del Cáliz porque Bloodborne tiene algo de JRPG clásico, imagino que como todos estos juegos de From, aunque en este se note de forma especial. Es un rincón del juego, casi literalmente (las lápidas desde las que te transportas a las Mazmorras del Cáliz están apartadas, en otro lado, separadas del camino principal desde el que accedes al resto de zonas), que lanza un guiño al pasado; siempre me ha parecido que hay mucho de Castlevania en Bloodborne, y la manera en que las Mazmorras del Cáliz integran esa idea de la «mazmorra infinita» en el juego me recuerdan también a la forma en que Symphony of the Night sabe más a JRPG que muchos JRPGs que llevan esa etiqueta por bandera. Como el de Konami, Bloodborne es también un juego de acción, en el fondo, en el que las stats aportan matices pero no son determinantes; no es posible terminar la Cueva Antigua de Lufia sin tener suficiente nivel, pero sí puedes superar las Mazmorras del Cáliz en BL4 (el nivel mínimo que permite Bloodborne, el equivalente al SL1 en Dark Souls). No es fácil, por supuesto, como no lo es nada en Bloodborne, pero es posible; el juego está diseñado para que sea posible. En ese sentido, el antepasado común de todos estos juegos, desde Bloodborne y el resto de Souls hasta Lufia, Parasite Eve o Infinite Wealth, posiblemente sea The Tower of Druaga ❸, infame por su inaudita dificultad pero también inmensamente influyente en Japón.
Bloodborne tiene algo de JRPG clásico, imagino que como todos estos juegos de From, aunque en este se note de forma especial.
Pienso mucho en el momento en el que decidí ir a por el trofeo de platino de Bloodborne; no porque sea especialmente trophy hunter sino porque, al revés, tengo solo unos pocos y solo dos que me hayan resultado satisfactorios de verdad. Después de las varias partidas al juego, necesarias para los trofeos ligados a los distintos finales posibles, temía que las Mazmorras del Cáliz se me hicieran cuesta arriba precisamente por su aleatoriedad. Pero fue justo entonces, gracias a ese empujón de los trofeos, cuando terminó de hacerme clic todo: como los estudiosos de Byrgenwerth, estudié el conocimiento de los cálices que se había acumulado con las visitas al laberinto que habían hecho otras personas antes que yo, buscando la ruta óptima para conseguir mis objetivos, que no tenían nada que ver con conocer más o mejor las ruinas subterráneas sino que eran algo más parecido al turismo, una visita guiada que me permitiera desbloquear los trofeos de rigor y dar por cerrado el platino. También para eso tiene Bloodborne una solución, porque existe una secuencia específica que te evita pisar ninguna mazmorra generada al azar, consiguiendo en cada piso los materiales necesarios para saltar al siguiente sin tener que farmear y sin depender de nada más que de tu capacidad para aprender a localizar los sitios por los que tienes que pasar para conseguir lo que te van a pedir en el siguiente paso.
Es la experiencia más mediocre de estas Mazmorras del Cáliz, lo reconozco, pero es la mía. Me sirvió para ver la genialidad de este rincón de Bloodborne, seguramente el que más difícil me lo puso para entenderlo. Con el tiempo, sin embargo (a medida que Bloodborne se ha convertido, como decía Óscar, en un «juego de confort» al que volver una y otra vez), la idea de este segundo mundo que crece como el micelio por debajo de Yharnam se ha vuelto más y más atractiva; esta ciudad infinita que existe solo para quien la está mirando, que se resiste a definir claramente dónde o cuándo está, que es en sí mismo un sueño o una pesadilla que existe fuera del juego principal, en paralelo a él, con sus propias reglas e idiosincrasias. Como es el caso con todo lo que hace From Software, las Mazmorras del Cáliz pueden ser analizadas y desgranadas, separadas en sus piezas más fundamentales, volcadas en tablas de Excel para entender qué resultados son los esperables cuando en el ritual mezclas unos cálices y materiales específicos; pero hay algo, un pegamento especial, una fuerza rara que lo mantiene todo en su sitio y que se escapa a cualquier base de datos, una sustancia psicodélica que te invita a ver lo que hay más allá de los sistemas, a —como pasa en Bloodborne— abrir los ojos y ver lo que no se ve a primera vista, algo cósmico y que está fuera del entendimiento, sobre lo que no merece la pena escri

Este artículo pertenece al monográfico que le dedicamos a
Bloodborne como celebración de su décimo aniversario.
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