Tres años antes de publicar Ghost of a Tale en 2016, su desarrollador concedió una entrevista a Game Developer. Lionel Gallat, apodado ‘Seith’, tenía a sus espaldas una prominente carrera como animador en DreamWorks, habiendo trabajado en clásicos modernos como El príncipe de Egipto o La ruta hacia El Dorado, y se había pasado a los videojuegos luego de ser uno de los principales responsables de Gru, mi villano favorito y Lorax. En busca de la trúfula perdida, ambas procedentes del mismo estudio Illumination Entertainment que hoy acapara titulares por hacerse cargo de la próxima película de Super Mario Bros. Según comentaba Gallat entonces, pasarse del cine de animación a los videojuegos era el “paso lógico”, por cómo ambas industrias habían llegado a parecerse en los últimos años. “Hoy en día los conocimientos y el equipo necesario para hacer un juego y una película son prácticamente idénticos”, explicaba. “He sido testigo de la difuminación entre los dos medios que se ha producido gradualmente a lo largo de los años”.
Gallat pasaba a destacar las facilidades que había hallado en este nuevo medio. “Me encanta su flexibilidad”, aseguraba en referencia al desarrollo de este Ghost of a Tale que encaraba de forma independiente, sin apenas ayuda. Ghost of a Tale se ambientaba en un mundo medieval poblado por animales antropomórficos, siendo un ratón juglar, Tilo, su protagonista. Más allá del gran resultado visual obtenido por Gallat, esta obra destacaba por lo opresivo de su atmósfera —apuntalado por una sucesión de mazmorras custodiadas por malvadas ratas— y lo inquietante de sus diseños, resultado esto último de una traducción de lo animal que había conservado una ligera brizna de realismo. Tal combinación de elementos remitía en primer lugar a una película muy celebrada durante los últimos años de Gallat en el cine, como sería Rango y sus animales terriblemente sucios y realistas habitando el Salvaje Oeste, pero las referencias del desarrollador eran algo más añejas. La feroz violencia del juego, así, nos transportaba a una película de culto como Orejas largas —donde unos conejos escasamente humanizados encabezaban una tragedia bélica con todas las de la ley— y, sobre todo, a NIMH, el mundo secreto de la Sra. Brisby, protagonizada por una rata viuda que hacía todo lo posible para salvar a sus hijos, en sintonía a aquel ratón juglar de ojos temerosos que intentaba rescatar a su esposa en Ghost of a Tale. NIMH fue el primer largometraje dirigido por Don Bluth; un artista que pasa por ser el primero en haber advertido lo fructífero que puede ser comunicar los videojuegos con el cine de animación.
I
El icónico Dragon’s Lair llegó a laserdisc en 1983, un año después del estreno de NIMH, concediendo la oportunidad de controlar el devenir de una película de dibujos animados marcada por el erotismo y un ímpetu paródico que erigía a las aventuras de capa y espada como objetivo. El sello de Bluth en sus diseños era inconfundible —por más que este cineasta destacara a posteriori no por su humor, sino por obras de alto potencial lacrimógeno— y acababa fagocitando una primera exploración de las posibilidades jugables, ganándose tempranamente la etiqueta de “cine interactivo”. La animación, a partir de entonces, siguió influyendo en la evolución del medio a través de la progresiva creación de personajes y mascotas, sin que nos topáramos con una verdadera inflexión a nivel expresivo hasta la consolidación del cel shading a principios de los 2000. El llamado ‘sombreado plano’, que partiendo de una iluminación sin dependencia de lo fotorrealista había sido cultivado previamente en numerosas producciones Disney, logró a partir de juegos como Jet Set Radio o el celebrado The Legend of Zelda: The Wind Waker una apariencia adorablemente analógica en los diseños 3D, e impulsó un estilo artístico primero agotado por la moda correspondiente y luego reducido a empleos más estratégicos y cuidadosos.
La principal ventaja del cel shading, más allá del caramelo para los ojos que suponía, radicaba en una promesa de nulo envejecimiento, aunque pronto fuera quedando claro que de no mediar un concepto potente —o, al menos, coherente con el lenguaje que traía aparejado— estaba abocado a lo anecdótico. La serie Ni No Kuni, inaugurada en 2010, no ahondó demasiado en sus posibilidades pero sí se acompañó de un padrino de altura: el papel desempeñado en su producción por Studio Ghibli, perceptible en el diseño de mundo y personajes y en la música de Joe Hisaishi, legitimaba la propuesta y designaba el cel shading como material idóneo para que el cine de animación permeara el medio, por más que la afluencia de propuestas marcadas por este patrón fuera dejando claro que el asunto no daba más de sí. Un posible motivo era su forzosa ligazón con las dos dimensiones, estándar de este cine durante la mayor parte de su historia que saltaba al videojuego como un mero envoltorio, sin afectar ni al volumen ni al movimiento de los sujetos que disfrazaba.
El cel shading, vaya, es un elemento cosmético, que sin duda puede conducir a horizontes artísticamente muy estimulantes —de ahí que, disipada la avalancha de los primeros 2000, nunca haya dejado de utilizarse—, pero cuyo diálogo con el cine de animación está abocado a lo estéril.
El cel shading también da cuenta de que la mayor parte de las veces el videojuego solo ha querido vincularse a este cine por lo llamativo de su estética, sin nunca dar pie a grandes cambios en su articulación e incluso ejerciendo de mero reclamo publicitario. La saga Kingdom Hearts en tanto a Disneyland videolúdico supone un buen ejemplo, pero el caso de Ratchet y Clank es especialmente clamoroso. Con el paso de las generaciones, tanto la gente de Insomniac como prensa y usuarios han convenido en relacionar cada entrega con Pixar, asumiendo que la fusión de personajes más o menos cartoon con los graficotes de turno bastaba para retrotraerse a la empresa de la lupa, y soslayando por el camino cómo se movían los personajes en su mundo, cómo se relacionaban y qué expresaban sus actos. La violencia disparatada de Ratchet y Clank, con su pornográfica visión de lo armamentístico y su humor nihilista, no tenía absolutamente nada que ver con Wall·e por mucho que también aparecieran naves espaciales, pero el nombre de Pixar siguió siendo invocado por cómo podía implicar un salto adelante en términos estrictamente visuales. Ilustrando un desinterés colectivo por crear un mundo cuya gramática partiera, de forma unívoca y mediando un entendimiento profundo, de estos referentes.
Con honrosas excepciones —más allá del célebre Cuphead, nunca se ha firmado una carta de amor más sentida a Belladonna of Sadness como la que presentó Gris en 2018—, la relación entre cine animado y videojuegos ha acostumbrado a seguir estos cauces ingratos, marcados por lo superficial y la comparativa frívola. Como estudio que se había dedicado a la animación previamente, era posible que Ember Lab defendiera un punto de ruptura.
II
El nombre de Ember Lab empezó a hacerse conocido gracias a la viralidad de uno de sus cortometrajes, Terrible Fate, que homenajeaba a The Legend of Zelda: Majora’s Mask. Sucedió en 2016, y aunque evidentemente su fama se debiera a lo respetuosamente que se plegaba a la iconografía de un videojuego concreto, sus conexiones con Kena: Bridge of Spirits son tan abundantes como para casi hablar de unas inquietudes estéticas y conceptuales propias. Terrible Fate nos presentaba un mundo en pleno colapso, de texturas y sombras extremadamente cuidadas, donde el terror le ganaba la partida al sentido aventurero a partir de la utilización de las máscaras como manifestaciones de un sufrimiento trocado en maldad. Llegado un momento, de hecho, la máscara susodicha canalizaba todo este malestar en la creación de un engendro, que espoleado por el dolor se convertía igualmente en expresión de aquel mundo devastado. No eran necesarios diálogos ni narraciones en off. Por un lado, porque ya se partía del conocimiento previo de una historia. Por otro, porque la imagen comunicaba por sí sola.
Josh Grier, cofundador de Ember Lab y codirector de Kena: Bridge of Spirits junto a su hermano Mike, se hizo eco de las palabras de Lionel Gallat cuando explicó que hacer un videojuego era el “paso lógico” tras haberse dedicado a la animación. Y Kena: Bridge of Spirits empezó a gestarse como la obra magna del estudio, dotándose de una considerable inversión tanto económica como artística. Sus primeros avances conquistaron a los usuarios por el look: uno muy pensado, cuya planificación parecía provenir del mismo aliento creativo que había impulsado Terrible Fate y que, en su creación de un mundo nuevo, supo escoger admirablemente los referentes. Al margen del prominente influjo japonés, los responsables de Kena: Bridge of Spirits estudiaron la cultura de Bali, provincia de Indonesia, y esta inmersión en sus significantes terminó siendo vital para el proyecto gracias a la figura de Dewa Ayu Larassanti: la hija de dos miembros de Gamelan Çudami, grupo de música tradicional balinesa que a la postre fue la máxima inspiración para el compositor Jason Gallaty. Además de asesorar al equipo de Ember Lab, Larassanti puso voz a la protagonista, enriqueciendo su interpretación con ocurrencias originadas en su conocimiento de esta cultura; nótese el tono pausado que emplea Kena cuando se dirige a personas ancianas. El primer videojuego de Ember Lab nació pues de una inmersión cultural tan profesional como respetuosa, sirviéndose del imaginario balinés para desarrollar una geografía, una música y un vestuario de enorme y genuina belleza.
No obstante, el que Kena: Bridge of Spirits haya llamado tanto la atención en los meses previos a su lanzamiento no se ha debido tanto a la inspiración en Bali como al modo en que se ha traducido esta inspiración. Es decir, la gramática que ha utilizado para perfilar su tributo; una que desde luego dista de ser exclusiva, y bebe de dos fuentes fundamentales que han asaltado la conversación pública y los textos destinados a valorar la obra. En primer lugar, por supuesto y ahora sí, está Pixar. Los movimientos de los personajes, sobre todo en las cinemáticas, se caracterizan por un calculado reposo que huye de los delirios espídicos del Genndy Tartakovsky de Hotel Transilvania o del extendido desaliño de producciones DreamWorks/Illumination, mientras que el diseño de los personajes en sí bebe del canon animado Disney que Pixar replicó instintivamente cuando empezó a colocar a seres humanos como protagonistas de sus películas. Se trata de facciones estilizadas, de gran depuración, que transmiten un espíritu ferozmente occidental en franco contraste al paisaje que las envuelve, destacando especialmente la apariencia de los niños a quienes Kena ayuda en el primer acto del juego. Curiosamente, y sin dejar de ser Pixar el caldo primordial, el escenario exótico y vagamente postapocalíptico de Kena: Bridge of Spirits recuerda más a la Walt Disney Animation de los últimos años, que alejándose del progresivo onanismo intelectualoide de Pixar ha sabido entregarse al desenfreno visual y al gran relato, tal y como demuestran sendas maravillas como Vaiana o Raya y el último dragón. Esta última, con su propio maridaje de culturas del sudeste asiático y el deambular de una heroína solitaria, pasaría por ser la gran referencia de Kena: Bridge of Spirits si no fuera porque ambas obras se desarrollaron prácticamente a la vez.
Entendiendo que Pixar/Disney ha ejercido de repositorio para volcar en él los hallazgos de Ember Lab —y pasando por alto lo mucho que recuerdan ciertos motivos a Avatar: La leyenda de Aang y La leyenda de Korra—, faltaría por aclarar qué marco discursivo ha elegido el estudio como inspiración para la narración. La identificación de este cae por su propio peso: Studio Ghibli, específicamente las películas dirigidas por Hayao Miyazaki. De hecho, es aconsejable limitar las referencias de Kena: Bridge of Spirits al corpus creativo de este último, pues la primera película que nos viene a la cabeza con un vistazo somero a sus imágenes ni siquiera fue producida, en puridad, por Ghibli. El estudio nipón aún no existía cuando Nausicaä del Valle del Viento se estrenó en 1984, y el vínculo de este clásico animado con el videojuego de Ember Lab es inexcusable. Aquí volvemos a encontrarnos a una heroína solitaria —con una mascota en el hombro que en el cine fue un zorro-ardilla llamado Teto, y en el videojuego es sustituido por un afable Rot—, y con un mundo arrasado donde la humanidad trata de sobrevivir cercada por un bosque contaminado de gases y esporas tóxicas, a semejanza de la podredumbre rosácea que invade el mundo de Kena: Bridge of Spirits. Kena, como Nausicaä, es un agente diplomático, que observa el conflicto entre humanidad/naturaleza desde la distancia y es capaz de mediar y sostener por sí misma las preocupaciones de Miyazaki sobre nuestra posición ante el medio ambiente.
El título de Mi vecino Totoro también es muy socorrido a la hora de trazar un paralelismo con los Rot, tan útiles como los Susuwataris del hollín o los miniTotoros a la hora de darle una coartada kawaii a los espíritus de la naturaleza. Mientras que, por último, La princesa Mononoke ofrece un paisaje más apropiado que la distopía de Nausicäa del Valle del Viento para reflejar inquietudes análogas. La obra cumbre de Miyazaki se infiltra en Kena: Bridge of Spirits no solo por la réplica de sus postulados ecologistas, sino también por la localización rural, las máscaras y, sobre todo, la concentración de ambivalencias sobre cómo relacionarse con la naturaleza en un líder llamado a la perdición. En La princesa Mononoke teníamos a Lady Eboshi, en Kena: Bridge of Spirits tenemos a Toshi, que incapaz de asumir que la ruina que amenaza a su pueblo tiene un origen natural y omnímodo empeorará aún más las cosas. Todo empieza y todo termina en la obra miyazakiana, limitándose Kena: Bridge of Spirits a entregar nuevos vehículos estéticos para sus reflexiones y, por consiguiente, afrontando resignada las acusaciones de ser una obra totalmente ahogada por sus referentes.
III
Tampoco sirve de nada negarlo: sí, Kena: Bridge of Spirits está ahogada por sus referentes, que por no ser precisamente desconocidos —y tener ramificaciones argumentales— pugnan por absorber cualquier identidad autónoma que pretenda abrazar el juego de Ember Lab. La cuestión es, sin embargo, si Kena: Bridge of Spirits está realmente interesado en esta identidad autónoma, o por el contrario asume con serenidad que el caudal de resonancias puede ofrecerse por sí mismo como un motor legítimo, que utilice el reconocimiento del público a su favor. Eso es exactamente lo que hace.
Kena: Bridge of Spirits narra las aventuras de una guía espiritual, encargada de ofrecer consuelo y comprensión a aquellas personas fallecidas que aún no se encuentran preparadas para marcharse al más allá, que aún sienten que les queda algo por hacer. En función a la sola sinopsis podría recordar a Spiritfarer, pero quien espere una obra tan sensible y preocupada por lo particular como el juego de Thunder Lotus quedará rápidamente decepcionado. Si bien las almas errantes consuman su tránsito a través de la recogida de máscaras que inspeccionan su pasado y errores, que cada viaje culmine con el fallecido de turno convertido en un boss enajenado al que has de derrotar denota la falta de convicción con la que Ember Lab ha vertebrado este concepto, o que incluso no es más que una excusa sobre la que situar otros elementos que a los responsables les merecían más interés. Por ejemplo, el mundo en el que se emplazan estos viajes. Kena: Bridge of Spirits se desarrolla en un purgatorio paradisíaco, marcado por la ausencia, adonde llegamos sin saber exactamente de dónde venimos. Algo que sorprende en los primeros minutos de Kena: Bridge of Spirits es la escasez de explicaciones; el juego no pierde ni un segundo en colocarnos en este purgatorio, ya armados, y enfrentándonos a espectros intercambiables mientras la exigua trama tira de nosotros en una dirección concreta. Es una aventura espoleada por la inercia, desarrollada en un escenario tan arrebatador que acaba confundiéndose con esta inercia.
Es el mundo de Kena: Bridge of Spirits, por decirlo así, el motor de la trama. Un instante en el tiempo donde no importan más biografías que las de aquellas personas a las que tenemos que ayudar —y ni siquiera estas, con la excepción de Toshi, importan demasiado—, que en los segmentos más inspirados da pie a una narración puramente visual, casi abstracta. Por supuesto, el juego de Ember Lab no tiene tanta confianza como para no abrigar concesiones al jugador, entendidas como diálogos eminentemente pobres y exposiciones verbales ajenas a la elocuencia con la que el mundo se expresa a sí mismo, pero que tampoco atinan a malograr un esfuerzo muy meditado. Todo está en Miyazaki —y en la doctrina Zen, ya puestos—: nuestra salvación radica en estar en paz con la certeza de ser la pequeña parte de un todo, asumiendo que la naturaleza es como es y hemos de respetarla en toda su extensión. Responder a sus violencias inherentes con violencias humanas al amparo de una hipócrita civilización, como intenta hacer Toshi, solo puede conducir a un tipo de contaminación mucho más dañina, y está en manos de Kena ejercer de árbitro y recuperar el orden natural con la ayuda de unos seres, los Rot, en los que el juego de Ember Lab deposita buena parte de sus aciertos, tanto mecánicos como conceptuales. Es sumamente satisfactorio emplear a los Rot para resolver puzzles y combates; casi tanto como utilizar todo nuestro dinero para comprarles sombreritos —la naturaleza es kawaii— o descubrir eventualmente que también pueden ser aterradores. Como, bueno, la naturaleza en sí.
Si Kena: Bridge of Spirits logra abordar estas temáticas tan a priori complejas con tanta sencillez se debe a que es consciente de que no hay lenguaje más idóneo que la animación para reflejarlas. Existe una película de Ghibli, que no dirige Miyazaki sino Isao Takahata, que logró previamente una comunicación parecida, más allá del guion y de lo que defendieran sus personajes. Su título es El cuento de la princesa Kaguya, y a mitad de su metraje tiene lugar la que posiblemente es la secuencia más hermosa de toda la historia del medio: la huida de la princesa al bosque, en pos de regresar al medio natural donde nació, que termina provocando que su cuerpo se descomponga en trazos salvajes, impresionistas, indómitos. Trazos que se reajustan a una realidad alternativa y totalmente libre, que sublima cualquier discurso artístico. El gran acierto de Kena: Bridge of Spirits radica, finalmente, en seguir las huellas de la princesa Kaguya diseminadas por ese bosque.
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Raya >>> Soul
Todavía no entiendo porque en este mundo cruel paso desapercibida la primera y se habló de forma insaciable de la segunda, sobretodo cuando esta última no tiene mucho de donde rascar …
El articulo me ha encantado por cierto, como casi todo lo que escribe Alberto. Ojala sus colaboraciones en la web no finalicen nunca.
PD: Me apunto El cuento de la princesa Kaguya para hoy
Interesante articulo con algunas referencias que ni conocía, me he tenido que ir corriendo a ver que eran cosas como «Orejas Largas»
No tengo tanta subcultura como me creo.
Epa, @alberto_corona
No estoy muy seguro de cuál es la tesis del artículo.
Lo he leído por la curiosidad de saber cuál podría ser la aportación de Kena a los videojuegos, cosa que no tengo muy clara. A simple vista, y a falta de probarlo, parece… una película de animación de estudio con todo lo que implica esa descripción, apelando al mismo público al que van dirigidas la Pixar actual, Illumination o Disney. Es vistoso en el sentido de que imita bien la dirección artística estándar de todas esas compañías, pero ¿y bien? ¿es eso incluso algo bueno?
Creo que en los últimos veinte años los videojuegos han dado vuelta y media a la industria de la animación diversificando sus estilos visuales, escapando del ghetto infantil para llegar a todos los públicos, y logrando ambas cosas a base de sofisticar sus mensajes. La animación, en cambio, sigue anquilosada mayormente en tres estéticas (CG cuqui de Pixar para el mainstream infantil, 2D caricaturesco de Disney para nostálgicos, y stop-motion moody para el cine de autor). Su contenido temático, salvo rarezas indies marginales y la anomalía de Japón, sigue centrado en el valor de la amistad y poco más. Y virtualmente siempre son comedias.
No es por pintar una imagen catastrofista, pero vaya, personalmente creo que es tal que así a grandes rasgos.
Y la cosa es que yo miro a Kena, y veo todo esto último aplicado al videojuego, un medio que ya está por encima de ello. ¿Es así? Es mi temor, si bien el juego me interesa por eso mismo, por ver exactamente qué busca hacer más allá de ser una película de Disney convertida al medio interactivo, que al final es más rentable y tiene más avenidas que tratar de hacer lo mismo en el cine por cuenta propia.
Que un juego tan mediocre de para un articulo tan extenso es sorprendente.
Joder, Albert Crown, a ver si te fichan más a menudo. Me gustaría leerte algo sobre Marvel’s Guardians of the Galaxy, con detalles sobre por dónde te has estado metiendo el juego.