Los mejores juegos de 2015

Cuando terminé The Beginner’s Guide me dio la sensación de haber jugado mi primer documental interactivo. Pero no era eso exactamente. Parecía una carta abierta, o quizá un psicoanálisis en primera persona. Lo que estaba claro es que The Beginner’s Guide es Davey Wreden, uno de esos desarrolladores a los que se puede llamar autor con el mismo rigor con el que usaría el término un crítico literario. Otro Jenova Chen, otro Fumito Ueda. Y lo demuestra precisamente con su segundo juego. Si The Stanley Parable fue un comentario sobre los videojuegos y su público, The Beginner’s Guide lo es sobre el proceso creativo. Aunque no desde un punto de vista impersonal, sino desde la angustia más sincera. Esa clase de humanidad es lo que distingue la expresión artística del producto vacío, o un juego corriente de uno excepcional.

Siempre he sido algo conservador en esto de los videojuegos, pero en un 2015 marcado por cambios personales me apetecía variar también eso, así que he dedicado más tiempo del que suelo a experimentos algo alternativos, como Undertale. Llevamos años diciendo que los juegos de rol tradicionales están en plena decadencia para que ahora llegue Toby Fox y nos haga una peineta.

Después de todo, parece que al rol no le hacían falta gráficos realistas o sistemas de combate excesivamente complejos. Bastaba con coger lo de siempre, darle una vuelta y presentarlo con una buena dosis de humor, mucha inteligencia y referencias constantes al género y a la propia industria.

Cuando Hotline Miami derribó la puerta de una patada en otoño de 2012 y nos reventó la cabeza de un escopetazo antes de que pudiéramos decir “careta de pollo”, muchos tratábamos de buscar los referentes visuales en los que se había cocido aquella obra maestra. Que si Smash TV, que si la película Drive, que si no sé qué arcade con vista cenital. Tres años después, ya nadie piensa en las obras que inspiraron el juego de Dennaton, sino que hablan de Hotline Miami como fuente de inspiración para cientos de juegos independientes. Esa es la gran baza del original y una secuela, Hotline Miami 2: Wrong Number, que a los fans del primero no nos ha pillado tan desprevenidos como aquella vez pero sí se ha sabido mostrar tan exuberante en términos de narración, de diversidad mecánica y de capas tácticas que nos ha vuelto a estallar en la cara gracias a esa capacidad de hipnotizar al jugador con sus colorines, sus historias delirantes y sus ejecuciones ultraviolentas.

Creo que Hotline Miami 2: Wrong Number es precisamente eso: un referente sobre todo estético y un juego que, con los mismos defectos heredados y ni uno menos, ha prolongado la sombra de una franquicia que es todo lo que debería proponerse un indie: original, atrevido, divertido y totalmente gamberro.

Cada año hay un juego que, mejor o peor, me mantiene varias docenas de horas pegado al mando, que me hace pensar en su inventario o sus monstruos mientras finjo que escucho a mis amigos. Este año ha sido The Witcher 3: Wild Hunt, y no le puedo negar este reconocimiento.

Robert Yang es el creador del año, y Cobra Club es su juego más rotundo hasta el momento. La suavidad con que encaja todas las piezas es sublime: es un juego sencillo sobre hacerse dick pics (autorretratos de la polla propia) y compartirlos con otros miembros de una comunidad dedicada a ese arte concreto, y por ser sobre justo eso es también un juego sobre la vigiliancia gubernamental en la época de Snowden y la NSA, y sobre cómo nos presentamos ante el mundo en el siglo de internet y las redes sociales. Cada vez más juegos, y creo que es una alegría, nos hablan sobre lo que hay a nuestro alrededor, y sobre cómo nos relacionamos con él. Robert Yang, autor indómito y no siempre comprendido (su siguiente juego, Rinse and Repeat, también de 2015, se dio de morros con toda la estupidez del internet que intentaba proteger en Cobra Club: sus reseñas más profundas no pasaron del «es un juego para mariquitas sobre frotarle la espalda a un maromo», entre risas, y se prohibió retransmitirlo en Twitch), es único: porque no todo el campo es mecánica y high score, Cobra Club es uno de los juegos que más me han marcado este año.

También me apetecía colar una polla en la lista de mejores juegos de 2015.

Hay algo en ciertos plataformas de Nintendo que me resulta demasiado atractivo como para no prestarles un poco más de atención que al resto. Recuerdo haber hablado de Captain Toad (uno de los juegos que quise destacar de 2014, quizá para hacer hueco para Yoshi, sin saberlo, en la lista de 2015) y de cómo me hizo tan feliz que habría sido poco honesto no reconocerlo; con Woolly World me pasa lo mismo. A menudo se da por supuesto el plataformas; es un género, al fin y al cabo, sobre poner a un muñeco a pegar brincos por cualquier sitio. La propia Nintendo cayó en el error de subestimar al género con Yoshi’s New Island, un juego ramplón que parece igual que Woolly World pero que es todo lo contrario: aprovechando la flexibilidad del salto de Yoshi, aquí se nos presenta una colección de niveles diseñados con precisión de relojero que se permiten apostar todo a una sola carta (la exploración y recolección de diversos ítems psicodélicos: flores, diamantes de colorines, sonrientes ovillos de lana) porque pueden, básicamente. Porque pueden. De vez en cuando vuelvo a jugar algún nivel concreto, a pesar de que los conozco ya todos al dedillo, para ver otra vez todos los engranajes en movimiento. Es un oasis.

Ha sido un año extraño para Nintendo. Uno sin Star Fox, sin The Legend of Zelda y sobre todo sin Satoru Iwata. Hemos hablado más sobre su futuro, con NX y no sé qué para móviles, que sobre los trámites del presente. Con todo, ahí están Splatoon, Yoshi y sobre todo –2 de enero en Europa, dice Wikipedia– Captain Toad: Treasure Tracker.

El champiñón con mochila es quizás el mejor ejemplo de lo que toca ahora: enfocar algunos proyectos de otra forma, hacerlos más pequeñitos, sin renunciar al encanto, a las ideas y a los mensajes que se desprenden de esa forma, la mejor forma, de entender la industria. Captain Toad es el juego más puro, inocente y bonito que he jugado en estos doce meses; es de agradecer que nos recuerden hasta qué punto importa todo eso.

Sorprende que sea From Software, ese estudio al que todavía no le sale la animación de correr y se conforma con 17 fps, quien le haya sacado más partido a esta nueva generación. Bloodborne puede no ser la mayor virguería técnica, pero sí es el juego que mejor ha sabido rentabilizar la potencia extra de PS4; está toda al servicio de una ambientación eleva al cubo lo que ya era magnífico en los Souls. Durante los inquietantes paseos por Yharnam, uno cree incluso sentir ciertos olores. A ceniza y a sangre.

Hidetaka Miyazaki y compañía, genios tozudos, alargan su lista de triunfos con mecánicas especialmente acertadas y un diseño de armas que está, por fin, a la altura de las imponentes bestias que esas mismas espadas cazan. La necesaria dosis anual de inteligencia pura y dura.

Llevo un buen tiempo viviendo entre partidas de Nuclear Throne, algo que me llena de orgullo y satisfacción. Y es que ahora que la adición solo interesa por codicia, por lo fácil que es convertirla en dinero, hay algo de reinvindicación en lo de quemar horas con el que engancha –joder, si engancha– por la única razón válida: por ser un maldito juegazo.