A propósito de PsychOdyssey

Jugar, trabajar, vivir

La odisea de dedicarte a lo que amas
o
el apocalipsis de Tim Schafer,
en tres escenas

Llevo casi un año sin saber cómo empezar esto. Sea por aquí. Hay tres escenas:

ESCENA 1

Es invierno de 2023 y ver PsychOdyssey me ha dado ganas de dejar mi trabajo. La espalda culebreando en el sofá diminuto, irán ya tres o cuatro episodios seguidos: la serie documental, que registra más de seis años en las vidas de los integrantes de Double Fine, el estudio de videojuegos capitaneado por Tim Schafer, tiene ese poder. Dejo de trabajar para mirar cómo otra gente trabaja. Por momentos, casi parece que lo disfruten.

Iván Bunin, el primer escritor ruso en ganar el Nobel de Literatura, acudía a Chéjov cuando se encontraba falto de inspiración y apenas escribía. Chéjov le respondió una vez: «Hace mal. Lo esencial, como sabrá, es trabajar toda la vida sin cesar». Me pregunté, nos pregunto: ¿no hay otra manera de relacionarse con los trabajos creativos, con los oficios que también son vocación, que esa? ¿Trabajar en videojuegos es por definición jugar-a-trabajar, currar divirtiéndose? ¿Será por eso que sonríen tanto en PsychOdyssey?

En una entrevista, el filósofo italiano Bifo Berardi se pone del lado de Chéjov, aunque se cuida de distinguir enseguida los dos significados del término trabajo que operan cuando media la pasión: «Es una palabra doble que significa actividad libre y actividad obligada, o trabajo asalariado, que implica una sumisión. Yo detesto todo tipo de actividad que obligue a trabajar ocho, diez o doce horas al día para ganarse el pan, y al mismo tiempo me gusta muchísimo lo que hago cotidianamente y nadie me impone. Soy un gran trabajador».

El párrafo anterior podría figurar punto por punto en los estatutos de Double Fine. No lo digo yo: lo reproducen por igual, a lo largo de las más de quince horas que dura la docuserie, empleados, jefes y personal de recursos humanos de la empresa. El mantra está por todas partes, sale a colación cuando la moral decae, hace de apósito frente a obstáculos insalvables. Trabajar en Double Fine no es trabajar. No, al menos, el aburrido y alienante trabajar de la segunda acepción. Es otra cosa.

La sustancia que facilita tal alquimia, el ingrediente extra que convierte los trabajos culturales o creativos en esa otra cosa, tiene nombre: entusiasmo. Solo ante los ojos cansados de los y las trabajadoras entusiasmadas puede colar que la dedicación —ese fantasma—, la perspectiva de contribuir a una obra de arte, esto tan importante que estamos creando aquí entre todxs, pase por encima de la salud, de los derechos laborales, de la gestión responsable y empática, del tiempo particular y de la existencia al margen de la oficina. Del vivir. El entusiasmo permite la sustracción de otras demandas: trabajar en lo que amas, meter cabeza por fin en una industria tan estimulante como la del videojuego, ha de ser en sí mismo compensación más que suficiente por las molestias; en la mera oportunidad, en tanto disfrute previsto, está implícito el pago.

Para la ensayista Remedios Zafra, autora de El entusiasmo (2017), las condiciones de esta dominación particular de los apasionados —sustentada en un mito que es clasista y machista— se agravan en la era digital. Según la escritora, a las barreras económicas que impiden el acceso a, o convierten en calvario, oficios por otro lado codificados en términos de cuidado y entrega incondicionales, les han crecido espinas nuevas. Ahora, trabajar en la cultura digital implica también exponerse y autoproducirse en red, medirse la influencia, competir más ferozmente, si cabe.

James Marion es uno de los personajes más hipnóticos de Double Fine PsychOdyssey. El desarrollador —responsable del indie musical Peter Panic— llega novato al estudio de Tim Schafer en plena concepción de lo que acabará siendo Psychonauts 2, el desarrollo más ambicioso de la historia de la compañía. Como confiesa a cámara al final del viaje, Marion no quería ningún puesto de trabajo en la industria que no fuera este: el sueño no de trabajar en videojuegos, sino únicamente de trabajar en Double Fine, de no-trabajar o hacerlo como solo lo hacen allí, a la sombra de un mito como Schafer, creativo despreocupado por antonomasia. Fichar en la fábrica de Willy Wonka.

Desde que lo contrataron hasta que se incorporó realmente a la oficina, Marion vio tres veces Double Fine Adventure!, una especie de primera parte de esta última docuserie lanzada en 2015 para explicar al mundo el proceso de desarrollo del anterior título del estudio, Broken Age. «Esa probablemente sea la razón por la que este otro proyecto ha sido tan difícil», confiesa al final de PsychOdyssey, seis años después. «Había una disonancia cognitiva. Me había hecho una idea de cómo sería trabajar en Double Fine, y mi trabajo no ha sido así».

En otro de tantos capítulos vistos en horario laboral o a deshoras, jeringazos de entusiasmo a costa de la tranquilidad de la jornada siguiente, anoto una intervención de Naoko Takamoto, quien, en el penúltimo episodio del documental, toma el mando como lead producer después de que el anterior se marche por diferencias con Schafer —que son en realidad, casi todas las veces, diferencias del propio Schafer con el mundo de lo plausible—. [«Debido a la naturaleza de mi marcha y a mis conversaciones con Tim, voy a ser muy políticamente correcto en esta entrevista», dice Andy Alamano en su última declaración en PsychOdyssey.] En la recta final del desarrollo de Psychonauts 2, cuando expresa dudas más que razonables sobre la gestión del proyecto, Takamoto se enfrenta a una vocecilla. La vocecilla es la misma que en cualquier otro entorno de trabajo creativo o cultural liderado por el mismo estereotipo del genio incontrolable, y dice: eso es ni más ni menos que lo normal cuando trabajas en un juego de Tim Schafer.

Lo normal aquí, pero también en un rodaje, en las tablas de tarifas de un periódico, en los pasillos de un departamento universitario o en el estudio de Tom Sachs, nombra una especie de sentido común interno, la forma más retorcida y poderosa de reproducción de la violencia. Trabajar en Double Fine es así, desolado realismo, no hay alternativa. «Suena gracioso», cuenta Takamoto en la docuserie, «pero cuando quedan tres meses para entregar el juego deja de ser gracioso». La psico-odisea de Double Fine arriba inevitablemente al apocalipsis de Tim Schafer; al menos, a un apocalipsis de concepto que es por extensión el de todos los Tim Schafer de la industria. El devenir ruina de todo un modelo de trabajo creativo. Ruinoso no significa demolido, y PsychOdyssey está tan lejos de ser una hagiografía como de ejecutar cambio ninguno sobre la forma de trabajar del estudio. Pero el fantasma está a la vista.

Y el fantasma es el mismo fetichismo que convierte siempre cualquier obra de creación en mercancía, esto es, que la separa de su —seguramente tortuoso— proceso de producción para presentarla como un producto final derivado de nada más que sí mismo, como aparecido por generación espontánea. Una carátula aislada en una tienda virtual que no es pariente de nada. Exactamente como los devaneos que hay detrás de este mismo texto, que te llega ahora a ti, sujeto lector imaginario, desunido del año entero que se ha pasado dando tumbos y de todo lo demás: de los raptos de inspiración, de las crisis consiguientes, de este empleo y el resto de empleos, la tristeza, el onanismo, la ansiedad que te enchufa y te escribes 500 palabras de golpe y la que te aplaca y ya no te mueves en toda la tarde, la procrastinación útil y la inútil, las arrancadas de caballo y las paradicas de burro. El trabajo, el juego y la vida, en fin, montándose siempre con furia uno encima de otro.

ESCENA 2

Estoy tomando un café con una desarrolladora independiente. El año ha dado la vuelta y casi es invierno otra vez. Le cuento que acabé enganchado patológicamente a la docuserie, que quiero escribir este mismo texto, que apenas he escrito sobre videojuegos antes y me apura meter la pata, que solo he jugado un juego de Tim Schafer en mi vida —Full Throttle, no lo terminé; de hecho, creo que nunca supe jugar realmente—, pero, curiosamente, siento que ya lo conozco. Por supuesto, como James Marion, yo también quiero que sea mi jefe. No tener un jefe así, sino tener ese jefe. PsychOdyssey es también interesante porque descubre el componente aspiracional como otro factor crítico en la estafa piramidal de los trabajos creativos.

Asif Siddiky es el ejemplo perfecto. Es uno de los fundadores de 2 Player Productions, el equipo de documentalistas contratado para realizar las dos series sobre Double Fine. Puede vérselo a menudo en PsychOdyssey, casi siempre al fondo del plano, operando en silencio una cámara sobre un trípode mientras los desarrolladores trabajan en sus escritorios o celebran reuniones. En el duodécimo episodio, el estudio introduce una llamativa dinámica que, aparentemente, lleva años instaurada: la llamada Amnesia Fortnight, una game jam interna que supone un parón de dos semanas en pleno desarrollo del juego principal. Después de unas rondas de votaciones y una selección a dedo por parte de Schafer, algunas de las ideas propuestas por los trabajadores son ejecutadas por nuevos microequipos en los que los devs cambian sus puestos habituales por otras áreas. Asif, el director de fotografía de 2 Player, se presenta por sorpresa y su pitch sale elegido.

Durante quince días, el documentalista conoce por dentro los silenciosos choques de trenes diarios que se había pasado años capturando en sus filmaciones; el caos y las angosturas, pero también ese consenso kamikaze y espectral que impulsa a todos los empleados de Double Fine a través de ellas. En un momento dado, alguien observa que, pese a las enormes complejidades que por entonces empieza a denotar la producción de Psychonauts 2, parece haber tiempo para dedicarlo a game jams internas, y se pregunta en voz alta si no tendría más sentido dar a la plantilla esas dos semanas de vacaciones y procurarles descanso real. Ni trabajar ni jugar, solamente vivir. El estudio entero reacciona como si hubiera oído el mayor disparate del mundo.

Contratado en principio para registrar el proceso de producción de un videojuego, Asif termina integrado en la cadena. Este desplazamiento —en horizontal y en vertical— cobra un tremendo sentido narrativo de repente. Los comunicadores como satélites, eslabones precarios de una industria que mueve millones. Ahí, en la cuneta de la vocación verdadera, esperando, aspirando, una oportunidad como esta. No sé si está tan instalado en el imaginario de la industria del videojuego, pero en el periodismo cinematográfico, por ejemplo, es un arco de lo más tópico: el crítico de cine que, si pudiera, escribiría guiones. La idea de que nadie querría pasar una semana compartiendo Airbnb con otros seis blogueros para cubrir el Festival de San Sebastián pudiendo alojarse en el hotel María Cristina. Ahora, Siddiky es diseñador de niveles en Double Fine.

—¿Tú cuánto sabes de la industria del videojuego? —me inquiere la amiga dev entre soplidos al café.

—Bueno, sé que nadie se lo pasa muy bien.

Este sentido de lo aspiracional, cifrado en perspectivas estrictamente individuales (aspirar a un ascenso, a oportunidades más interesantes, a un cambio de aires; en definitiva, aspirar a aspirar), explica especialmente bien el caso de Double Fine. Después de un año como el último, domina todavía más la sensación de que la industria del videojuego no es un sitio amable, empático ni seguro. A través del documental, Double Fine descuella como una excepción revalorizada en medio de ese penoso panorama, donde sí saben dar a la originalidad y el ingenio el lugar que les corresponde. Frente a estudios rectos y aburridos con mastodónticas oficinas grises y protocolos draconianos, de nuevo, la fábrica de Willy Wonka. Habla Moisés, trabajador joven de una dinámica y vibrante start-up en Contenido, la última novela de Carlo Padial: «El exterior era una cosa espantosa, hostil, mediocre, grosera. Al menos en Zenfire valoraban la creatividad, o eso pensé. Pero claro, ese era justo el argumento que empleaban en las sectas a la hora de captarte».

Si el discurso que estructura la vida, el trabajo y el juego dentro del estudio encaja en un género, es el de la comedia. Esto es consecuente con la propia leyenda de Tim Schafer como profesional, forjada en los ocurrentes guiones de Monkey Island, Day of the Tentacle o Grim Fandango durante su etapa en LucasArts y, ya como CEO de su propio estudio, en parodias como Brütal Legend. Lo normal era esperar que las quince horas que dura PsychOdyssey corrieran ese velo siempre chispeante para visibilizar la realidad necesariamente más compleja de un entorno laboral capitaneado por alguien con esa fama, pero pasan los episodios y resulta que no hay dinámicas tóxicas escondidas bajo el cachondeo. El cachondeo fue la dinámica tóxica desde el principio.

Durante una de las sesiones de grabación por videollamada de los diálogos de Psychonauts 2, Khris Brown, la directora de voz, le chiva a la actriz Kimberly D. Brooks una intuición sobre las historias de Schafer y su propia relación emocional con ellas. «Siempre le digo a Tim que todos sus juegos van sobre sanar y me responde: «¿Qué? Mis juegos van de divertirse». Puedo decírtelo ahora que no nos oye». Enseguida, el jefe de Double Fine reaparece en su silla, llenando la ventana antes vacía en la interfaz de Zoom, y, entre chistes, las mujeres cambian de tema.

ESCENA 3

Quince alumnes viendo en la pizarra un episodio de PsychOdyssey. Es un aula de la Facultad de Humanidades, Comunicación y Documentación. En un hueco del programa de mi asignatura de Industrias Culturales, les propongo el documental como una suerte de laboratorio en tiempo real de esas precariedades que atribuye Zafra a trabajos creativos y digitales como la producción de videojuegos. Casi nadie en la clase sofrita al sol primaveral de media tarde sabe quién es Tim Schafer, pero las reglas que rigen su microcosmos no les son para nada extrañas.

Vamos directamente al episodio 27, Villains of Crunch Mode. La serie retoma la historia justo después de una última Amnesia Fortnight, celebrada en un momento crítico del penúltimo año de producción de Psychonauts 2. La jam coincide con otro terremoto en la estructura de poderes, valores y expectativas sobre la que se erige Double Fine: la compra del estudio por parte de Microsoft. Al poco tiempo, la oficina recibe la visita de Matt Booty, entonces jefe de Xbox Game Studios, quien, sentado junto a Schafer, juega la carta del capital simbólico ante el anfiteatro de sus recién adquiridos subalternos. «Yo estuve con Ed Boon frente a la pizarra donde le cambiaron la C por la K a Mortal Kombat». A pesar de la cristalina disposición de las voces cantantes en la sala, Booty se esfuerza por significarse no como un ejecutivo, sino como otro apasionado más. Otro entusiasta. Lo siguiente que hace es anunciar que las ideas propuestas por los empleados en las Amnesia Fortnights de años venideros, incluidas las que no salgan seleccionadas, pasarán a pertenecer para siempre a la empresa matriz.

Cuatro imágenes:

1,

2,

3,

y 4.

La aparición de Booty en las oficinas materializa por fin, ante el cuerpo creador colectivo de Double Fine, el superyó exigente y autoritario que Schafer se había negado a encarnar hasta entonces —de hecho, si alguien rehúye de forma sistemática sus responsabilidades en la docuserie, es el propio CEO, que entrega todos sus guiones a destiempo, retrasando con ello al resto de la plantilla—. Como resume en la secuencia de imágenes anterior el entonces todavía productor Andy Alamano, quien inspira desasosiego en el estudio no es el ejecutivo de Microsoft, empeñado como se muestra en adscribirse al mismo mito vocacional que propulsa al resto de devs, aunque ocupen el extremo opuesto de la pirámide. Lo terrorífico es el monstruo burocrático que su cargo invoca, una construcción invisible e impersonal de responsabilidades, compromisos y fechas de entrega inamovibles (sic) que Schafer llevaba años tratando de ahuyentar con chascarrillos. Steve from accounting and Bill from marketing.

La sombra del conglomerado tecnológico reaviva en Double Fine un temor atávico al crunch. Dos responsables con una aproximación más jerárquica al desarrollo, Zak McClendon y Ryan Mattson, terminan saliendo de la empresa por no conectar con su supuesto espíritu democrático, pero el desnorte resultante tampoco acierta a asegurar el bienestar de los trabajadores. Un día, la joven programadora Amy Price expresa en el Slack del estudio lo problemático de que se compren cenas para quienes se quedan trabajando por las noches. En una charla anterior, el jefe de arte, Geoffrey Soulis, había pedido abiertamente a Price, Marion y otros subordinados que se comprometieran a cumplir objetivos manifiestamente imposibles de cumplir.

A la clase le suena esa retórica: «Incluso si no podemos hacerlo, no quiero que digamos que no podemos». También han usado o les han obligado a usar Slack, popularizado como uno de los ecosistemas informáticos predilectos de start-ups, compañías creativas y otras organizaciones que buscan dinamizar la comunicación entre sus miembros. No obstante, como expone en sus trabajos la investigadora Júlia Nueno, infraestructuras como esta terminan funcionando a menudo como nuevos dispositivos de ordenamiento y control. Extensiones en código binario de la misma disciplina que opera en la oficina tradicional.

«El concepto de las cenas en el trabajo siempre me ha causado lucha interna», escribe Amy. «Sé que surge de querer apoyar a la gente, verla trabajar hasta tarde y querer alimentarla; sin embargo, es también una forma sutil pero poderosa de perpetuar la cultura del crunch». Tim Schafer responde al mensaje de Price convocando a todo el equipo a una reunión presencial ese viernes, alegando que será «más productivo» tener esa conversación en persona. ¿Más productivo para quién?, les pregunto. La distribución del poder vocal en la sala de reuniones de Double Fine trae ecos de aquella primera visita de Matt Booty tras la venta del estudio a Microsoft, poco antes: cómo se organiza el espacio deja más que claro quién va a hablar y de quiénes se espera que, sobre todo, escuchen. Veo desde mi mesa cómo se les desencajan las caras a medida que en la pantalla avanza la reunión. El buen tono inicial se despeña con el orgullo herido de Schafer y el encuentro pronto se vuelve violento. Los miembros fundacionales de Double Fine, que perpetraron el crunch contra sus propios cuerpos durante el desarrollo del primer Psychonauts, niegan ofendidos que esté sucediendo con la secuela nada mínimamente comparable. La programadora llora. Solo pretendía, declara en una entrevista posterior, darles a entender cómo pintaba aquello «desde el punto de vista de los peones».

Algunos meses antes del lanzamiento definitivo de Psychonauts 2, en 2021, Schafer diagnosticaba en una entrevista el crunch como un mal que se extiende desde arriba y cauce abajo, resultado de una mala planificación inicial. Por tanto, opina, siempre se puede conseguir más presupuesto, ganar algo de tiempo al deadline, preproducir mejor, pero nunca compensar la falta de lo anterior con la calidad de vida de los trabajadores. «Se tiende a ver como una variable más que puedes ajustar, porque tienes la autoridad para hacer que la gente sienta que debe trabajar. Hay que verlo como algo inamovible». El auténtico apocalipsis de Tim Schafer es, entonces, el colapso televisado entre toda esta teoría y su praxis, una disonancia que el relato dicharachero de la vida en Double Fine no es capaz de digerir. La sola perspectiva de que la plantilla pueda no querer pasarse los días enteros en la oficina por gusto es una derrota filosófica para alguien que ha construido a) su personalidad como artista y b) su doctrina empresarial sobre el mito fundacional de los trabajos creativos. Un tercer Willy Wonka: el que descubre con pasmo que no puede comprar vidas a cambio de chocolate.

Como otros novatos, de entre todos los estudios de la industria, Amy Price soñaba especialmente con trabajar en Double Fine. Después de la reunión sobre su post en Slack, la programadora abandona la compañía; esa misma tarde se celebra sin ella la fiesta de Navidad de la oficina. En su libro Estuve aquí y me acordé de nosotros, Anna Pacheco invita a mirar estos eventos destacados del calendario corporativo como ventanas privilegiadas a una ideología normalmente invisible, instantes excepcionales donde el orden que rige una empresa se hace sólido y endeble al mismo tiempo. En la fiesta de Double Fine, Tim Schafer brinda por que a sus trabajadores parezca apasionarles pasar tanto tiempo juntos. Mientras pasan los créditos, les alumnes ponen el episodio a dialogar con el crítico y filósofo Mark Fisher y sus ideas acerca de esta última noción de PsychOdyssey, la de que el tiempo está descuajaringado —o, en una relectura marxista de Hamlet, fuera de quicio— en los dominios del llamado capitalismo cognitivo.

«La vida y el trabajo, entonces, se vuelven inseparables. El capital persigue al sujeto hasta cuando está durmiendo. El tiempo deja de ser lineal y se vuelve caótico, se rompe en divisiones puntiformes. El sistema nervioso se reorganiza junto a la producción y la distribución. Para funcionar y ser un componente eficiente de la producción en tiempo real, es necesario desarrollar la capacidad de responder frente a eventos imprevistos; es necesario aprender a vivir en condiciones de total inestabilidad o (feo neologismo) ‘precariedad’. El periodo de trabajo no alterna con el de ocio, sino con el de desempleo».

Superado tras un duro esprint el milestone de desarrollo de esas navidades de 2019 —nadie se pondrá de acuerdo jamás en si aquello fue o no fue crunch—, Anna Becker, otra programadora esencial del equipo de Double Fine, abandona también el estudio. En su caso, dice, se va para cambiar un commute de tres horas del hogar a la oficina por uno de veinte minutos en otra ciudad. Dejar de jugar a trabajar para vivir un poco más. A la vuelta de las vacaciones, Tim Schafer decide que quiere ser oficialmente el project leader de Psychonauts 2, después de un año entero desentendiéndose de la cadena de mando. «Salvo que alguien tenga algo que objetar». Esto lo dice en broma y entre los subordinados estalla una carcajada.

Al final sí que dejé el trabajo de la ESCENA 1, que no era otro que escribir, pero aquí estoy otra vez. Entusiasmado.

Colaborador

Periodista cultural con experiencia en Esquire, El Confidencial o InfoLibre; escritor, investigador y profesor.

  1. Fetchland

    Hola! Me ha gustado mucho el texto, y la perspectiva del documental y todo lo que engloba es fundamental para la industria!

    Sin embargo, se me ha quedado una duda que me gustaria sacar a debate – veo que se separa de manera constante el concepto de «trabajar» y el concepto de «vivir». También existe la expresión popular de «trabaja para vivir o vive para trabajar». Sin embargo, durante la lectura de este texto, sobre todo en la última parte, se remarca como esos límites se desdibujan y todo se entremezcla un poco.

    Mi duda reside, por tanto, en el concepto de trabajar que se menciona al principio del texto. Se debate qué es «trabajar», pero no he visto que se hable sobre que es «vivir». ¿Trabajar está dentro del concepto de nuestro tiempo vital, o es una consecuencia para poder disfrutar del tiempo que no trabajamos? ¿Hasta que punto es sano que el concepto del trabajo se mencione como una especie de algo inevitable, sin definir que significa vivir? ¿Vivir es llegar a casa y ver la tele, salir a correr, leer un libro, o eso es «tiempo libre»?

    Yo no tengo respuesta, y trabajando en investigación experimental, los limites también los tengo muy difusos. Pero me ha resultado muy curioso que siempre se separen los dos conceptos, cuando creo que después de tanta dedicación personal durante la vida de ser humano a educarnos y prepararnos para la vida profesional (y para otras cosas), no veo tan claro que se puedan separar.

    A lo mejor necesitamos un nuevo concepto que mezcle la «vida» y el «trabajo». O que se respeten los derechos laborales.

    Gracias de nuevo y un abrazo, texto espectacular!

    1. Nessin

      @fetchland
      Desde mi punto de vista «vivir» se identifica en este caso con «disfrutar». Si disfrutas de tu trabajo, lo asocias como parte de tu vida. Si alguien se encuentra encerrado en un trabajo que no disfruta, pero lo necesita para tener dinero, entiendo que lo desvincule de el hecho de «vivir», ya que lo considera una pausa necesaria, una «interrupción de su vida» para poder seguir adelante con las cosas que realmente le hacen disfrutar.

      Es cierto que a fin de cuentas «vivir» es «no estar muerto» 😛 así que sí, en lo estrictamente biológico trabajar forma parte de la vida, nos guste o no.

  2. Miguel Vallés

    Menudo artículo, espectacular de bueno. Al final, hasta en la fábrica de Wonka cuecen habas.

  3. Hiawatha

    ¿Puede ser que el texto se escribiese antes de que el viernes pasado publicasen por sorpresa el capítulo final con aires de post-mortem? Es que tengo la sensación de que hay partes del artículo (el crunch, o los cambios internos sin ir más lejos) que se responden justo con ese último episodio.

    Menudo timing malo si fuese ese el caso. Creo que el artículo tiene ganas de hacer demasiada sangre (un poco innecesaria a veces), pero está bien. Tampoco se inventa nada que no se pueda discutir a raíz del docu 👌 (mención especial para el comentario de @Fetchland)

    1. J90

      @hiawatha
      Justo pensaba lo mismo respecto al epílogo.

      Además, hay otra cosa que me ha chocado bastante y es que James se ha ido de Double Fine (al estudio de Amy Henning en concreto). No sé si con la compra del estudio por Microsoft la cosa está cambiando para mal pero me llama mucho la atención después del «viaje» que hace James durante el documental. O quizás todo el mundo tiene un precio y hemos idealizado a Tim Schafer mas de la cuenta.