Secretos de un matrimonio

Licencia para jugar (I)

Alberto Corona repasa la deprimente historia de los videojuegos basados en películas, de ‘E.T. El extraterrestre’ a las explotaciones Lego, pasando por lo más parecido que llegaron a tener a una edad dorada.

Lightyear bien podría representar la peor cara de Pixar. O del cine comercial en general. Surgió de las presiones de Disney por seguir exprimiendo Toy Story, de forma que el argumento mutara en pos de un motivo más bonito para existir. Así que teníamos que creernos que Lightyear, en el universo de Toy Story, se había estrenado en 1995, y se había convertido en la película favorita de Andy originándole la necesidad de adquirir su merchandising. El filme de Angus McLane no solo es interesante por cómo contradice de cabo a rabo este planteamiento —no puede ser una obra más de 2022, con ese scifi repleto de solemnidad post-Christopher Nolan, ese humor estilo Marvel y ese agreste aparato visual—, pues el hecho de que todo parta de un juguete le otorga una capa de significado extra. Remite a complejas campañas marketinianas, prestas a combinar activos y medios, que se acercaban a su consolidación a mediados de los 90. En este caso, el marco cronológico era el adecuado.

Toy Story 2, en 1999, enredó aún más el asunto. Llegó acompañada del lanzamiento directo a vídeo de Buzz Lightyear: La película, largometraje animado que teóricamente explicaba la procedencia del astronauta —la posterior existencia de Lightyear matizaba que solo la de su versión juguetera—, y también de la publicación de un videojuego, Toy Story 2: Buzz Lightyear al rescate. Al mismo tiempo que la propia Toy Story 2 mostraba a sus personajes, bien al inicio del metraje, jugando a otro videojuego centrado en Buzz Lightyear, enfrentándose al Emperador Zurg. El mapa de conexiones era extremadamente confuso, difuminando cuál era el producto original (a efectos diegéticos o no) pero dando cuenta de un régimen autorreferencial donde el videojuego apuntaba a tener un papel subsidiario pero se revolvía contra ello, invadiendo otros ámbitos. En un principio estaba la película, y luego estuvo el juego. Con el paso de los años, esto dejaría de ser tan sencillo.

I

«Creo que es una idea estúpida. Nunca hemos hecho un juego a partir de una película», respondió Ray Kassar, CEO de Atari, cuando desde Warner Communications le preguntaron qué le parecía adaptar E.T. El extraterrestre. Puesto que Atari llevaba más de un lustro bajo el control de Warner, tampoco es que pudiera hacer nada por impedir la estupidez. Y además estaba lo de la inversión: entre 20 y 25 millones llegaron a pagar por los derechos de Steven Spielberg. Los llamados videojuegos licenciados acostumbran a surgir —apartando por ahora de la balanza la avaricia y la ley del mínimo esfuerzo— de pequeños estudios en los que una major de Hollywood deposita la responsabilidad de adaptar la película de turno. Son casos paradigmáticos los de LJN en los años 80 o de THQ entre los 90 y primeros 2000. Según se extendió esta práctica, las majors exigieron más velocidad en el desarrollo, de forma que el juego saliera al mercado al mismo tiempo que la película. El caso de E.T. El extraterrestre también fue fundacional en este sentido, porque aunque llegó con meses de diferencia del estreno, el resultado estuvo marcado por un ritmo insostenible de trabajo.

Howard Scott Warshaw solo dispuso de cuatro semanas para diseñar E.T. the Extra-Terrestrial. No se trataba de un encargo totalmente pionero, pues el primer videojuego licenciado data de 1976, cuando Sega publicó Road Race, este se exportó como Moto-Cross a EE.UU., y alguien pensó que sería buena idea colocar a Fonzie, el célebre personaje interpretado por Henry Winkler en la serie Días felices, como motorista. La propia Atari, en aquellos meses de 1982, estaba involucrada en el desarrollo de otro par de juegos licenciados, siendo Raiders of the Lost Ark un título mucho mejor valorado. Pero E.T. acaparó los titulares. Luego de hacer llorar a Spielberg (en el mal sentido), llegó a las tiendas en temporada navideña, produciéndose tantísimos cartuchos que, cuando críticas y quejas se hicieron eco del descalabro, parte de ellos tuvo que ser enterrada —junto al Pac-Man de Atari— en el desierto de Alamogordo, Nuevo México. Suele señalarse a E.T. como uno de los factores de la crisis del videojuego de 1983, aunque es igual de socorrido localizar en él rasgos que cambiarían o se mantendrían de cara a futuros juegos licenciados. Pues su gestación era demasiado rentable como para dejarla de lado por la chapuza de Atari.

E.T. sintetizaba el argumento del filme en tanto a la recolección de ítems para ensamblar un teléfono y llamar a casa. Por el camino había que esquivar científicos y agentes del FBI. Las limitaciones expresivas del medio forzaban planteamientos minimalistas, que revisaran la película que los alumbraba con el fin de divisar escenarios jugables y adaptables a mecánicas que ya estuvieran más o menos asentadas. La búsqueda de recursos, por ejemplo, también definía Raiders of the Lost Ark. Mientras que el primer juego licenciado de Star Wars, El imperio contraataca, se ceñía a una única secuencia de la película de Irvin Kershner para articular a partir de ella la extensión de juego: la batalla en Hoth contra los AT-AT. Se siguió la misma estrategia en Indiana Jones y el templo maldito, en El retorno del Jedi o en James Bond 007; aquí con la particularidad de, por ser el primer juego oficial de Bond, adaptar parcialmente varios títulos de la franquicia como Diamantes para la eternidad, Moonraker o El espía que me amó. Fue especialmente lúcido lo propuesto por el Star Wars de Atari en 1983, que partía de un punto muy concreto de Una nueva esperanza: aquél en el que, recurriendo a un gráfico en 2D, se le explicaba a los pilotos el plan para destruir la Estrella de la Muerte. Dicho gráfico, de tonos verdes y rojizos, pasó a ser interactivo en las máquinas arcade. Tan fácil como eso, y tan efectivo.

En líneas generales, sin embargo, las adaptaciones pronto estandarizaron un modelo de desplazamiento lateral a través de localizaciones reconocibles, plataformeo liviano y hordas de enemigos a los que enfrentarse en modo yo contra el barrio. Tanto pábulo acogió esta estrategia que, de un momento a otro, las adaptaciones pasaron de ser una pequeña cápsula a atentar frontalmente contra la esencia de sus películas. Hubo multitud de derivados del slasher a lo largo de los 80 sin reparos en dar control sobre el asesino en serie o a sus víctimas para preservar el formato, y también artefactos cínicos como Platoon, donde el mensaje antibélico de Oliver Stone se transformaba en un repetitivo juego de disparos que, en cuanto al tedio o a la frustración generadas, entregaba igualmente una estampa desagradable de la guerra. Con la súbita afloración de estas explotaciones, por otra parte, se antojaba inevitable hacerse preguntas sobre cómo podía releerse a partir de ellas el hecho jugable, o el mismo cine referenciado. Una respuesta determinante la esbozó Douglas Adams en el juego basado en Dentro del laberinto. Sí, el mismísimo autor de Guía del autoestopista galáctico, que se vio involucrado en la adaptación del clásico de Jim Henson desarrollada por Lucasfilm Games. Rebautizada, poco después, como LucasArts.

A Adams se le ocurrió que el juego diera inicio como una sosa sucesión de textos con la que interactuar, exponiendo a un personaje que se disponía a entrar en una sala de cine. Las luces se apagaban entonces, una pantalla se iluminaba dentro de la pantalla, y la aventura gráfica correspondiente procedía a desarrollarse llena de dibujos y colorido, confinada a un espacio propio. Labyrinth señalaba su contradicción interna. El videojuego como extensión estéril, subordinada a un medio aún garante de magia indómita como el cine. Al mismo tiempo, Labyrinth descubría algo valioso: la aventura gráfica, con su interés por el diálogo, la exploración mesurada y la inmersión jugadora, era el género que más cabalmente podía cobijar las características del celuloide. LucasArts no dejaría de insistir en ello, de forma que en 1989 pudiera desarrollar por fin el primer gran juego licenciado, basado en Indiana Jones y la última cruzada. El género elegido permitía un plácido seguimiento de la trama sin dejar de exhibir rincones para enriquecerla o añadir elementos. Las conversaciones eran divertidas en sus propios términos, además, y todo obedecía rigurosamente al hipotético claim de hacernos sentir en la piel del protagonista. Eso que siempre habían intentado maniobras del estilo, sin nunca lograr nada destacable.

La aventura gráfica, no obstante, se quedó en feudo de LucasArts, pues en los años 90 continuó imperando el beat’em up plataformero. Con alguna injerencia prometedora, estilo Castlevania infiltrándose en el juego de Patoaventuras, pero con un campo de posibilidades tan acotado que el único esfuerzo pasaba por pulir el apartado gráfico. La convivencia con el Renacimiento de Disney —según el cual la Casa del Ratón recuperó su rol preponderante en la industria del entretenimiento para nunca soltarlo— supuso un gran estímulo, pues  los juegos derivados de cada película se veían en la obligación de mejorar apariencia, e incluso de traducir en la medida que pudieran las especificidades de la animación. El juego de El rey león fue el más prestigioso de esta hornada, coincidiendo con la puesta de largo de Disney Interactive —otra marca indispensable para la fabricación de churros— en la consecución de un 2D perfilado y vivaz, que repartía energía por personajes y fondos. Guiños tan simpáticos como ese «be prepared» antes de iniciar cada nivel o la posibilidad de recorrer a tu ritmo el número musical de Yo voy a ser rey león validaban una apuesta seria, profesional, que de prolongarse podría sacudir la sempiterna etiqueta de estafa que llevaban arrastrando estos juegos desde principios de la década pasada. Aladdin también contribuyó a ello. Hércules otro tanto, y añadiendo de su cosecha una serie de frases repetitivas que marcarían generación, «¡Hercozumo!» a la cabeza. Tan fructífero fue este encuentro con la animación, que cuando La máscara exigió su propio juego licenciado los desarrolladores prefirieron fijarse en los cómics antes que en la película de Jim Carrey, insertando onomatopeyas y todo tipo de efectos cartoon.

Esto sucedía en vísperas del salto a las tres dimensiones, claro. Un salto que requeriría una completa redefinición de las estrategias y un diálogo muy distinto con ese cine al que, se supone, había que seguir rindiendo pleitesía.

II

El señor de los anillos: Las dos torres quería presumir de su vínculo con la película homónima, por disfrutar este de una intimidad pocas veces vista hasta ahora. De ahí que sus niveles fueran introducidos por imágenes del filme de Peter Jackson y, al llegar a cierto fotograma, este se convirtiera en un fotograma generado por el motor gráfico del juego, que anticipaba el momento en que podíamos pasar a controlar a Aragorn, a Legolas o a quien fuera. La ocurrencia, es de suponer, también quería festejar las bondades gráficas de la PlayStation 2, la Game Cube y la XBox, pero como el paso del tiempo ha convertido esto en una ínfula entrañable habrá que limitarse a valorar lo que nos decía del diálogo videojuego-cine. En 2002 ya eran habituales los juegos licenciados que mostraban imágenes de las películas de origen; muchos de ellos, de hecho, concebían los clips como premios para el jugador. Las dos torres, como un año después ocurriría con El retorno del rey, confiaba por su parte en haber alcanzado un punto donde la imagen-videojuego pudiera mirar de frente a la imagen-cine. Cuando esta resultaba ser material desbloqueable, se asumía una cierta inferioridad. Cuando el material desbloqueable pasaba a ser (es el caso de estos juegos de EA) documentales de cómo se hizo el juego con intervenciones de los actores que se habían sometido a la captura de movimiento, la sensación era de relativa igualdad. Las dos torres y El retorno del rey formaban pack con los filmes, prometían alargar o hasta intensificar la satisfacción provocada por estos. Y en este cambio fugaz de fotogramas se enunciaba elocuentemente la promesa esencial: ahora podías jugar a la película.

Por pura concepción, la dupla Las dos torres/El retorno del rey nos hablaba de una época de esplendor para los juegos licenciados. Con un extra de arrogancia, al venir enmarcados en una disputa por los derechos de Tolkien que, al margen de EA, había derivado en dos juegos inspirados directamente en sus escritos que no habían encontrado una mínima fracción de su público: el mediocre La comunidad del anillo de Vivendi y el muy reivindicable Hobbit de Sierra. Las tres dimensiones habían ayudado a asentar, a todas luces, un videojuego licenciado que poseyera algo parecido a la ambición, y que muy posiblemente no habría sido posible sin el éxito en 1997 de GoldenEye 007. La gestación de este juego de la Nintendo 64 se había apartado de los exigentes calendarios de producción consustanciales al formato, por retrasarse considerablemente —llegó al mercado coincidiendo con El mañana nunca muere, el siguiente filme de Pierce Brosnan como James Bond— y cobijar un heterogéneo caudal de referentes, desde Doom hasta Super Mario 64. La libertad o, mejor dicho, el caos, desembocó en un juego fundamental para la historia del first person shooter, entregando escenarios absorbentes y mutables (que las balas podían agujerear) en paralelo a un seguimiento de la trama que no precisaba de la aventura gráfica para facilitar la inmersión. GoldenEye 007 marcó, pues, la pauta para el videojuego licenciado. Evidentemente no todos podían alcanzar su grandeza, pero todos debían tenerlo en mente.

Desastres hilarantes como Superman 64 —con la misma cantidad de volantazos en el desarrollo que GoldenEye 007, pero resueltos de las peores formas posibles— no evitaron pues que la sexta generación de consolas asistiera a los mejores días del videojuego licenciado, mostrando este una acentuada facilidad para hacerse eco de los avances en derredor. La tormenta desatada por GTA III trajo una cantidad inasumible de mundos abiertos en las cabeceras más variopintas, y una de sus traducciones más hábiles llegó al hilo de la película Spider-Man 2. Al videojuego correspondiente no le interesaba tanto emular el aspecto del filme, o trasladar fidedignamente sus set pièces, como aprovechar la excusa de la licencia para configurar un completo mundo abierto neoyorquino, donde el balanceo de Spider-Man resultaba clave y capaz de sentar escuela. Spider-Man 2, sucedido por varias entregas que (inspiradas o no en una película) perseguían sus aciertos, posee una relevancia proporcional a GoldenEye 007, y dignifica por sí solo una estrategia de merchandising a la que, por verse legitimada de pronto en términos cualitativos, no le quedó otra que rizar el rizo. Y aquí no son pertinentes tanto los clones GTA con coartada cinematográfica —los juegos de Torrente en España poniendo rostro final a la degradación—, como los resultados de pensar que, si tanto dinero daban, por qué habría que limitarse a las películas de estreno. 

Esta tendencia no era nueva. También en los puntos más bajos del videojuego licenciado había sido lucrativa. A finales de los 80 habían surgido adaptaciones de series clásicas como La familia Addams o La isla de Gilligan; el cambio de década incluso propició revisiones de films tan dispares como El mago de Oz (con una adaptación notoriamente inquietante) o Plan 9 del espacio exterior, este último más pendiente de celebrar la memoria del título que de adaptarlo. A principios de los 2000, con las tres dimensiones amparando el invento y Rockstar demostrando una y otra vez lo aprovechable que era la cinefilia, el asunto se sofisticó. La misma Rockstar obtuvo buenas críticas con su regreso a The Warriors, nutriéndose de la interesante condición de este filme de Walter Hill como pariente cercano del yo contra el barrio que tan socorrido había sido en las licencias de los años 90. La inteligencia conceptual de The Warriors era, por supuesto, la excepción.

2006 fue un año chiflado. Prácticamente cada mes tuvimos un shooter, o un GTA derivativo, que rindiera cuentas al canon mafioso de Hollywood. Llegó El padrino —retomando la idea de una adaptación previa que, en los 90, nos ponía en la piel de un sicario de los Corleone para asistir en segundo plano a las escenas más icónicas del filme de Coppola—, llegó Reservoir Dogs, llegó Scarface: The World is Yours conformándose como una vaga secuela que pasaba revista de las iconicidades del clásico de De Palma, e incluso llegó un juego de Los Soprano. No hundieron el prestigio momentáneo de los videojuegos licenciados, pues ninguno cayó en imposturas del calibre de convertir El club de la lucha en un juego de lucha —esto había pasado en 2004—, pero sí llevaron la fórmula a un agotamiento abrupto. Los atajos, el ánimo exploitation sin sonrojo, se abalanzaron contra esta fase como se habían abalanzado en los 80 y los 90, mientras puntualmente surgían obras que, por participar directamente de esta confusión, lograban añadir elementos sugestivos a un diálogo cine-videojuegos abocado a la neurosis. Fue otra obra de Peter Jackson, curiosamente, la encargada de posibilitarlos, al dar pie a Peter Jackson’s King Kong. 

El videojuego basado en el elefantiásico remake de King Kong nos daba la oportunidad de manejar al gorila en algunas fases, con diferencia las más anecdóticas. El resto de Peter Jackson’s King Kong se centraba en el punto de vista de Jack Driscoll (Adrien Brody en la gran pantalla): alguien cuyo rostro solo podíamos ver, brevemente, en los primeros minutos del juego. En el estupendo ensayo sobre la obra que podemos leer en el blog de Shadow’s Gaming, Driscoll es considerado «la quintaesencia del protagonista de los juegos en primera persona», por cómo su presencia se limita a la visualización de sus manos y a un jadeo constante. Herramientas que facilitan que el jugador haga suya la mirada del personaje, apoyadas por dos ideas felices. Por un lado está la práctica supresión de cinemáticas, en tanto a eventos de los que ser partícipe directo. Por otro la ausencia de una interfaz que nos informe de la resistencia de Driscoll. El daño que sufre es representado en pantalla por los gritos de dolor y una pantalla que enrojece —uno de los primeros casos de implementación de esta útil herramienta—, y el resultado no es solo intenso y brutal: también es gozosamente cinematográfico. No hay indicativos convencionalmente asociados al medio, no hay interrupciones en nuestra carrera por la supervivencia. «King Kong no intenta emular el cine, sino la gracia del cine a través de las herramientas que le son propias, como la atención a la imagen, la disposición espacial o el melodrama», escribe Shadow’s Gaming, a quien le atrae en especial cómo todo esto deriva en una relación de simbiosis con la Isla Calavera. «Sin interfaces nuestro anclaje en el mundo es el propio mundo, es el modo en que los jugadores nos vemos empujados a tener una relación íntima con el entorno».

Peter Jackson’s King Kong construía a partir de la herencia cinematográfica para darle un peso categórico a la primera persona que, con respecto a videojuegos licenciados, tanto le debía a GoldenEye 007. Entre uno y otro habían transcurrido menos de ocho años, capaces de contener las expresiones más afortunadas del videojuego que se pliega a la narrativa de un filme anterior. Ante esta sorprendente madurez, que ya había tenido tiempo de motivar ramalazos nostálgicos, era lógico que existieran juegos con ganas de ironizar con la noción de fidelidad. Lo que nadie esperaba es que esto pudiera convertirse en norma. 

III

Peter Jackson’s King Kong vio la luz, casualidades del destino, el mismo año que Lego Star Wars. Ambos poseían una jugabilidad distintiva de todo lo que licencia en ristre se hacía en el medio, pero fue Lego Star Wars quien pudo montar una franquicia a través de ella. Su atractivo principal era el mismo que el de los otros juegos de la escuela: poder moverte por localizaciones célebres, según personajes y movimientos vinculados a estas mismas localizaciones. Lego Star Wars recogía además una idea propuesta por un juego previo de THQ, Rugrats: Search for Reptar, en tanto al diseño de un hub desde donde acceder a niveles-episodios. En Rugrats tenías la casa de los Pickle para explorar y, a tu ritmo, irrumpir en niveles que adaptaban capítulos variopintos de la serie de la televisión, mientras que en Lego Star Wars contabas con el bar de Dexter para recorrer a tu antojo la trilogía de precuelas. Era una buena forma de desafiar la linealidad, y que Lego Star Wars hallara vida más allá del corsé narrativo de las películas. En este empeño también resultaba socorrido el tratamiento de las cinemáticas. 

Pues estas, al haber pasado la galaxia de George Lucas por el filtro Lego, se dibujaban como un terreno proclive a desmitificaciones y tortazos. Escenas de gran dramatismo en las películas eran arruinadas por la repentina torpeza de los personajes, gracias a un slapstick que fue ganando virulencia para —con la lamentable idea de que las figuritas de Lego empezaran a hablar— perderla por completo unos juegos más tarde. Lo que no fue óbice para que Traveller’s Tales triunfara a lo grande con sus títulos de Lego, expandiendo la fórmula a licencias como Indiana Jones, Piratas del Caribe o El señor de los anillos. Los juegos de Lego, con su talante entre infantil y paródico, alcanzaron una envidiable regularidad en su éxito, paralelamente a que el resto de obras licenciadas entraran en declive. Con la séptima generación de consolas, Disney Interactive en particular llegó a unas cotas inéditas de miseria, a partir de enfoques cada vez más perezosos que eludían cualquier amago de respetabilidad. Cars generó multitud de juegos genéricos de carreras. Piratas del Caribe: En el fin del mundo tomó lo que le interesó de la trilogía para ensayar una forma extrañísima de duelos de espada. Bolt se aferró con desesperación a la faceta actoral de su perro protagonista para ajustarse al obligado formato de acción/aventura. Y Brave, por último, redujo involuntariamente todo el entramado licencioso a sus esencias más ingratas. Si ya había quien podía relacionar los juegos basados en películas con subproductos como novelizaciones o los libros ilustrados para niños, la versión jugable de Brave lo dejó claro al recurrir a mortecinas ilustraciones de, propiamente, libro infantil, para ejercer de cinemáticas.

Mientras, la máquina de Lego seguía a pleno rendimiento. THQ y Disney Interactive cerraron eventualmente, mientras Traveller’s Tales mantenía tranquilamente su actividad y cada vez menos juegos se preocupaban por esta dialéctica. Friday the 13th, en 2017, se conformó como un homenaje a la saga Viernes 13 dándonos el control de Jason. Jumanji, dos años después, recurrió a la estética Fortnite para centrarse en el multijugador, sin reparar en el potencial metalingüístico de adaptar una película que había hecho suyos determinados mecanismos virtuales. Y poco más. Los juegos de lealtad escrupulosa, que fijaban como objeto de seducción el vínculo directo con la película previa, perdieron afluencia sin que las bondades gráficas de sucesivas generaciones permearan en ellos. Vengadores de Joss Whedon se estrenó en 2012, pero no hubo ningún juego que la adaptara abiertamente. Lo más parecido que tuvimos, cuatro años después, fue el inevitable juego de Lego. E incluso Lego había llegado a tener dudas sobre su concepto originario. Sobre las limitaciones de hacerse eco de películas, por mucho que se las tomara a chacota. En una fecha tan temprana como 2008, Lego Batman había narrado una historia original. El emplazamiento era conocido, pero la trama tendría que ser descubierta en primicia por los jugadores. Nos hallábamos ante la clave para salvar los juegos licenciados.

La saga de videojuegos de Harry Potter, ciñéndonos a los sistemas de sobremesa, es especialmente querida por los aficionados. Puede que a efectos más irónicos que otra cosa, aunque no podemos descartar de la ecuación el hecho de que, por pura longitud, haya replicado en su seno buena parte de los hitos del videojuego licenciado. Harry Potter y la piedra filosofal presentaba un simpático mundo abierto, Hogwarts y alrededores, donde la trama encajaba como curso escolar y las clases se articulaban como minijuegos. Harry Potter y la cámara secreta lo perfeccionó, y Harry Potter y el prisionero de Azkaban se mantuvo en esta senda añadiendo la posibilidad de controlar a Ron y Hermione. Los productos con licencia cinematográfica se hallaban en su mejor momento, de forma que la fruición económica se destilara incluso en spin-offs de génesis lógica y ejecución correcta, estilo hacer todo un juego a partir de sus fases de vuelo y empaquetarlo como Harry Potter: Quidditch Copa del Mundo. A partir de El cáliz de fuego la cosa se descontroló, y el resto de la saga alternó los paseos por Hogwarts con inanes simulacros de shooter, terminando en lo más bajo con la segunda parte de Harry Potter y las reliquias de la muerte en 2010, estableciendo el final de la única época donde un producto de puro merchandising pudo tener entidad propia. 

Ese no fue el fin del Harry Potter jugable, como sabemos todos. En 2022 llega Hogwarts Legacy y lo hace con la pretensión de huir de argumentos conocidos, esgrimiendo su propia historia para asentarse en el único objetivo que debería haber preocupado a los videojuegos licenciados de ahora y siempre: permitirnos entrar en un mundo que el cine, por pura naturaleza, solo nos ha permitido esbozar en pequeña parte. El videojuego puede ser más amplio, puede darte libertad para conocer nuevos rincones y facetas de ese mundo, y esto es algo que ha sido entendido por el medio paulatinamente. Ya se han citado casos de juegos de IP previa que consiguieron sacarle partido al trato entre ejecutivos de áreas diversas que los propulsaron. Pero hay otros casos. Casos que tejen una historia alternativa a la que se ha ido repasando. Casos donde la licencia, verdaderamente, sí dio para jugar.

Continúa en la parte II (próximamente)

Colaborador

Periodista especializado en cine y cultura pop. Autor de ‘La otra Disney’. Ha ejercido de crítico cinematográfico en medios como SensaCine, Canino Magazine o Espinof, y actualmente es redactor de Actualidad en Cinemanía y copiloto del podcast Choquejuergas.

  1. Malleys

    Me ha gustado mucho el artículo, buena dosis de historia. Imagino que será en el siguiente en el que se hablará de la barbaridad que supuso Batman Arkham Asylum; diría que fue ese juego, y no otro, el que dio un puñetazo en la mesa e hizo saber a todo el mundo que los videojuegos licenciados podían ser excelentes.

    1. alexvp97

      @malleys
      Coincido totalmente. Los Arkham son la cúspide de este tipo de juegos, aunque los primeros Harry Potter tenían un encanto muy especial, con la exploración de Hoghwarts y la posibilidad de acudir a las clases (cosa que se echa de menos en las películas cuando se centran demasiado en tema Voldemort).

  2. Alefacka

    Quizás vengo un poco tarde, pero no puedo evitar escribir que me ha parecido muy interesante el artículo.

    El texto sobre Harry Potter me ha llevado a una infancia en la que descubrí aquel juego del prisionero de Azkaban que me marcó mucho. Creo que gracias a ese juego (y otros más) comencé a gustar más de los videojuegos y a expandir mi creatividad. Quizás suene ridículo, pero en ese juego los dementores me aterraban. A veces ni siquiera me acercaba al pc por ese miedo (tenía 12, creo). Mucho tiempo estuve sin poder entender cómo superar esas etapas, hasta que lo conseguí y la satisfacción no solo fue tremenda, sino que, en verdad había derrotado un miedo interno, aunque fuese en un videojuego.

    Quizás me desvié con mi historia, pero como dije, el artículo me recordó cosas.

    Espero con ansias la segunda parte!