Lily y Lana Wachowski tenían una visión muy concreta cuando sacaron adelante Matrix a finales de los 90. Posiblemente intuyeran que la batidora de géneros, los efectos visuales, la potencia del concepto o el perfeccionamiento del bullet time —hasta ahora una excentricidad macarra que practicaban éxitos como Blade— conectarían sin problema con el público, pero también confiaban en que este se ajustaba a un perfil más allá del cinefilo. Las Wachowski no querían limitar Matrix a los espectadores habituales, prefiriendo que el filme se abriera a una audiencia amplia, de intereses diversos, que compartiera con ellas su pasión por las películas y los videojuegos. Matrix había nacido, de hecho, de estas pasiones en diálogo. Es el principal motivo por el que siempre se ha considerado una tragedia que no existan buenos videojuegos de Matrix.
Y no es por no haberlo intentado. En 2005 Matrix: Path of Neo adaptó fielmente —salvo un ligero cambio en el clímax— el argumento de las películas, y sin que el juego fuera nada del otro mundo, sí fue mejor recibido que la anterior incursión de Matrix en el medio. Dos años antes las Wachowski habían rodado simultáneamente Matrix Reloaded y Matrix Revolutions con la intención de que estas secuelas no fueran las únicas obras en nutrir la continuidad de la película original. Las Wachowski idearon un proyecto transmedia, uno de lógicas inapelables teniendo en cuenta sus filias. El obvio parentesco de Matrix con el anime motivó una antología de cortometrajes animados titulada Animatrix —con firmas tan ilustres como la de Peter Chung o Sh’inichirō Watanabe—, y a su vez el parentesco con los videojuegos condujo al desarrollo de Enter the Matrix. La idea era construir una experiencia aglutinante, donde diversas ramas de una misma historia crecieran por medios distintos, de forma que la trama de Enter the Matrix rellenara los huecos dejados por los filmes.
Así es como nos topamos con Mary Alice sustituyendo a la fallecida Gloria Foster como el Oráculo antes de aparecer en Matrix Revolutions. Así es como las Wachowski, en un esfuerzo pionero, rodaron hasta una hora de metraje extra con los intérpretes de las películas —no solo con los protagonistas Jada Pinkett Smith y Anthony Wong—, exclusivamente destinada al juego. Buscaban apartarse del proceso habitual de los títulos licenciados, según el cual estaba la película como producto principal y luego un estudio subsidiario trataba de terminar a tiempo el juego correspondiente. Para las Wachowski todo formaba parte de la misma experiencia, en pos del disfrute del nuevo espectador/consumidor del siglo XXI. Pero Enter the Matrix no salió bien. El desarrollo fue demasiado apresurado, y el resultado no estuvo a la altura del plan. Tuvimos que esperar hasta el año pasado, anticipando Matrix Resurrections, para toparnos con el impactante Matrix Awakens, e incluso este venía envuelto en un sabor agridulce. Solo se trataba de una demo, consagrada a vender las bondades de Unreal Engine 5. El sueño de las Wachowski seguía sin cumplirse.
I
Enter the Matrix, por muy fallido que fuera, sentó cátedra en el medio. A principios de los 2000, cuando los juegos licenciados disfrutaban de sus mayores cotas de credibilidad, las Wachowski habían ensayado una estrategia prometedora, según la cual la película de partida no ejercía tanto de molde como de origen de un mundo por el que moverse. Sin restricciones argumentales excesivas, sin la obligación de recrear dócilmente lo visto en la gran pantalla.
Un año después de Enter the Matrix, Vin Diesel adoptó el rol de las Wachowski de forma que Las crónicas de Riddick: Fuga de Butcher Bay fuera la precuela de Pitch Black: Las crónicas de Riddick, aun cuando esta última llegaba a los cines al mismo tiempo que el juego aterrizaba en las tiendas. Lo ocurrido con Matrix también sirvió de gasolina para una IP que llevaba tiempo coqueteando con estos maridajes equívocos, como era James Bond. Agent Under Fire y Nightfire habían recogido el influjo del mítico GoldenEye 007 para, replicando su jugabilidad, llevar al personaje a misiones originales, apartadas de las películas. Pero Todo o nada, en 2004, fue una superproducción. La primera persona pasó a tercera como gesto elocuente, pues así se apreciaría mejor el ilustre reparto que habían convocado para prestar rostros y capturas de movimiento: Pierce Brosnan, Judi Dench y John Cleese, por supuesto. También Willem Dafoe, Shannon Elizabeth o Heidi Klum.
Todo o nada iba tan lejos en su ímpetu de ser una nueva película de James Bond —una que simplemente llegaba a través de una ventana distinta—, que en un alarde de arrogancia conectaba su trama con etapas anteriores del personaje. El origen del villano de Willem Dafoe se ubicaba en Panorama para matar, una película con Roger Moore, y de esta forma adquiría solidez la idea de franquicia transmedia que elucubraron las Wachowski. Una franquicia que no dudaba en aprovecharse de los estrenos en cines para recabar «perchas», de forma que empezara a ser socorrida la publicación de videojuegos con historias originales que pudieran ser entendidas como secuelas o spin-offs. La cosa fue un ejemplo temprano, planteándose como una continuación del filme ochentero con la bendición de John Carpenter. Misión Imposible: Operación Surma llegó a rebufo de Misión Imposible 2 sin el rostro de Tom Cruise. Y con la sucesión de generaciones la estrategia siguió siendo fructífera, destacando casos como Alien: Isolation o un Mad Max tan seguro de sí mismo que le daba la espalda a la Furia en la carretera de George Miller.
Las ventajas de este modelo estaban más que claras. La libertad podía alinearse con la ambición creativa, a partir del posible propósito de hacer progresar el medio en lugar de mantenerse en coordenadas cómodas. Según la edad de oro de los videojuegos licenciados «fieles» quedaba atrás, sepultada por el desinterés y las inercias, el modelo fue imponiéndose, y pudo tenerlo más fácil cuanto más amplio era el mundo donde se ambientaba. Al menos desde la teoría. El señor de los anillos presentaba dificultades considerables a cuenta del reparto de derechos, con posibilidades contrapuestas (y excluyentes) de adaptar bien el Legendarium de Tolkien, bien las películas de Peter Jackson producidas por New Line. Esta indefinición provocó que, más allá de los juegos de Las dos torres y El retorno del rey, la Tierra Media tuviera una relación conflictiva con el medio, con títulos como La tercera edad teniendo que limitarse a construir a la estela de Jackson. En años recientes Sombras de Mordor y su secuela parecen haber enderezado el pabellón, acaso persiguiendo ansiosamente emular los triunfos de otras franquicias de fama y rendimiento aún mayores.
II
El modelo transmedia persigue una horizontalidad. Se opone a que el videojuego licenciado no tenga peso por sí solo y pretende tejer una relación de igual a igual con la fuente, que debe conseguirse mediante las valías individuales del título de turno. Ilustra, pues, una conquista cultural del videojuego; justo lo que querían las Wachowski. Pero es difícil obtener esas valías individuales, y más si nos desplazamos a años previos a Enter the Matrix, cuando ni el medio estaba preparado para regirse por esta nueva dialéctica, ni el entramado capitalista poseía una articulación capaz de alojarla. The Simpson Wrestling es un ejemplo de esto y extremadamente ilustrativo al partir no de una película o una saga blockbuster, sino de una serie de televisión. No era muy aconsejable adaptar la línea argumental de episodios individuales, así que no le quedaba otro remedio que proponer algo más o menos original.
El resultado: una propuesta de lucha libre que crítica y jugadores odiaron intensamente en 2001. Por supuesto aquél no era el primer juego licenciado de Los Simpson. En un año tan temprano como 1992 se había dado una de estas extrañísimas simbiosis que, por otra parte, parecen consustanciales al modelo transmedia. Bart Simpson’s Escape from Camp Deadly sí parecía seguir el argumento de un episodio concreto de la serie de Matt Groening; el problema estaba en que Kampamento Krusty aún no se había emitido. Sin apartarnos aún de la familia amarilla, este tipo de ocurrencias iba a perder pie a partir de The Simpson Wrestling, al manejar Road Rage un concepto mucho más solvente —robado, y siendo demandado por ello, de Crazy Taxi—, y ser The Simpsons Hit & Run un caso admirable de cómo comunicar una licencia con los avances específicos del medio. La revolución GTA condujo al nacimiento de un Springfield que podíamos explorar libremente, a horcajadas de un guion magnífico que rivalizaba en ingenio con los de la serie sin escatimar guiños directos a ella. A un año del fracaso de Enter the Matrix, los Simpson habían logrado, acaso sin proponérselo, triunfar con lo transmedia.
Bien es cierto que lo hicieron sobre un campo que ya había presenciado múltiples entrenamientos a los que no habían sido ajenas las Wachowski. Dentro de la ciencia ficción, el recordado Blade Runner de 1997 había ubicado su aventura detectivesca en paralelo a los acontecimientos descritos por Ridley Scott, pero esa era solo la punta del iceberg. Enter the Matrix no era, en fin, tan pionero como parecía, y en consecuencia dista de suponer el referente al que otras amplias sagas como la citada El señor de los anillos o Harry Potter buscan ajustarse. Porque no hay referente más importante que Star Wars. Sea cual sea el ámbito de la cultura donde nos movamos, pero en especial si hablamos de videojuegos.
Así lo declara John Tones: «Se podría decir que los videojuegos como entretenimiento popular y Star Wars nacieron a la vez». El marco temporal lo refrenda, y el contexto industrial lo posibilitó. La idea de George Lucas de prestarle tanta atención al merchandising como a la taquilla condujo velozmente al nacimiento de un Universo Expandido a través de novelas y cómics, generando el campo de cultivo sobre el que luego trabajaría LucasArts. El estudio tardó lo suyo, sin embargo, en centrarse en Star Wars; el primer exponente de los beneficios transmedia vino de otra creación de Lucas como era Indiana Jones. En 1989 la aventura gráfica de Indiana Jones y la última cruzada había tenido una recepción tan buena que, ante la falta de intención de Steven Spielberg de hacer más películas, LucasArts resolvió marcarse una aventura propia del arqueólogo. Indiana Jones and the Fate of Atlantis enfatizaba los logros de La última cruzada, y estos fueron aún más celebrados. Por más que la conexión de Indiana Jones con el point and click fuera desdibujándose a partir de entonces —en un ejercicio de curiosa retroalimentación con Tomb Raider, entregas posteriores pasaron a entornos tridimensionales marcados por la acción—, la marca que dejó The Fate of Atlantis es indeleble, y contagió su confianza a los juegos de Star Wars. De este modo, LucasArts se lanzó a las tramas originales de Star Wars a principios de los 90, empezando por X-Wing mientras el díptico Rebel Assault coqueteaba con la película interactiva, todo en las inmediaciones argumentales de Una nueva esperanza. Coincidía con la explosión literaria del Universo Expandido que había consolidado la Trilogía de Thrawn y que, en última instancia, llevaría al mayor experimento de todos. Star Wars: Sombras del Imperio tenía la ambición de una película de Star Wars, pero sus artífices se habían propuesto conseguir la escala consiguiente sin, propiamente, hacer una película. Para eso estaban los cómics, las novelas, los videojuegos. Todos se coordinaron de forma que la historia de Sombras del Imperio, ambientada entre El imperio contraataca y El retorno del Jedi, se siguiera a través de varios medios, erigiendo como protagonista a Dash Rendar mientras Han Solo languidecía congelado en carbonita.
Sombras del Imperio funcionó mejor de lo que nunca pudo hacerlo Enter the Matrix, y en 2008 le dio relevo un nuevo proyecto transmedia, organizado bajo el título El poder de la Fuerza. No fueron, sin embargo, los únicos logros de LucasArts en terreno galáctico antes de que Disney echara el cierre en 2013. Desde la madurez en la gestión y el storytelling que había congregado el Universo Expandido, Caballeros de la Segunda República encandiló a los fans con una historia alejada de la cronología cinematográfica, mientras más pegados a esta Bounty Hunter servía de precuela para El ataque de los clones y la fórmula Battlefront se hacía intergeneracional. La buena salud de Star Wars en el terreno videojueguil se mantiene por muchos mareos empresariales que atraviese la marca y, sobreponiéndose a la remodelación del canon que trajo la compra de LucasFilm a manos de Disney, ha encadenado una carretilla de juegos de LEGO con el heredero de Sombras del Imperio y El poder de la Fuerza que no deja de ser Star Wars Jedi: Fallen Order. Hasta David Cage ha terminado arrimándose a una licencia llena de aparentes garantías, mientras las aventuras gráficas que caracterizaron a LucasArts cambian de empresa.
Los logros de Telltale Games no solo han sido proporcionales a los de LucasArts, sino que se han beneficiado de aún más espacios para jugar. The Walking Dead o Juego de tronos hallaron autonomía frente a las series homónimas, con una fórmula adaptable a cualquier marca. También a una de tantas ramificaciones como Guardianes de la Galaxia, representando un género que, en el actual mainstream, desborda con mucho todo lo que pudo haber significado Star Wars.
III
El mismo año que E.T. the Extra-Terrestrial pugnaba por destrozar las finanzas de Atari, la compañía tuvo algo más de suerte con Spider-Man. Corría 1982 cuando el trepamuros saltó por primera vez al videojuego, a través de un enfoque minimalista pero eficaz: teníamos que escalar una fachada esquivando las bombas del Duende Verde, y golpeando por el camino a los malosos que se asomaban por las ventanas. A falta de una película que cediera esqueleto argumental los cómics ofrecían todo tipo de posibilidades y situaciones, de las que también se benefició Batman antes de regirse por el trabajo de Tim Burton en el juego que Ocean publicó a finales de los 80. Las trayectorias de Spider-Man y Batman entregan las claves para definir la genealogía del sujeto superheroico en el videojuego actual, si bien es verdad que fue Spider-Man el que empezó llevando la delantera.
Es tentador identificar Spider-Man 2 como el título que lo cambió todo, pero lo cierto es que esta fue solo una culminación. Los Spider-Man de la primera PlayStation ya alardeaban de una fabulosa comprensión del personaje, pegada —pues no había otro remedio— a los cómics. Los logros de Spider-Man 2, alineados con la propuesta de GTA y el citado Hit & Run, indagaban en la posibilidad de hacernos sentir como Peter Parker al erigir Nueva York como un mundo abierto donde balancearse fuera un placer dionisíaco, y llegaron a contagiar a otro personaje marvelita en Incredible Hulk: Ultimate Destruction. Llegó el mismo año que una obra aún más redonda que el sacrosanto Spider-Man 2, como fue Ultimate Spider-Man. Este título se apoyaba sobre un sincretismo magistral. El formato Spider-Man 2 se mantenía, pero vía cel shading entroncaba con la estética de los cómics —manejando una narración a través de viñetas capaz de adelantarse a Heavy Rain—, se beneficiaba de un guion original a cargo de Brian Michael Bendis —artífice de la colección Ultimate que lo había inspirado todo—, y además nos daba la opción de controlar a Venom, dando como resultado un cuestionamiento del heroísmo clásico mucho más sugerente de lo que, dos años después, Sam Raimi sería capaz de hacer en Spider-Man 3.
La sombra de Ultimate Spider-Man es más alargada de lo que parece. Sin ella no habríamos tenido Spider-Man: Shattered Dimensions adentrándose en el multiverso antes de que el cine le prestara atención con Un nuevo universo o No Way Home. Y, no obstante, tanto Shattered Dimensions como su secuela, Edge of Time, llegaron en un punto donde se antojaba inevitable percibirlas como el esfuerzo de Spider-Man por recuperar el liderazgo en su competición con Batman, habiéndolo perdido de forma irremisible con, sí, la fiesta que trajo Arkham Asylum.
Análogamente a Ultimate Spider-Man, una de las armas secretas de Arkham Asylum residía en su guionista. Paul Dini, llegado de la mítica Batman: La serie animada. Pero los logros iban más allá. En 2009, justo un año después de que a LEGO Batman se le ocurriera proponer una historia original para refrescar su fórmula, el estudio londinense Rocksteady sentó el estándar por el que se regirían todos los juegos superheroicos, partiendo de dos supuestos donde el guion no tenía que ser necesariamente lo principal. Por un lado —germinando la semilla de Spider-Man 2— el diseño de un mundo donde moverte a tus anchas, reemplazando el balanceo por el rápel, la capa planeadora o, en Arkham Knight como la incorporación peor recibida con diferencia, el dichoso Batmóvil. Por otro lado hay algo más abstracto, directamente vinculado al recorrido del mundo, como es la presencia. No hay nada más importante que la presencia si hablamos de videojuego superheroico, porque es algo radicado en la propia constitución del superhéroe, y en el modo en que el hecho jugable puede modificarla. Cuando vemos en acción a un superhéroe, dentro de un cómic o una película, la relación que se establece es de modelo a seguir. Disfrutamos admirando a un ente que nos trasciende como seres humanos pues lidia con códigos desconocidos para nosotros, susceptibles de pasar al estatus de dios al que solo podemos agradecer que nos salve en lugar de destruirnos. Todo cambia si pasamos al videojuego y entra a colación la interactividad.
La experiencia vicaria se convierte en fantasía de poder.
Así que el uso de los poderes, concentrado en el combate, es imprescindible. También toques como la silueta de Batman —con el irresistible subrayado de los cuernos de la máscara— o el ondeo de la capa pero no nos engañemos: la clave está en las hostias. La calculada superioridad que nos regaló Rocksteady, dándonos agencia para generar coreografías espontáneas con un sistema sencillo e intuitivo, llevó nuestro vínculo con los superhéroes a otro nivel. No solo se trata de que los superhéroes sean los protagonistas indiscutibles de la cultura pop contemporánea y por eso el videojuego se haga eco de ello: es que el videojuego, en sí mismo, es una parte esencial del fenómeno. En consecuencia los Arkham han servido de brújula para la expresión más prolífica, con aplastante diferencia, de los juegos licenciados. Hubo tentativas torpes, como el agotador Deadpool, pero hoy día figuran Marvel’s Spider-Man y Miles Morales como honrosos exponentes, y en menor medida Marvel’s Guardians of the Galaxy. Incluso el denostado Avengers partió de un entendimiento indudable de estos supuestos, al estar su progreso narrativo determinado por la satisfacción creciente de manejar a un Vengador aún más molón que el anterior.
En el horizonte Insomniac y Rocksteady, con su estatus de grandes responsables del esplendor actual, preparan respectivamente un Wolverine y un Escuadrón Suicida. Casi atinan a disimular, pero no lo hacen del todo, una variación del método algo más fea. Aquella que ofrece la peor cara del sueño transmedia de las Wachowski.
IV
Los Arkham no son los únicos vehículos donde Batman ha prosperado dentro del medio. Ahí tenemos los LEGO o, ampliando el catálogo DC, Injustice: Dioses entre nosotros. El díptico correspondiente tiene un argumento de cierta complejidad —uno que nos lleva a un mundo donde Superman ha enloquecido y varios antiguos camaradas han de detenerlo—, pero la ejecución es de lo más sintética: son juegos de lucha a la estela de Street Fighter o, significativamente, Mortal Kombat. El vínculo con Midway Games ya había conducido, en 2008, al lanzamiento de Mortal Kombat vs DC Universe, donde los superhéroes de la editorial podían intercambiar guantazos con Sub-Zero y compañía. No se trataba de un concepto rompedor, pues Marvel había tenido grescas similares a partir de X-Men vs Street Fighter en 1996. El crossover, auspiciado por acuerdos de logística cuadriculada y cabeceras hambrientas, es casi tan antiguo como el videojuego en sí. Y va mucho más allá de expresiones canónicas como Super Mario Kart o Super Mario Smash Bros.
A principios de los 2000 Disney y Square compartían edificio de oficinas en Japón. Fue una feliz casualidad, porque de no darse quizá nunca habría surgido algo como Kingdom Hearts. Tetsuya Nomura se preguntaba cómo dar con un formato tan disfrutable como Super Mario 64, y sus superiores intuían que para ello lo mejor era poblar escenarios archiconocidos de personajes archiconocidos, tuvieran control sobre ellos o no. Sora, el protagonista de la saga, surgiría de una cuidada mezcla entre los imaginarios que Square y Disney convinieron en fundir. Pelo anime y rostro lánguido, vestimentas exageradas con zapatones y guantes al más puro estilo de criatura Disney. Sora tendría que pasar mucho tiempo en compañía de Donald y Goofy, pero también procedía de un mundo más similar a la geografía de Final Fantasy, y en función a estas mezclas nació una franquicia de éxito colosal, y de relevancia aún más colosal para analizar las derivas de los juegos licenciados. Henrique Lage, en su videoensayo sobre el primer Kingdom Hearts, atribuye la evolución del fenómeno a una intuición para mezclar bagajes, desde las tramas enrevesadas y graves de Final Fantasy a eso que podríamos denominar «espíritu Disney». A la vez que «no desentonaría como juego normal de Final Fantasy», «el tono del juego se sumerge en la idea de una infancia idealizada, en un eterno verano de inocencia y melodías cálidas».
Kingdom Hearts posee una identidad independiente de las marcas que alumbraron su nacimiento, no cabe duda de eso. Otro asunto es que esta misma identidad dependa totalmente del maridaje y la regurgitación de IPs; Lage compara el encaje de bolillos realizado con Sora, necesario para que parezca tanto disneyano como squariano, con la génesis de Roger Rabbit para la película de Robert Zemeckis del 88. Como todo el proyecto dependía de las negociaciones de Warner y Disney para combinar en pantalla sus criaturas, Roger Rabbit debía conciliar la identidad de ambas majors. Debía ser Bugs Bunny, y al mismo tiempo Mickey Mouse.
La identidad de Kingdom Hearts es, así, eminentemente derivativa, de una liquidez imposible, y se funda en el reconocimiento. La historia que cuenta es asaltada por las apariciones de Cloud, Vivi o Sephirot mientras ha de pagar el ingrato peaje de recrear al milímetro escenas icónicas de clásicos Disney, llegando a un extremo que ni siquiera los juegos licenciados convencionales —esos que no tenían nada mejor que hacer que replicar el argumento de las películas previas— se han visto obligados a respetar. Kingdom Hearts ofrece el paradigma de cómo las propiedades intelectuales pueden devorar el medio, y de cómo las ficciones ahora se entienden según los depósitos que las alojan. Hay títulos aún más merecedores de esta etiqueta de «cebo para accionistas», como por ejemplo las localizaciones de Bugs Bunny: Lost in Time repasando la historia del personaje o Epic Mickey juntando al ratón con su antepasado Oswald el Conejo de la Suerte, pero la escuela de Kingdom Hearts es prioritaria, y no ha dejado de devaluarse con el paso de los años.
Entre los LEGO y los Kingdom Hearts —y suscribiendo unas derivas que ya atendía en el primer texto de este estudio, en tanto a la falta de preámbulos que hoy por hoy exige combinar la realización de videojuegos con la de películas—, el medio ha ido sumergiéndose en una época donde las grandes compañías pasan del crossover puntual a la creación de universos autocombustibles, examinados aquí por Koldo Gutiérrez. Como cualquier otra faceta de este fenómeno, la estandarización ha llegado tras un esforzado ensayo y error. En 2013, al poco de que los Vengadores de Joss Whedon constataran que la narrativa comiquera podía ajustarse al blockbuster, se lanzó el experimento fallido de Marvel Heroes, y la Casa del Ratón probó suerte con Disney Infinity. En las sucesivas expansiones, abanderadas por juguetes físicos, se incorporaron personajes jugables de Star Wars y Marvel, a partir de las propiedades que amontonaba Disney. Disney Infinity solo duró tres años, pero el reciente lanzamiento de Disney Dreamlight Valley prueba que solo era un calentamiento.
En el cine, los delicados malabarismos de ¿Quién engañó a Roger Rabbit? han dado paso al obsceno escaparate de Ready Player One. En el videojuego, el atolondramiento de Kingdom Hearts se ha transformado en las caóticas maquinarias de Fortnite para originar pesadillas posmodernas donde John Wick intercambia disparos con Iron Man mientras Kratos se topa con Predator y un discurso de Martin Luther King antecede el tráiler de la nueva película de Christopher Nolan. El videojuego licenciado ha triunfado, en efecto, y para ello todo era tan sencillo como que la licencia pasara a no significar nada.
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Devastador el último párrafo, buenísimo.
Que recuerde desde principios de los 80, no recuerdo ahora si también en los finales de los 70, han habido juegos licenciados a patadas. Desde docenas de grandes obras maestras que son grandes clásicos de los videojuegos a soberanos truños en los que no se pusieron ganas, no tuvieron tiempo de hacer algo decente o no les dieron suficiente material a los desarrolladores para hacer una adaptación decente.
Me vienen a la mente juegos de Alien, Viaje al centro de la tierra, La abadía del crimen (en este caso sin licencia, una adaptación no oficial) o Marvel para los ordenadores de 8 bits, o incluso la sátira política de Spitting Image. O las recreativas de beat’em ups Capcom y Konami en los 90 como Alien vs Predator, The Punisher, Cadillacs & Dinosaurs, XMen, The Simpsons, o más tarde en la lucha con XMen Children of the Atom, Marvel Super Heroes o Marvel vs Capcom, y las adaptaciones de pelis de Disney como Aladdin o Rey León. O al llegar las 3D casos como Die Hard Arcade, hay a patadas.
Podría incluso destacarse los juegos de Barbie que para muchos eran un meme, pero que varias jugadoras o desarrolladoras destacan como iconos de su infancia. Y bueno, obviamente dejamos aparte los juegos con licencias deportivas o de carreras.
Incluso en la actualidad hay adaptaciones en primera línea, como SpiderMan o Lobezno de Sony, o Witcher y el accidentado Cyberpunk 2077.
Vamos, que pese a haber mucha morralla (como en todo) también han habido montones de juegos con licencia excelentes en todas las generaciones, teniendo en cuenta el contexto histórico de su época.
Plas plas plas Gran Artículo
Everything or Nothing es mejor que MUCHAS de las peliculas de James Bond.
Llego más tarde que la madre que me parió, pero articulazo.