Piero se sienta en su escritorio, iluminando manuscritos. Pronto vemos a Andreas sonreír ante su presencia, e imaginamos escuchar una inflexión especial en la voz del anciano cuando dice que Dios esté contigo, Andreas. Él también sonríe levemente, con cariño, cuando mira a su aprendiz. Sus manos torcidas nunca dejan de sujetar el pincel y su espalda encorvada hacia el arte nos indican que este es un hombre que ha pasado incontables horas pintando detalles en las páginas de los libros. Un hombre al final de una vida enteramente dedicada a dos labores entendidas como una, ora et labora. Piero vive en el monasterio de Kiersau, en la colina, por encima en varios sentidos del pueblo de Tassing y parece saberlo, porque por devoción o predisposición, es humilde ante todo, un granito de arena en los planes divinos que él no intenta comprender o truncar. Su paso por el mundo, él espera, apenas se percibirá. Pasará su conocimiento al artista novel al que adora, y habrá cumplido con su tiempo en esa abadía que tiene también los días contados, en ese scriptorium que es un vestigio de tiempos pasados, en ese mundo que acepta, aunque ya no entienda.
Y sin embargo el asesinato del barón Rothvogel en la abadía coloca a Piero en una posición completamente anormal para él. Al monje parece importarle menos ser el principal sospechoso de un asesinato que a todas luces él no ha cometido que el hecho de estar recibiendo tanta atención por parte de sus hermanos y de su aprendiz. Piero y quien es para Andreas —un amigo, un mentor, un guía— dan el escopetazo de salida al Pentiment que es juego de investigación. Salvar a Piero de una condena a muerte injusta justifica que Andreas recorra incesantemente pueblo, abadía y convento para hablar con el vasto coro de personajes, conocerles, explorar su relación con el barón y, en última instancia, juzgarles. Porque cualquier otra persona podría haber cometido el asesinato excepto el afable maestro, Andreas y tú partís de la base de que todo el mundo es sospechoso hasta que se demuestre lo contrario, movidos más por la peculiar urgencia del amor y la compasión que por un sentido de la justicia terrenal o divina.
Los pobladores de Tassing y alrededores y la implacable marcha del reloj, que lleva corriendo en contra de Piero mucho tiempo, complejizan la tarea. Los detalles que forman esta comunidad, la manera en que comen, visten y hablan sus integrantes, sus historias cruzadas y las particularidades relacionales que hay entre ellos —muchas propiciadas por la diferencia entre clases u oficios—, nos permiten entender Tassing como algo más que un escenario al que acercarse con la mente fría, y esto no es algo bueno para la investigación en sí. A medida que exploramos caemos en la trampa de Pentiment porque se tejen simpatías y prejuicios sutiles, casi inevitables, como enredaderas entre los personajes; algunos nos atraen con su dulzura o sus tragedias, mientras que otros nos despiertan una desconfianza que crece con cada palabra o silencio. La empatía y el recelo se convierten en sombras de la investigación, desviando la claridad de nuestro juicio, ya de base nublado al estar movidos, en primera instancia, por la rabia ante la sinrazón contra Piero.
Pentiment es un juego histórico que teoriza sobre de la gran Historia, su escritura y su reescritura, pero también es, en esencia, un juego profundamente humanista que indaga en las relaciones, el prejuicio y las simpatías, las particularidades de una sola vida, la microhistoria que actúa, siempre actúa, a la sombra de las grandes gestas. Porque, más allá de la claridad del empuje inicial que da la situación de Piero y nuestra actitud hacia él, no son Andreas ni la jugadora los que realmente impulsan el argumento principal de Pentiment, sino esta compleja red de interacciones interpersonales y culturales que nos hacen preguntarnos hasta qué punto una sola persona podría repercutir en la dirección de una comunidad y si sería adecuado o, por el contrario, tiránico. De hecho, durante la mayor parte del tiempo del juego tenemos la sensación de que tanto Andreas como nosotras podemos intuir, pero no comprender completamente, la escala total de influencias que se están sucediendo como fichas de dominó, que actúan como corrientes de agua bajo la narrativa principal y que volverán para enseñarnos que no, que efectivamente no lo entenderíamos todo por mucho que quisiéramos. Pentiment nos coloca en una posición angustiosa como jugadoras: movemos a un Andreas que lleva activamente las riendas de la investigación, pero siempre con la duda de cuánto podemos realmente cambiar y de si nuestras acciones son suficientes o siquiera pertinentes en el gran esquema de la vida en el monasterio y el pueblo.
En esta carrera contra el tiempo, se intuye que este pedacito histórico que tenemos entre manos es, en su complejidad y persistencia, a la vez una fuerza imparable y un conjunto de momentos individuales, fugaces e intensamente humanos. Justificará Piero, una gotita casi impalpable, un anciano cuyo tiempo en la tierra ya se supone acabado, que acusemos a uno de los sospechosos de los que tenemos pruebas, movidos más por nuestros propios sentimientos y por la prisa que por la objetividad. De Andreas, de una forma que podríamos entender como bravucona y protagonística, parte la necesidad de influir en el curso del destino de Piero y del asesinato del barón. No podría ser de otra forma porque es precisamente el artista, en su posición de forastero, quien posee privilegios: tiene la libertad de moverse entre dos mundos muy diferenciados al hospedarse en la granja pero trabajar para la abadía. En el contexto del juego, Andreas tiene la capacidad de acusar a diferentes personas del crimen, y, al igual que en la historia real, Pentiment nos desvela que es más fácil apuntar hacia las personas con menos poder que desafiar abiertamente la corrupción de quienes lo ostentan. Incluso esa corrupción, como es el caso del hermano Guy, esconde muchas más razones de las que parecen a simple vista: uno de los personajes más fácilmente odiables del elenco esconde una trama de marginalización al ser un judío converso que hace artimañas con el gasto de la abadía para procurar medios para que su familia viva entre el antisemitismo de la época. Que caigamos en estos prejuicios extendidos o no, eso ya es otra historia.
Dice la directora narrativa del juego, Zoe Fraznick, que «queríamos profundizar en la moralidad ambigua (…) el jugador puede entender lo que pasó en términos de los eventos históricos de la época, pero Andreas no sabe nada de eso, y tú, como jugador, no comprendes las vidas de las personas que viven en Tassing». Esta miopía que describe aquí Fraznick es lo que lleva al tira y afloja constante en nuestro diálogo con la sociedad en pantalla en conjunto y con el protagonista que controlamos en específico, al choque con algunas costumbres —otros diálogos claramente adaptados para nuestra época, como el fantástico repaso de la hermana Iluminata a las narrativas de la época—, a la comparación con otras. Mucho se pierde en este trasvase de información, y mucho quiere Obsidian que se pierda: su labor divulgativa demasiado amplia para ser captada de una sola partida, sus intenciones, en esencia, más claras: tender puentes y hacer accesibles y cercanas las historias de acción social, de resiliencia, las relaciones humanas en general, las pérdidas y las desgracias.
La historia actúa como una fuerza, pero también es un momento. A través de Piero y de otros personajes más adelante, la narrativa explora las tensiones entre la historia escrita y la historia vivida, entre el legado y la urgencia e inmediatez de las relaciones personales. Aquí pienso en Jacques Derrida, que argumenta que “la escritura es una sombra protectora, una claridad que surge de lo que se excluye” y veo a Piero como la más clara personificación de esta «escritura sombra”: sus creaciones sobrevivirán —al menos unos años más— en los manuscritos, pero la verdadera esencia de su vida y el impacto que tiene —sus gestos, su apariencia, sus enseñanzas y su bondad hacia Andreas— se desvanecerán con el tiempo, dejando sólo el rastro de lo que excluyen: los detalles no narrados de sus días, sus interacciones y su humanidad, que no pudieron capturarse en tinta.
Esta idea de que a las palabras se las lleva el tiempo persistirá incluso cuando Piero ya no esté, su pérdida abriendo un Acto II desolador. De él no quedará ni su trabajo, que se perderá al final de ese mismo acto, su legado ilustrado envuelto en llamas e insalvable. Solo queda lo que enseña a Andreas y quizás el recuerdo de sus palabras, más frágil pero más vivo, más persistente y fiel, sobre las ruinas de todo lo demás. Un juego que tanto empeño pone en la escritura —no hay actuaciones en voz, la compleja significación de las tipografías para cada personaje— para demostrar precisamente lo opuesto, que su corazón está en la historia oral, en las relaciones que se desvanecen con el tiempo porque la gente muere, se muda o cambia. El truco más cruel del juego de Obsidian es que lo que hablan los personajes nos aparece escrito en pantalla pero nunca se escribió realmente. Para apreciar a sus personajes —quizás a Piero más específicamente por su breve pero significativo paso por nuestra partida— Pentiment nos enseña que es obligatorio mirar con lupa los detalles para estimarlos, todo lo que es recordado y lo que olvidamos nosotras, Andreas, el juego: las vidas perdidas, los estirones de los niños, los nacimientos y los cambios de estaciones. En el mural que pintará una joven artista en el futuro no aparecerá Piero, pero quiero pensar que Andreas mantiene cierta humildad gracias a él.
Monográfico: Pentiment
ÍNDICE
Hartos de mirar sin ver: Tassing como palimpsesto
Mateo Trapiello
Leve polvillo de violetas
Clara Doña
Andreas Maler y el minotauro
Irene Matencio
El peso de la historia, o por qué desmantelar el érase una vez
Alberto Corona
La intrincada senda de Pentiment
Juan Salas
Spoilercast: Pentiment
Un episodio especial de Choquejuergas
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Que gran lectura. Me conmovió esa frase de que la escritura es una claridad que surge de lo que se excluye, gracias por compartir.