Lo mejor del E3 2016

Mención: Death Stranding

Quería ceñirme exclusivamente a juegos que hubiera podido probar, pero vais a permitirme que gaste el cartucho de la mención para explotar un pequeño vacío legal y sacarme de dentro una sensación que llevo arrastrando toda la feria. Porque a fin de cuentas a Death Stranding aun no ha jugado nadie, y por eso me consume esa corriente que habla de un teaser que “no enseña nada” y sin embargo ve con buenos ojos cientos de montajes intrascendentes sobre robots que se dan piñazos y gente que maneja el Maya y hace pausas para el café. Trailers y diarios de desarrollo bien repletitos de información que no escatiman en fechas, exclusividades de DLCs y lead designers mirando a cámara y hablando de features y modos de juego, y que sin embargo condenan al medio y al propio evento a ser poco más que una feria de automoción, una reunión periódica de mercachifles donde se nos indica cuándo y dónde dejarnos los cuartos en el siguiente ejercicio. Yo me niego en redondo, y por eso a Kojima hay que quererle. Es más, por eso es imprescindible.

Para empezar, porque el E3 es un juego en sí mismo, y agotada la santísima trinidad del megatón se me ocurren pocos cartuchos más efectivos que sacar a este señor diciendo «he vuelto». Y sonriendo, que ya era maldita hora. Y para seguir, porque puede que luego el juego sea un Zone of the Enders apócrifo, o un simulador de ambulancias, pero no creo que nadie en la sala pueda negar el impacto de una pieza que tiene sentido en sí misma, que es relevante por lo que cuenta, por cómo lo cuenta, y por negarse a ser un simple powerpoint vestido de bonito. Qué demonios, desde el día de la conferencia he podido verlo unas treinta veces, y ni siquiera soy especialmente fan de Metal Gear. A nivel de factura, el teaser de Death Stranding es desde ya el espejo donde debería mirarse cualquiera que pretenda hacer un tráiler de un videojuego, pero no es solo eso. No es su valor cinematográfico, ni esa música que dudo que nadie se haya podido quitar de la cabeza. Son los temas que trata, la sobriedad, la trascendencia, y el dejar entrever un futuro para el videojuego mucho mejor que el que yo veo todos los días. Un futuro en el que hay señores que no disparan porque están llorando. Es la pérdida. Es la humanidad. Si esto no es suficiente, definitivamente ya hemos perdido.

Si hay una regla que voy a intentar respetar a lo largo de toda esta lista, además de acotarla a cosas que haya podido probar de primera mano, es la de fijarme especialmente en juegos con un alto potencial para el desastre. No es una decisión caprichosa: al final todos sabemos que cosas como los RPG de roboces o las tribulaciones paternofiliales de Kratos van a funcionar como un tiro, y hay algo bonito en reivindicar los títulos que se la juegan, que salen al campo a empujar los malditos boundaries de verdad y que por los mismos motivos corren el riesgo de pegarse una bofetada de campeonato. Podría parecer que no es el caso de Titanfall, porque hablamos de una secuela y porque el deathmatch locuelo es un género de eficacia más que probada, pero tras el primer par de partidas creo estar en posición de afirmar que la historia tiene todos los boletos para repetirse; para volver a ser un choque de trenes a alta velocidad, un polvo rápido y primitivo en un área de servicio, una experiencia extrema que se consuma en semanas y deje un bonito paisaje sembrado de cadáveres y hierros humeantes.

Y esto no lo digo yo, lo dice la propia Electronic Arts, y una estrategia de publicación que condena al juego a verse las caras con la nueva entrega de Battlefield en un duelo fratricida en el que está bien claro quien es el favorito de papá. Y por eso no deja de tener su gracia que la carta de presentación de DICE sean los dirigibles y las grandes moles de metal: en Titanfall 2, un juego que despacha colosos mecánicos para desayunar, los verdaderos behemoths son las mecánicas, el compromiso casi militante con la velocidad, y un gancho, ese gancho, que esta vez sí tiene sentido, porque aquí también lo tendrían los parapentes y los aceleradores de partículas. Puede que Titanfall 2 no sea el futuro de los videojuegos, es más, puede que ni él mismo tenga futuro, pero solo sé que al salir necesitaba volver a entrar.

Y eso tiene que valer algo.

Si hacemos caso a esa teoría que habla de un modelo casi matemático para predecir la deriva de las opiniones del respetable hacia cada una de las entregas de Zelda, entiendo que a estas alturas debería haber algo parecido a un consenso acerca de The Wind Waker. Un juego que, para no romper con la tradición, las recibió de todos los colores en el momento de su lanzamiento, y al que el tiempo ha ido otorgando un status de culto basado en un aspecto gráfico inmortal, sí, pero también en ser un Zelda diferente. Un Zelda vacío, un Zelda coñazo, un juego en el que navegar durante veinte minutos de tiempo real sobre una textura azul con ribetes blancos era la norma y no la excepción. En su momento se habló de un error de diseño, y de un desarrollo apresurado que no permitió convertir aquel océano en un parque temático. Puede que fuera cierto, porque las mejores sorpresas suelen ser fruto de la casualidad, pero cualquiera que se haya caído de Mascarón Rojo y haya tenido que luchar contra el oleaje para volver a subir a bordo debería saber que aquello valía más que un centenar de mazmorras. Por lo que parece, Breath of the Wild es ese tipo de juego, y creo que es motivo más que de sobra para ir descorchando vino del caro.

Puestos a jugar a las comparaciones también me gusta acordarme de Shadow of the Colossus, otro juego con el que comparte grandes extensiones de terreno virgen y cejas levantadas porque no hay demasiado que hacer. Si ambos juegos trataban de algo era de ser pequeño, de estar perdido, y de un tipo de indefensión que no entiende de tutoriales ni iconos sobre un minimapa. Jugando a Breath of the Wild he sentido todo eso, pero sobre todo he sentido curiosidad. Una curiosidad que creo se había perdido bajo el peso de las convenciones de la propia saga, y que reservaba las sorpresas a ese par de segundos de intriga hasta que el cofre se abre del todo y levantamos un boomerang. No es poca cosa, desde luego, pero un juego que habla de explorar templos y descubrir tesoros nunca debería permitirse caer en la fórmula, y por eso detalles como el peso del rol o las armas que se deterioran no podrían importarme menos: si este Zelda plantea dudas, es porque ha tenido el valor de plantearlas. Puede que salga mal, y el ciclo de Zelda establece que así se recibirá. Sin embargo, es la otra posibilidad la que ahora mismo no me deja dormir por las noches.

Mención: The Last Guardian

Una fecha, eso es todo lo que necesitábamos para saber que la relación entre Trico y su pequeño compañero de aventuras, entre ese híbrido zoomorfo y su monumental prisión o entre Fumito Ueda y nosotros era real. Que viniera acompañada de un tráiler impecable en lo emocional, de esos que narran la estructura del cuento sin enseñar demasiado qué hay detrás de la cortina, no hace más que alimentar la idea de que vamos a sufrir tanto como vamos a disfrutar de esta montaña rusa emocional. Una para la que seguro no estamos preparados, pero que llevamos esperando lo que parece toda una vida.

De todas las obras que han ido replicando las ideas de supervivencia y relaciones paternofiliales que Cormac McCarthy presentó en La Carretera, igual la del bigardo espartano de piel ceniza y tatuajes de Honda Civic en Valencia era la última que esperábamos. Me gustó la sorpresa, confieso, casi tanto como su familiar contundencia y lo grandilocuente del entorno: En lugar del clásico “mete mecánicas de otros juegos populares”, Sony Santa Mónica apuesta por una reinvención total de personaje, género y, presumiblemente, tono; sin sacrificar por ello características clásicas de la saga como un portentoso apartado técnico. Todo dependerá, supongo, de hasta qué punto estamos dispuestos a creernos su intención de llevar el espectáculo vacío de los primeros a un nivel de implicación emocional y madurez superior. El reto está ahí, y aunque al final resulte ser otra excusa barata para diezmar un nuevo panteón de dioses, aplaudo que el primer gran enemigo al que vaya a enfrentarse Kratos sea él mismo.

Me consta que hay gente a la que no le hace especial gracia South Park -ya, YA- que cree que la presentación de The Fractured But Whole fue excesivamente larga y tediosa; y yo no puedo evitar preguntarme si, como le sucedía precisamente a Cartman en uno de los episodios de la serie, han perdido la capacidad de reírse por haber visto un humor tan básico y a la vez tan fino como el que representaban aquellas personas con culo en vez de cara. Trey Parker y Matt Stone no la han perdido, eso seguro, y su presentación fue tan impecable como irreverente; una demostración de mala baba, pero también de saber mejor que nadie cómo pasar de un medio a otro sin que la obra original pierda impacto o consistencia y cómo fotografiar la realidad actual a través de una lente aparentemente boba. South Park sigue riéndose de todo y de todos, demostrando una vez más que la historia está por encima de cualquier añadido, siempre con cabeza, que puedan haber metido en esta nueva entrega. El día D la vamos a armar; el día D, a disfrutar.

Un adalid del videojuego descerebrado, un perfecto representante de la fantasía de poder adolescente, reconvertido en señor de mediana edad atormentado por la responsabilidad paternal y el peso de un pasado muy loco. Un cambio radical en el planteamiento y la dinámica: el hack and slash reducido a un complemento limitado dentro de una aventura de voluntad narrativa y aires contemplativos. Al principio me parecía de lo más ridículo, pero cuanto más pienso en ello más sentido le veo: los God of War de siempre como pasado jugable de un personaje que ha envejecido y cambiado, la ultraviolencia de sus genocidios cósmicos como un vestigio del que Kratos trata de huir en busca de la calma y la vida sencilla. Un Rambo en Acorralado, herido en la capacidad emocional e inhabilitado como ser social, en una lucha más trágica que épica por escapar de sus propios actos, de su furia legendaria y sus cadenas arrancadas. El único pero es que nos quedamos sin un paradigma andante de su propio género, ahora en busca de otros horizontes, y nos deja huérfanos de una experiencia que la nueva generación prefiere abandonar en el asilo, balbuceando cosas que ya nadie entiende, encorvado en un sillòn que ya ocuparon muchos otros antes que él. El nuevo God of War es efectivamente nuevo en un sentido dramático de la expresión. Es ley de vida, como dicen los resignados.

El tráiler me hizo sentir como un monstruo, un tipo al que ya nada le conmueve. A estas alturas, y escuchando la opinión de Pep al respecto, creo que la culpa fue más del tipo que editó el vídeo promocional que mía, porque lo cierto es que estaba hecho con el maldito culo. Ese pequeño brote de autismo inducido se desvaneció con los primeros diez minutos de gameplay de The Legend of Zelda: Breath of the Wild, y concretamente con dos elementos que me volvieron loco: la manera de cocinar, arrojando verduritas e ingredientes al caldero, era de las cosas más bonitas y adorables que se han hecho; y el otro, las gloriosas explosiones, brillantes y coloridas que simbolizan perfectamente el espíritu de Zelda: la belleza y el amor incluso en la violencia. Me va a seguir escociendo en el corazón erradicar de la faz de la tierra a ciertas criaturitas encantadoras que no hacen daño a nadie, pero la propuesta de un mundo abierto ambientado en el universo de Link, y sobre todo esa conexión permanente a través de referencias con los anteriores juegos de la ancestral franquicia, es algo demasiado grande y demasiado importante como para ignorarlo. Me atrevería a catalogarlo de histórico, y aun con la espinita clavada de ver la que al parecer será la versión inferior frente a la de NX que debería lucir el máximo esplendor de Breath of the Wild, la seducción de lo mostrado es capaz de traspasar los límites de la tecnología, las especificaciones técnicas, los texels, los voxels y los teraflops. Al fin y al cabo, eso solo son números.

Un episodio de South Park se hace en mucho menos tiempo que los de otras series de animación: al contrario que otras series, cuyos capítulos exigen muchos meses de trabajo, Trey Parker y Matt Stone pueden permitirse producir un episodio en una semana o menos, y destacar por la actualidad de sus temas. Es conocido el episodio en el que usaron el discurso, pronunciado menos de 24 horas antes de la emisión de la serie, con el que celebró Obama su victoria en 2008. Quizá por eso resulta tan apropiado que The Fractured But Whole, que por necesidad no puede ser producido en una semana, trate sobre los faraónicos planes de la Marvel cinematográfica, con sus detallados planes de lanzamientos y la dosificación calculada de sus distintas líneas argumentales y superhéroes a lo largo de los años: Parker y Stone tienen que adaptarse a esa realidad cuando trabajan con la industria del videojuego, sin duda uno de los referentes empresariales de Marvel, y me parece brillante que el juego hable precisamente sobre el cisma que se produce en el grupo de amigos del pueblo South Park, en ese momento jugando a los superhéroes (también es brillante la manera en que devuelven al protagonista, al jugador, al punto de partida: todo lo que ocurrió en La vara de la verdad se anula porque ya están jugando a otra cosa), cuando Cartman planifica por su cuenta una serie de películas y la mitad de la cuadrilla no está de acuerdo con su propuesta. Una especie de Civil War que toma como punto de partida no el disfrute pasional de las aventuras y dilemas que proponen las ficciones de superhéroes, sino la explotación económica de las marcas y licencias: antes el enemigo era el Mal o la Injusticia o la Intolerancia, y con esa copla nos quedábamos, pero hoy el único enemigo es el no aprovechamiento de las capacidades económicas del fruto de nuestra imaginación, que ha de venderse y comprarse como cualquier otra cosa; precisamente de eso va el E3, y me encantó la forma en que el nuevo juego de South Park mostró, aunque no de manera explícita y formando parte del problema, lo ridículo de la preocupación tremenda de los aficionados por las cuentas y la mercadotecnia, y lo poderoso de las pasiones llega a despertar, que pueden incluso romper los vínculos humanos más fuertes. Todo esto con chistes de pedos.

«¿Para qué queréis teraflops, en serio?» Esto lo dijo mi compañero Pep con el corazón en un puño mientras en la conferencia de Sony emitían el tráiler de The Last Guardian con el que anunciaron la muy esperada fecha de lanzamiento. Ha sido un camino largo y lleno de dificultades; no ha sido el tipo de desarrollo medido y mediático al que estamos acostumbrados, y por eso en más de una ocasión no hemos sabido cómo pensar en lo último de Fumito Ueda, el juego llamado a completar la trilogía que iniciaron hace ya unos cuantos años los impagables Ico y Shadow of the Colossus. Los teraflops los queremos para muchas cosas, pero me temo que se quedan fuera de plano cuando queremos hablar de los intereses de Ueda y familia. De momento creo que no necesito más que lo poquito que he visto, lo no tanto que he leído (lo que comentaba Ueda sobre la relación entre el niño y Trico, por ejemplo, me pareció tremendo) y lo mucho que he estudiado, como todos, el trabajo previo del diseñador para estar emocionado con este juego, uno de esos que pueden permitirse trabajar fuera de las corrientes habituales y desmarcarse para intentar hacer otra cosa. Que sí, que han sido muchos años, que hay dudas, que puede pasar de todo; personalmente, no es mi intención dar la murga para convencer a nadie: solo quería dedicarle unas líneas para dejar constancia de que por aquí queremos (necesitamos, incluso) a Ueda, y no a los teraflops.

Mención: The Last Guardian
Evidentemente, a lo próximo de Fumito Ueda y genDESIGN le tengo más ganas que a ningún otro juego. No se puede competir con la magia de The Last Guardian, con ese camino largo y tortuoso que está a punto de convertirse en una historia para contar a los nietos. Sin embargo, tengo varias razones para dejar a Trico y al chavalín fuera del podio. La primera, claro, que un precioso tráiler y una esperadísima fecha no son lo mismo que una jodida resurrección —lo que dije sobre aquello el año pasado sigue valiendo hoy. Por otra parte, y yo soy aquí el primer sorprendido, no he querido ver ni leer nada más sobre la presencia del título en Los Angeles; en el vídeo de la conferencia, además de gas lacrimógeno, había un spoiler. Durante unos instantes, la emoción se volvió miedo. Ni hablar. Por ahí sí que no paso, llevo demasiado tiempo esperando esto. Me he propuesto muchas veces hacer eso que los anglosajones llaman media blackout, lo de evitar cualquier tipo de información que le pueda fastidiar a uno la partida. Esta vez estoy convencido de que lo voy a lograr porque, insisto, no hay nada comparable a The Last Guardian.

En 2015 quedó algo eclipsado, me temo, entre tanta reaparición sonada y la apoteosis final de Uncharted 4. Esta vez, ni Kratos ni Kojima han podido con él: lo nuevo de Guerrilla Games, con un gameplay incluso mejor que el de la última vez, me pareció lo más destacable en la conferencia de Sony.

No sabría decir, a falta de probarlo, qué tiene de especial Horizon: Zero Dawn. Quizás es justamente eso lo que me atrae: no deja de ser un título convencional, con su mundo abierto, su crafteo y sus mierdas impuestas por las modas y el mercado. Y sin embargo, también parece querer recordarnos que hacer un juego para gustar, una superproducción tan tocha como la que más, no significa necesariamente tirar de plantilla y renunciar a toda idea propia. En lo visto por ahora de Horizon se intuye cierta personalidad, un poquitín de ese desparpajo propio del que hace algo que le gusta y que suele traducirse en algo que por aquí nos encanta: aquello de ser muy videojuego. Hace falta esa confianza para lograr que aceptemos la premisa de los tecno-cavernícolas contra los ciber-dinosaurios.

Está la cosa mu mala, como diría el maestro Chiquito, para los aficionados al hack’n slash. Que God of War haya abandonado el género debería darnos alguna pista, pero es al pensar en Platinum Games cuando se encienden las alarmas: este será su segundo año sin lanzamientos verdaderamente imprescindibles.

Y aunque Hidei Kamiya la puede liar con Scalebound, claro, de momento es NieR: Automata el proyecto que parece tener todo lo que tanto echamos de menos. Es principalmente todo una cuestión de velocidad, me atrevería a decir. Veo muchos juegos de acción demasiado lentos, medio apollardaos, y es algo con lo que no puedo. Con los combates de NieR se siente esa chispa, esa colleja a la parte del cerebro a la que tanto le gusta esquivar, disparar y pegar espadazos. Quiero creer que esta extraña colaboración va a funcionar, porque lo que espero de Yoko Taro —el señor que dirige todo esto con su demencial pecera en la cabeza— es lo mismo que espero de Platinum: que nos espabilen a todos un poquito. A hostias, por supuesto.