En Como Dios (Tom Shadyac, 2003), Jim Carrey interpreta a Bruce Nolan, un reportero que, debido a una serie de pertinentes circunstancias, termina obteniendo los poderes del dios cristiano. Poco tarda Bruce en complacer todos aquellos deseos que siempre había tenido, en cumplir sus placeres más inimaginables y en satisfacer cualquier idea que surja en su cabeza. Cómo no hacerlo, ante tal poder, ¿cómo no utilizarlo, no? ¿Acaso no hacemos lo mismo cuando un videojuego nos otorga el control sobre la existencia de otros seres? Que levante la mano el primero que no ha hecho lo posible porque su personaje favorito goce del mejor de los destinos o quien no haya probado a condenar a una muerte cruel a un pobre Sim al retirar la escalera de la piscina en la que se estaba dando un baño.
La sensación de poder es placentera y adictiva. En el videojuego estamos tan acostumbrados a gozar de esta capacidad divina que vemos como cotidiano y terrenal algo tan divino como doblegar el tiempo a nuestro antojo. Estamos —mal— acostumbrados a que el mundo se detenga hasta que nos plazca decidir que todo puede continuar; puede que el combate final que decidirá el destino de millones de personas esté aguardando que entremos en cierto escenario, pero antes solemos completar aquellas misiones secundarias que quedaron por el camino ajenos a que la misma existencia de ese pequeño universo pende de un hilo; puede que hayamos quedado con alguien en cinco minutos, pero seguro que al reloj no le importa detenerse para generar una pausa infinita que nos permita recopilar toda la información necesaria dispuesta a lo largo del nivel.
Son convenciones, al fin y al cabo. Realidades propias del medio que no chirrían porque siempre han estado ahí. Por eso cuando nos topamos con un juego como Pentiment, donde nos vemos desprovistos de agencia en una serie de aspectos que convencionalmente danzan a nuestro antojo, el impacto se magnifica. El jugador, acostumbrado a decidir cómo y cuándo sucederán las cosas, ve cómo el control de la situación se le escurre entre los dedos hasta dejar paso a la acuciante sensación de agobio que supone tener que decidir. Elegir qué tipo de personaje será nuestro protagonista, Andreas, es una cosa, una introducción habitual a una nueva historia, no obstante buena suerte cuando priorizar comer con una familia en vez de con otra suponga renunciar a conversaciones, intimidades y opciones de tener éxito en futuras acciones. ¿Cómo? ¿Que si acompaño de paseo a ese ricachón me habré perdido una de las escenas más bonitas del juego? ¡Menudo quebradero de cabeza!
Dios me libre de considerar mi experiencia como universal, sin embargo estoy convencido de que fuimos muchos los que durante gran parte del primer acto del juego de Obsidian nos hallamos perdidos, confusos, extrañados e, incluso, molestos. Para cuando entendemos el intrincado juego que nos plantea Pentiment, ya es demasiado tarde; quizá nunca podremos llegar a conocer de verdad a ciertos habitantes del pueblo, puede que hayamos condenado a muerte a un inocente sin haber investigado lo suficiente o, peor, puede que hayamos entristecido a uno de nuestros vecinos tras prometerle compartir mesa y acabar seducidos por el banquete de un hogar más pudiente. Un pesar difícil de borrar.
Esta desorientación no es casual, es consecuencia de uno de los primeros trucos que realiza Pentiment. Lo que parece un pequeño pueblo, con un número determinado de escenarios y personajes, comienza a desenvolverse hasta alcanzar unas dimensiones casi inabarcables debido a la incompatibilidad del tiempo del que disponemos y la profundidad de los personajes que habitan Tassing. Esta situación tan inmisericorde convierte cada decisión en una pesada losa que cargar al hombro. Cada vez que Andreas comenta que se está haciendo tarde y que ya es hora de irse a la cama todos aquellos momentos potenciales que pudieron ser, todos aquellos «qué hubiera pasado si» aparecen ante nuestros ojos. De nada sirve correr, no es cuestión de habilidad: estamos indefensos ante las reglas que establece Pentiment; el tiempo en el juego de Obsidian no se va a doblegar a nuestro antojo.
Aprender que no podemos llegar a todo es necesario, asumir que tenemos que hacer sacrificios, esencial. Este proceso se desarrolla en paralelo a la frustrante aceptación que supone verse desprovisto del poder habitual, sumado a la sensación total de falta de control al vernos inmersos en una trama detectivesca en la que en ningún momento damos con una prueba contundente que alivie el pesar de quien debe decidir sobre la vida de más de un inocente. Pero la falta de esa prueba definitiva se debe a que es imposible encontrarla o… ¿o quizá sea culpa nuestra por no haber aprovechado bien el tiempo? ¿Acaso pasar la mañana en el centro neurálgico del cotilleo fue mala idea y tuvimos que buscar información en otras fuentes? ¿Quizá si hubiéramos seducido a aquella monja tendríamos una mejor oportunidad para descartar a una de las sospechosas?
Este comecome constante, este lidiar con la frustración de no saber si estamos haciendo lo correcto es un peaje necesario para disfrutar de la potente historia que contiene Pentiment. Habrá quien considere oportuno tacharlo de mal videojuego, no por su calidad —incuestionable, si se me pregunta—, sino por cómo su armazón plantea una estructura contraria a esa normativa complacencia del videojuego: Pentiment logra incomodarnos. También consigue que todo gane relevancia, que cada conversación tenga mayor importancia, que cada personaje posea más peso en el tejido argumental. Pentiment brilla a la hora de hacer que lo que cuenta se sienta real.
Pocas cosas más reales y humanas que el fracaso. Hay cierta belleza en el error, en la imperfección, en aprender a convivir con que algo no salga bien, en «apechugar» si los designios del azar no nos sonríen. Cuando esto hace clic en nuestra cabeza resulta más sencillo no torcer el morro ante el enésimo chasco en una conversación, siempre acompañado es ese sonido capaz de atravesarte por completo y dejarte claro que la cagaste. La cantidad reducida de éxitos, incluso para quien intente ser todo lo completista que el juego permite, puede llevarnos a pensar que realmente da igual, que lo mejor es avanzar asumiendo que la vida es así. Y realmente lo es, ¿no? Que los otrora considerados npcs parezcan personajes con el suficiente carácter como para no doblegarse ante nuestros caprichos dota de verosimilitud a Pentiment. Que cuando pensamos que tenemos controlado este sistema, cuando tomamos todas nuestras decisiones esperando cierto resultado, nos damos de bruces con la disonancia entre deseo —acomodado tras tantas experiencias complacientes— y realidad.
Menudo diseño endiablado el de Pentiment. Cómo consigue que sus personajes parezcan entidades ajenas a los designios de unos programadores, cómo logra que terminemos por creer que incluso aquello que sí está en nuestra mano —el éxito o el fracaso en ciertas conversaciones— parezca responder a una suerte de capricho divino. Cómo nos hace olvidarnos de las reglas básicas de todo videojuego para que, llegado el momento, ignoremos que en el fondo todo está programado y, por tanto, la solución se encuentra ahí, delante de nuestras narices. Salvo que en realidad no lo está.
Ninguna corte inquisitiva podrá acusarnos de herejía si definimos Pentiment como un juego de detectives, ya que Andreas dedica gran parte de su estancia en Tassing a recolectar pruebas para dirimir quién está detrás de cierto crimen mortal. Eso sí, Pentiment es uno de esos murder mysteries con truco; tan consciente de sí mismo y lo que se espera de él que se permite juguetear con los pilares básicos del género, subvertir la fórmula para resultar fresco y captar nuestra atención hasta el final.
Lo que hace de Pentiment un juego revolucionario para este género es que, en realidad, da igual lo que hagamos. Nuestra experiencia previa dicta que si somos buenos detectives conseguiremos llevar a cabo una profunda investigación, un trabajo pulcro que permita recopilar toda la información necesaria para comprender bien qué pasó y acusar únicamente a quien lo merezca. Cuando a Andreas se le encarga la tarea de encontrar al asesino asumimos que podremos hacerlo, ¡cómo no vamos a poder cumplir con el objetivo principal que indica el juego! Descubrir este elefante en la habitación convenientemente ignorado es un duro golpe muy difícil de asimilar, una brecha en la entereza de Andreas y el jugador por la que la culpa y el arrepentimiento se abren paso.
¡Diabólico espejismo! Tras caminar por un desierto a merced de los designios de las mentes creadoras de Pentiment creemos vislumbrar en el horizonte un oasis en el que retomar el poder, pero no es más que una nueva triquiñuela, un engaño tan bien elaborado que logra embelesarnos. En su análisis de Pentiment, Marta Trivi comentaba lo siguiente: «El equipo de Obsidian acierta al permitir que tomemos totalmente el control. El juego no nos indica si el sospechoso que hemos seleccionado es o no culpable antes de acusarlo, dejándonos avanzar para ver las consecuencias de nuestros actos». Decidir sobre el destino de ciertos personajes es lo más parecido a recuperar ese estatus de dios videolúdico que comentábamos al principio, el problema es que aquí ese poder conlleva cierta responsabilidad.
Llegada la hora toca decidir quién vive y quién muere, si hemos desempeñado nuestra tarea como detective a la perfección habremos logrado reunir multitud de pistas que nos permitirán saber que… todos los sospechosos tienen un motivo de peso para haber cometido el crimen. ¿Es posible elegir y terminar con buen sabor de boca? ¿Es acaso posible acertar? ¿Hay siquiera una solución a este entuerto? La endiablada personificación de Pentiment ríe a carcajadas mientras contemplamos atónitos la pantalla tras percatarnos de que lo único que podemos hallar es una pesada carga a compartir entre Andreas y el jugador.
Pentiment consigue ponernos en nuestro sitio. Siempre un paso por delante, siempre con un nuevo truco con el que romper nuestros esquemas. Cuando desaprendemos todas las convenciones asimiladas durante años nos devuelve el poder, pero sólo lo hace para que saboreemos las consecuencias de ser quien dicta la sentencia, sabedores de que jamás llegaremos a saber quién merecía realmente tal condena. No me duele reconocer que Pentiment es el juego que más me ha hecho dialogar literalmente con una pantalla, vociferar incluso como quien clama al cielo en busca de respuesta divina. Pocos juegos han logrado que arrastrarme a través de este intrincado laberinto de ideas que ha construido Obsidian sea tan satisfactorio, pocas obras culturales en los últimos años me han parecido tan incontestablemente inteligentes.
Monográfico: Pentiment
ÍNDICE
Hartos de mirar sin ver: Tassing como palimpsesto
Mateo Trapiello
Leve polvillo de violetas
Clara Doña
Andreas Maler y el minotauro
Irene Matencio
El peso de la historia, o por qué desmantelar el érase una vez
Alberto Corona
La intrincada senda de Pentiment
Juan Salas
Spoilercast: Pentiment
Un episodio especial de Choquejuergas
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