Una buena forma de calibrar las consecuencias de la adquisición de Fox por parte de Disney en 2019 —y, en consonancia, de asomarse al alarmante estado actual de Hollywood— es echar un vistazo a los cortometrajes de Los Simpson que han llegado desde que la compra se hiciera efectiva. Aun teniendo asumido el declive artístico de la serie de Matt Groening, y sin pretender que esta haya sido mínimamente revulsiva en algún punto de su trayectoria, sí impacta que su presencia en Disney+ se alinee con productos tan blandos y abiertamente publicitarios. Lo que une a Maggie Simpson: El despertar de la siesta con La buena, el malo y el Loki es un interés por lucir músculo corporativo: una compañía arrogante pasando revista de todas sus propiedades limitándose a mostrarlas en pantalla, sin pretensión de talante paródico o de articular pensamiento sobre su conjunto. Ni siquiera es divertido, solo exhibicionista. E infantil, en su acepción más pocha.
En El despertar de la siesta contemplamos una guardería Jedi, donde a cada rincón que mira el personaje encuentra una referencia a Star Wars. Una referencia que se limita a enunciarse, a estar ahí nutriendo el escaparate. Porque puede estarlo, porque debe. La saga de George Lucas ha sido siempre un objeto que invitaba a la sátira; era tan potente e insalvable su hegemonía que cualquiera que quisiera cachondearse de la cultura pop debía pasar por ahí. Es cierto, quizá con la salvedad de Mel Brooks, que siempre mediando un cariño dado por supuesto. El que había en Robot Chicken y Padre de familia, o incluso volviendo a Disney, en La guerra de las galaxias de Phineas y Ferb. Pero ese cariño no tenía por qué coartar el humor, solo condicionarlo para que obedeciera a gestos cómplices. Cuando son los conglomerados quienes emulan estos gestos, el resultado es desconcertante. Los destinatarios ya no parecen ser los fans, sino accionistas preguntándose si su dinero está a salvo. Con la excusa de ser un entretenimiento familiar, los videojuegos licenciados de Lego dieron las líneas maestras para esto hace más de veinte años. Hoy afrontan su fiesta definitiva.
I
La historia de Lego se remonta a más de un siglo, inaugurada como modesto negocio de carpintería posteriormente convertido en empresa juguetera de alcance mundial. En todo este tiempo ha habido una característica troncal en su relación con el público, una coartada filosófica por así decirlo: se supone que el gran objetivo era estimular la creatividad del consumidor. Darle unas piezas, un camino a seguir, pero animando a los desvíos y las improvisaciones. La idea es construir, destruir y volver a construir algo distinto, y no cabe duda que esto caló en los años 70, cuando la libertad de los fans fue suficiente para crear los Brickfilms: piezas audiovisuales ajenas al influjo empresarial, espoleadas por una iniciativa personal e intransferible. Los vídeos de Lego fueron aumentando en cantidad, calidad y ambiciones, de forma que en los últimos compases del siglo XXI la compañía danesa entendiera que esa era su identidad básica: una materia prima que moldear al antojo inextricable de la clientela. Por eso sus primeros videojuegos indagaban en la construcción, dándose sin embargo dos hitos que anticipaban entonces un cambio de sensibilidad.
Por un lado, el deseo de ambientar todo un videojuego dentro de uno de los famosos sets de Lego condujo en 1997 a Lego Island, donde la diversión de crear desde cero era parcialmente sustituida por la exploración de un enorme territorio. La libertad de crear pasaba a ser libertad de recorrer, dentro de unos límites impuestos. A Lego Island le siguió un año después una curiosa reedición doméstica de Los caballeros de la mesa cuadrada y sus locos seguidores que incluía un corto-parodia de una de sus secuencias pasada por el filtro Lego. El humor de los Monty Python, al ser recreado con bloques, intensificaba el slapstick y perdía el elemento surrealista, diluido en una viñeta adorable e ingenua. Si Lego Island reconfiguró su oferta conceptual frente al jugador, Monty Python and the Holy Grail in Lego introdujo el lenguaje que podía campar por el nuevo (y estático) paisaje planteado. Ya estaba todo listo —dejando atrás dos anecdóticos juegos de Harry Potter que seguían insistiendo en la construcción como coordenada fundamental— para Lego Star Wars: El videojuego.
Lego Star Wars afianzaba otro ingrediente fundamental para la constitución contemporánea de la compañía, como es el apego a una IP enormemente reconocible que, de pronto, cristaliza en un producto mucho más espectacular de lo que nunca podría haber sido el set de piezas correspondiente. Hablamos de un apego, por lo demás, basado en un seguimiento fidedigno y complaciente, una adaptación con todas las de la ley que no desentona en el caótico entramado de propiedades vinculadas a Star Wars. Y es que, mientras que un consumidor hipotético podía jugar como quisiera con las figuritas en el set que hubiera montado antes, en la mayoría de videojuegos de Lego que siguieron a Lego Star Wars esa posibilidad se antojaba inexistente: había que seguir escrupulosamente la historia marcada por películas previas, sin más fugas que las que permitiera el «humor Lego» de las cinemáticas. Ese humor basado en el tortazo y la extirpación de cualquier solemnidad que, en esta etapa de la compañía, tenía además el encanto de ser mudo. Los personajes no hablaban, solo gruñían, suscribiendo cierto desinterés por recrear una historia archiconocida al tiempo que amparaban una expresividad propia. La expresividad Lego, alumbrada a partir de décadas de cultivo de una imagen infantil concreta y Brickfilms.
Humor desmitificador y tontorrón. Escenarios impuestos cuyo gran atractivo es su composición a bloques. Reverencia a la franquicia de turno, con quien se desea tener una relación lo bastante buena como para que en algún punto lleguen los crossovers y los universos compartidos. En su vertiente audiovisual, Lego es la combinación ordenada y rigurosa de estos elementos. Un cuidadísimo entramado de relaciones ontológicas y comerciales, donde las aportaciones del usuario han sido reducidas a las de un sujeto mitómano que contempla sus juguetes de coleccionista desde dentro de la caja con satisfacción. Por eso resultó tan perverso que, en 2014, la primera película de Lego (La Lego Película) celebrara el poder de la creatividad. No porque sonara nostálgico queriendo invocar una directriz que ya a estas alturas había sido más que defenestrada, sino porque la naturaleza del film como gigantesco anuncio la reducía a lo que nunca había dejado de ser: un mero y vacuo eslogan. Un «todo es fabuloso» repetido hasta el delirio.
II
La Lego Película es uno de los artefactos más influyentes que ha alumbrado el cine popular en los últimos años. Como depositario de las mencionadas derivas de la empresa originaria, su poder retórico se proyecta en todas direcciones para trazar una completa panorámica de la industria cultural, tanto desde la celebración como desde los cuestionamientos cosméticos que pulen una maquinaria perfectamente engrasada. Dentro del cine La Lego Película ha conducido a Ready Player One, a Space Jam: Nuevas leyendas, a Spider-Man: No Way Home o a esos horrendos cortos de Los Simpson. Obras consagradas al desfile de marcas y a la absorción del capital emotivo que estas puedan retener, viéndose obligado este esfuerzo a ser eternamente acrítico y entusiasta. Por supuesto que nos podemos reír, pero en unos cauces estables, dóciles. En su vertiente audiovisual Lego ha diseñado una gigantesca y autocombustible zona de confort, en constante retroalimentación con las franquicias cinematográficas que, por su parte, recorren caminos semejantes.
Lego Star Wars: La saga Skywalker se presenta como la cumbre del camino inaugurado en 2005. Hay múltiples razones que lo refrendan, más allá de que su argumento navegue por las nueve películas que componen el canon principal de Star Wars. Está la evidente ambición de la propuesta, que ha conducido a una dificultosa génesis de cinco años. Está, forzosamente, la necesidad de estudiar los logros de todos los anteriores juegos licenciados de Lego para darles réplica o hacer criba, comprometiéndose a ese carácter definitorio que debe marcar la nueva obra de Traveller’s Tales. Esta compañía no se ha dedicado a otra cosa que a hacer juegos de Lego en los últimos quince años, y ha hecho muchos. Hay mucho que sopesar, mucho que analizar del recorrido de la franquicia, que a lo largo del camino se ha ampliado a Indiana Jones, Piratas del Caribe, El señor de los anillos o los superhéroes de Marvel y DC. Pero, puestos a destacar, quizá haya una parada imprescindible: el segundo Lego Batman, publicado en 2012. Hace justo diez años, margen que ilustra el poco esfuerzo de la franquicia en progresar de algún modo desde entonces. Lego Batman 2: DC Super Heroes salió a colación recientemente por las investigaciones del crunch que marcó el desarrollo de La saga Skywalker, en tanto a la voluntad de Traveller’s Tales por igualar el buen sabor de boca dejado por esta entrega —debían superar el 83% alcanzado en Metacritic, máximo de la saga hasta hoy—, y sin duda fue el último punto de inflexión. Lo que terminó de definir qué esperar de un juego de Lego.
Lego Batman 2 tenía un argumento original, como lo tenía el anterior Lego Batman. Lo que le distinguía de este, sin embargo, y de todos los juegos licenciados de Lego hasta la fecha, era lo muchísimo que había expandido su nivel central, ese hub desde el que accedíamos a otros niveles que empezara siendo el restaurante de Dexter en el primer Lego Star Wars (luego fue la cantina de Mos Eisley, la escuela del doctor Jones o la Batcueva). En Lego Batman 2 el susodicho nivel central se había convertido en todo un mundo abierto que desentrañar tranquilamente entre misiones, en una prolongación lógica del escenario entendido como set de Lego. Todo Gotham era ahora ese set, enriqueciendo considerablemente la experiencia en contraste a la otra novedad, mucho más desagradable, que traía Lego Batman 2: los personajes ya no eran mudos. Hablaban, se relacionaban mediante el diálogo, en lo que sería un golpe terrible para la expresividad Lego. Muy justita y previsible hasta ahora, sí, pero también inherentemente graciosa.
En Lego Star Wars: La saga original, cuando Darth Vader revelaba a Luke su parentesco, la mudez exigía que le mostrara a su hijo una foto enmarcada de él y su madre. Era una completa chorrada, pero una chorrada nacida de una confianza firme en que el poder tontaco de la imagen, amparándose en el bagaje del jugador, sería suficiente para hacer gracia. En Lego Batman 2, como se trataba de una historia ajena a cualquier película, todavía tenía sentido la irrupción del diálogo, pero según Traveller’s Tales siguió exprimiendo licencias y mantuvo a los personajes parlanchines el humor Lego empezó a resentirse lo indecible. Lego Star Wars: La saga Skywalker conserva el mundo abierto —reconfigurado como toda una galaxia compuesta de pequeños mundos abiertos— y el diálogo, pues. Y no cuajan ninguno de los dos.
III
«La capacidad de hablar no te hace inteligente», le espetaba Qui-Gon Jinn a Jar Jar Binks en La amenaza fantasma. Que Lego haya estandarizado el diálogo en sus juegos es un error lamentable, sí, pero también uno que acoge pleno sentido dentro de la necesidad de la marca por fundirse con las IPs asociadas, reduciendo cualquier posible fuga a algo meramente coyuntural, que rodee una palabra sacra e intocable. El diálogo ha abocado a que los juegos de Lego sean recreaciones fidedignas de los films originarios donde el guion se mantiene casi idéntico mientras, simplemente, la escena icónica correspondiente tiene de fondo a alguien tropezándose, o es interrumpida de forma leve a golpe de slapstick. Como además este humor, tan trágicamente coartado, ha seguido concentrándose casi por completo en las cinemáticas, el resultado es aburrido y anémico, y corta de raíz cualquier opción de que Lego parodie o absurdice. El humor es irrelevante porque no opera cambios, porque no desafía.
El caso de La saga Skywalker es sangrante en especial por cómo una gran parte de su desarrollo está dedicado a los tres últimos Episodios de Star Wars, frescos en la conversación pública a cuenta de la polarización suscitada y de que aún falten años para que el fandom logre comprender enteramente qué demonios ha pasado. La saga Skywalker tenía frente a sí la oportunidad de indagar en las diversas neurosis de la audiencia, referenciando debates candentes como el uso de la nostalgia —más cuando en el propio juego coexisten las películas regurgitadas en este sentido— o el espíritu metarreflexivo que se ha adueñado de la última trilogía, pero en lugar de eso se ha limitado a gracietas repetitivas sobre el físico de Adam Driver. Que por otra parte no habría que pedirle más: son juegos «infantiles» sin que la sombra de la duda en torno al target —¿de verdad hay que esperar un interés genuino por parte de gente cuya memoria sentimental no esté marcada por las películas antiguas de Star Wars?— haya nunca conducido a escenarios mínimamente peliagudos. Pero cuando ponemos en retrospectiva las mismas películas de Lego —donde, dentro de lo problemático, sí existía una discurso sobre la iconicidad—, y reparamos en la dolorosa inoperancia y sosería de este humor, es inevitable preguntarse cómo podría haber sido todo un poco más divertido.
La respuesta es esquiva, y seguramente imposible de materializar cuando Traveller’s Tales lleva tantos años asentada en su carácter de juguetito dependiente, que no quiere molestar a nadie sino únicamente ajustarse a una predisposición del público. Asumiendo pues que el humor de los videojuegos de Lego nunca llevará a nada, y menos va a hacerlo en una maniobra de la ambición de La saga Skywalker, habría que señalar cómo ese estatismo también pende sobre la presunta libertad del mundo abierto, o los mundos abiertos. Lo que con toda seguridad es el aspecto más estrepitosamente fallido de este título: la distancia insalvable entre escenario y aventura. Las localizaciones son espléndidas, desde luego. Que estén construidas a base de bloques no matiza en ninguna medida la inmersión lograda gracias al estudio detallado (y afortunada ampliación) de cada fotograma de las películas, siendo un disfrute absoluto recorrer lugares como Theed en Naboo, los acantilados de Ach To o los yermos de Jundland. Hay un esfuerzo, hay una forma de mirar el paisaje Star Wars; el problema es que ese esfuerzo no sabe maridar con el seguimiento argumental. Estos mundos abiertos continúan siendo hubs desde donde acceder a los niveles, y para subrayarlo a cada tanto la acción se detiene y el juego pregunta si quieres «continuar la historia» o «iniciar el nivel». El efecto de esto es devastador. Cualquier organicidad se destruye, la comunicación entre el sitio en el que estamos y lo que tenemos que hacer queda suspendida. No hay sensación de vivir en la galaxia. Solo podemos, volvemos a lo mismo, contemplarla. Además de coleccionar ítems en su seno. Coleccionar siempre ha sido la clave de todo.
Quizá el ejemplo más claro de esto es cuando viajas a Canto Bight, dentro de Los últimos Jedi. El planeta casino. La recreación vuelve a ser impresionante, gigantesca. Si la exploras de arriba abajo reconoces cada rincón visto previamente en la persecución de la película, cuando Finn y Rose escapan de las autoridades cabalgando sobre unos animales alienígenas a los que más tarde liberan de su cautiverio. Entonces, claro, te imaginas lo genial que va a ser cuando «inicies el nivel» y protagonices tú mismo esa persecución. ¿Qué ocurre, sin embargo? Que la persecución es despachada con una brevísima cinemática. Toda la extensión de terreno de Canto Bight solo estaba ahí para la recopilación continuada de dinero y cristales Kyber. Para que miraras, y reconocieras. Y ahí acabara todo. La desconexión entre mirar y hacer se revela en toda su enervante escala. Qué aporta Lego Star Wars: La saga Skywalker a nada. Para qué sirve. Por qué existe, si en realidad no es más que un póster.
Pues quizá sirve como enésima prueba del estado tan aciago e inmovilista en que está sumida la cultura popular. O simplemente como entretenimiento pasajero, como alegre repaso de unas obsesiones estéticas que mantenemos intactas, que a estas alturas ya no podemos abandonar. También, desde una perspectiva acaso más optimista, funciona como terapia de grupo, para conducir a la asunción de las nueve películas de Star Wars como un todo con el que hay que reconciliarse. Da igual que odies las secuelas de Disney, pues dentro de ellas y según Lego Star Wars: La saga Skywalker los mapas siguen siendo brutales. Además es ahí donde disfrutas de los elementos más divertidos del juego, como es la tipología de personaje «chatarrero» que es Rey (entre otros), y que te permite fabricar varios artilugios que hacen mucho más disfrutable el escenario. Star Wars es divertido siempre, sin distinguir fases, y ver todos sus episodios juntos, pasando de un personaje a otro sin atender a discusiones cíclicas o llantos por matar infancias, tiene mucho de catarsis. La saga Skywalker nos propone que quedemos en paz con la saga en su totalidad —incluso con El ascenso de Skywalker— y que comprendamos que nada malo va a salir de ahí porque, ejem, es Star Wars.
Es una propuesta que triunfa, hasta cierto punto. Y una propuesta también jodida porque, como decía cierto almirante cefalópodo, es una trampa. Aceptar significa que nunca vamos a salir de esta contemplación pasiva. Nunca vamos a poder escapar.
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Los mejores Lego son historias originales, léase el primer Marvel Superheroes, y los Batman del 1 al 3, especialmente el segundo.
@molekiller
Le doy una vuelta mas: Rock riders y lego island
Por lo que leo, este juego de Star Wars funciona como rodillo cultural para suavizar cualquier aspereza que pudiera presentar.
Una apreciación: creo wue se puede cambiar las voces del juego a idioma Lego/Sims y así eliminar el doblaje de los diálogos.
Gran artículo, Alberto. Me ha encantao.
Como siempre un placer leerte por aquí, Alberto. ¿Puede ser que te hayas pasado también alguna vez por elDiario.es? Tengo algun recuerdo de haberte leído por ahí también (además de escucharte en Choquejuergas, mejor podcast en español después de Reload).
En cuanto al artículo, me gusta mucho la reflexión sobre la «corporatización» que se está viviendo en Hollywood y muy, muy especialmente en Disney. Es tan evidente que ya ni se esconden en su propio servicio y para llenar los «hubs» de la temática que sea tienen que meter contenido auto-referencial que no tiene ningún valor en tanto que es simple relleno.
Nunca he jugado a un juego de Lego y me ha dolido lo que comentas de la transición de «videojuego mudo» a diálogos. La coña de Darth Vader enseñando la foto me parece buenísma y es una pena que se haya perdido… ¿Estamos ante el fin de la buena parodia ajena al control corporativo? Un tema interesante, sin duda.