Este artículo pertenece al estudio sobre estética y videojuegos que está realizando Antonio Flores Ledesma. La primera parte de la serie «Enfoques» se puede leer aquí.
Hasta ahora, en esta serie se han explorado conceptos estéticos (tanto filosóficos como videolúdicos) más o menos generales, intentando cubrir un espectro amplio. Esta vocación de universalidad es algo característico de nuestra forma de pensamiento: establecer marcos amplios para tratar de cubrir el rango máximo de experiencias. Pero, como sabemos, esta intención no es ni inocente ni neutral. La vocación de universalidad tiene normalmente una posición focal desde la que piensa, una posición privilegiada que se suele sentir como hegemónica, como lo normal y la norma, olvidando muchas cosas por el camino —vamos a asumir que por ignorancia, y no por malicia (aunque suele haber malicia también)—. Desde hace tiempo se está tratando de dar voz a esto que la universalidad deja por en las cunetas y, aunque los pasos son lentos, hay avances.
Lo mismo se puede decir de los videojuegos, de cómo se habla de ellos, de cuáles se habla, o de qué se habla cuando se habla de videojuegos. Aquí gozamos de una pluralidad mayor, gracias a una diversidad mucho mejor articulada temática, formal e incluso políticamente (por la intersección de videojuegos y sociedad), pero siguen dominando, como siempre, las novedades del mercado copado por un puñado de grandes compañías que marcan la agenda y el gusto. Incluso la tendencia en la reflexión pública no puede evitar seguir los patrones marcados por la actualidad y por sus propias querencias internas (al final, yo hablo de lo que hablo, y no tengo tiempo para tener en cuenta otras cosas porque la vida es dura). La pluralidad que se ha querido marcar en estos textos responde más a una intersección temática que a una ruptura, y he seguido, en términos generales, «lo que marca el manual de la estética».
Es lamentable que los tres temas que voy a tratar a continuación queden tan recortados, pero no considero que haya profundizado suficiente en ellos como para sentirme cómodo desarrollando las cuestiones (de momento). Sin embargo, espero que, en estas notas finales, abran espacios de reflexión (a falta de una despedida pendiente).
Disidencias del disfrute
Ha sido en todo momento ineludible la dimensión lúdica del videojuego —no en vano, se trata de «juegos»—, aunque parecía haber fricciones cuando se ha tratado su relación con el arte. La diversión o el disfrute —homologamos de nuevo ambos términos— son una extensión del juego como entretenimiento. La pregunta es: ¿es concebible un videojuego que no sea divertido ni disfrutable? Bonnie Ruberg, en su trabajo No Fun: The queer potential of video games that annoy, anger, disappoint, sadden, and hurt, lleva esta cuestión hacia las cuestiones políticas de la diversión, y de abrazar experiencias de juego caracterizadas por «no divertir». En otros espacios, se habla de un «entretenimiento significativo», que trata de superar el foco sobre la gratificación hedonista del consumo; pero sigue siendo entretenimiento. Se crea un aparente oxímoron porque parece que lo significativo se tiene que hacer entretenido, pero este es un falso dilema, porque se hace depender de lo que entendamos como «significativo» y de lo que nuestro marco intelectual o sensible incline hacia lo divertido o no divertido. Incluso es preceptivo que los llamados serious games sean «divertidos», para enganchar a quien juega.
La cuestión que se resalta es que la diversión no es nunca «sólo diversión», sino que está mediatizada por la historia, la cultura, el género, etc. La experiencia de lo divertido es personal, pero es una construcción social y, por lo tanto, inevitablemente política. Es interesante observar cómo se ha dado en los videojuegos una crítica a estos modelos generales en los últimos años. Ruberg relaciona el rechazo a lo divertido en el videojuego como un rechazo a la heteronormatividad, en sintonía con una crítica a la relación con el propio cuerpo, con la forma en que la cultura hegemónica impone formas de acción, y que suponen fórmulas disruptivas contra esta misma y en contra de un «placer impuesto».
Los ejemplos más claros pueden ser los juegos de Robert Yang, que parten de una crítica a la forma en que se representa y se reconoce la homosexualidad, jugando con los tabúes. En The Tearoom (2017) hacemos cruising en unos aseos públicos de los años 80, pero en vez de penes hay armas de fuego por genitales, porque está mucho más aceptado públicamente mostrar armas de fuego que genitales; Radiator 2 (2016) es una colección de minijuegos donde, por ejemplo, se sustituye muy incómodamente el orgasmo por la conducción de un coche; o, más recientemente, en Logjam (2022), somos un fornido leñador que corta madera y gime. Pero no sólo se trata de este tipo de obras: un videojuego que me sigue pareciendo una genialidad que no ha tenido igual es Everything is going to be ok (Nathalie Lawhead, 2017). Es un juego, pero no hay nada en él que se pueda considerar divertido. Es un juego sobre la depresión, con pequeñas pantallas expresionistas y dolorosas. Es un juego —que, por cierto, cumplió el mes pasado 6 años— sobre la salud mental que destroza cualquier discurso sobre la salud mental.
Ruberg dice que la «no diversión» trata sobre la diversidad. Los principios monolíticos acerca de lo divertido promoverían perspectivas reaccionarias, cerrándose a voces silenciadas y marginalizadas, que por lo general también están fuera de la «normalidad cotidiana» (porque la sociedad los echa fuera). Moverse más allá de la diversión se abre a las posibilidades de lo queer (en su sentido amplio). Integrado en el diseño, la «no diversión» aparece como una forma alternativa y disruptiva de desarrollo de videojuegos, cambiando su dirección y sus patrones, incluso, en la forma en que se insertan en el mercado. Y esto implica mucho más.
Acceso sensible no normativo
Según Xbox, hay 400 millones de aficionades a los videojuegos con algún tipo de problema de accesibilidad al medio. Esto no quiere decir que haya 400 millones de personas que no pueden coger un mando de consola; los problemas de accesibilidad son diversos, y van desde problemas menores de visión a cuestiones de motricidad (espero que hayáis sido más inteligentes y lo hayáis supuesto de inicio antes que yo teniendo que hacer esta nota por si acaso). El rango que cubre las necesidades de accesibilidad del medio es muy amplio, y solemos olvidarlo o relegarlo a esas opciones raras que tienen los móviles. Tiene que ver tanto con el software como con el hardware, tanto con utilidades dentro de los programas que adaptan el apartado visual para daltónicos como mandos especiales o diseñados específicamente para las necesidades de usuario que sean. ¡O ni siquiera hay que pensar en personas con diversidad funcional! Una persona mayor con artrosis va a tener las mismas dificultades, y las formas normativas tanto de acceso como de gameplay no están pensadas para este tipo de público. No sólo implica una forma diferente de tener una experiencia videolúdica, sino que apunta a un área de la sensibilidad diferente al de la universalidad estética pretendida hasta ahora.
Esto ya se ha tocado al hablar de la cuestión de la propiocepción al hablar muy someramente de la ceguera. El caso es que tenemos una versión normalizada de interactuar con el medio; lo entendemos en una relación que tenemos a través de las manos con teclado o mando; lo tenemos a través de la vista (sobre todo, aunque también oído) y lo que se nos muestra en una pantalla. Pero, y esto ya se ha comentado, la forma en que nos relacionamos con el medio también forma parte de un sistema de sensibilidad completo, que asumimos como natural, como el sistema que es el adecuado para disfrutar los videojuegos. Sin embargo, dado que no existe tal «normalidad física» que cree una homogeneidad perceptiva, pretender que un único sistema perceptivo mediatice la relación con el medio es dejar fuera a muchísimas personas que, además, se ven excluidas por lo general del medio social. Porque también afecta a la salud mental, a reducir el aislamiento social, a mejorar las oportunidades y el catálogo de experiencias del mundo.
Sin embargo, sobre este tema no puedo aventurar mucho más. He encontrado multitud de opciones de hardware adaptado para mejorar la accesibilidad de personas con problemas motrices, sobre todo, aparte de la multitud de opciones in game que ya conocemos , sobre todo para temas visuales. Pero no he encontrado ningún videojuego diseñado pensando en la accesibilidad. Sí que los hay, pero son diseños exclusivos para personas con algún tipo de diversidad funcional, no videojuegos generalistas que, además, están diseñados bajo patrones de accesibilidad. Hay, por ejemplo, una versión de Minecraft para jugar sólo con los ojos, pero sigue siendo una versión. (Es un buen momento para compartir vuestra sapiencia, que seguro que conocéis alguno). Sin embargo, sí he encontrado multitud de asociaciones dedicadas a la inclusión en el ámbito de los videojuegos, como The AbleGamers Charity, que dedican una labor inmensa encontrando soluciones de accesibilidad para diferentes individuos, recopilando diferentes soluciones y asesorando a desarrolladoras para hacer sus obras más accesibles.
Diversión más allá de Occidente
Finalmente, aunque no por ello menos importante, ni siquiera el último tema a tener en cuenta, se encuentra una ampliación de esta alteridad en la sensibilidad que se reclama desde la crítica a la percepción normativa. Con justicia, se me ha imputado que mi perspectiva es eurocentrista: tanto los autores citados como los temas desarrollados se enmarcan en la tradición de pensamiento occidental, que privilegia cuestiones eminentemente cognoscitivas (de ahí mi reclamación de volvernos hacia la sensibilidad, así que aquí, bien), por lo general formalista (estableciendo marcos universalistas pero que, como se ha señalado, deja a mucha gente fuera), y, en términos de contenidos, centrado en perspectivas heteronormativas, masculinas y blancas. Es cierto que estas son las bases de mi pensamiento, y claro está que me revuelvo constantemente contra él (y me escudo en las aspiraciones, de nuevo, universalistas, de la tradición, que no veo tan negativas). En cualquier caso, la tendencia es imponer —aunque sea informalmente—, nuestros modelos a espacios diferentes al nuestro, acallando, de nuevo, voces que no entran en la norma.
Aquí hay dos posiciones diferentes. La primera es la adaptación de los discursos de disfrute, los discursos estéticos y los discursos lúdicos a los marcos occidentales, porque precisamente son de los que disponemos. Esto es falsario, porque hace suponer que no ha habido desarrollo autónomo de videojuegos en otros lugares que Occidente (por ejemplo, la producción videolúdica soviética, aunque al final no sea tan diferente de la nuestra), y porque hace suponer que todo lo hecho en Occidente es genuinamente occidental (y no estoy pensando en los aportes japoneses que, en el marco del mercado, se asimila a «Occidente»). En cualquier caso, con las herramientas a nuestra disposición, se hace cada vez más un esfuerzo de adaptar experiencias no occidentales a estos modelos, que suponen intentos muy importantes no tanto de trasladar y comunicar a Occidente estas realidades, sino que es una forma de encontrar o devolverse la identidad silenciada mediante las herramientas del opresor. Ahí tenemos ejemplos muy conocidos como Never Alone (Kisima Ingitchuna) (Upper One Games, 2014), que se desarrolla en torno a la mitología y la cultura inuit en una historia narrativa de plataformas; o algunos más nuevos y menos conocidos, como The Wagadu Chronicles (Twin Drums, 2022), un MMORPG basado en la mitología y la cultura africana (sí, así en general, aunque especialmente la cultura yoruba). Hay muchos ejemplos de estas intersecciones: por ejemplo, Antonio César Moreno, desde el videojuego político, ha señalado muchos elementos cotidianos del videojuego usados con motivos propagandísticos por países como Irán, China o Rusia.
La segunda posición es la exploración de una sensibilidad genuinamente no occidental. De momento se ha hecho un catálogo de ideas que se relacionan con los contenidos de la experiencia, no con una experiencia misma que sea antropológicamente significativa en un contexto diferente al occidental. Es decir, surge la pregunta: ¿cómo se juega fuera de Occidente? ¿Es su disfrute diferente al nuestro? ¿Cómo se entiende la diversión más allá de nuestro marco occidental? En términos generales, por lo que yo sé, existen unas bases antropológicas comunes a todos los seres humanos que establecen una estructura general del juego; pero, claro, esas bases se han establecido por lo general desde Occidente, por muy sensibles a la diversidad que fueran los autores. Aquí es donde yo termino en este espacio, porque la sensibilidad extra-europea se escapa, de momento, de mi ámbito de estudio. Pero son interesantes algunas propuestas que intentan dar forma a una forma de pensar, sentir, o hacer, diferentes a las occidentales. Ahí están las «epistemologías del sur», que buscan establecer un marco de pensamiento diferente del europeo pensando desde el sur. Esto es una vía abierta, de momento, y os animo a buscar alternativas.
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