Estos días he estado jugando mucho a Doom. Ha sido un poco por casualidad; hace unos días se publicó una nueva versión de Doom y Doom II, desarrollada por Nightdive y con un nuevo episodio creado en colaboración con MachineGames, y me dio curiosidad: las campañas de MachineGames para las reediciones de Quake y Quake 2 me encantaron, así que de forma natural me apeteció ver qué tal se les daba hacer mapas para Doom. Legacy of Rust, se llama. Extremadamente difícil, pensé; pero también es verdad que hace tiempo que no juego en serio a Doom, así que igual solo me falta práctica. Eso fue el 9 de agosto.
Desde entonces he jugado a Doom por encima de mis posibilidades; he vivido y respirado Doom durante los últimos diez días. He jugado casi todo lo que incluye el reciente pack Doom + Doom II; he visitado Doomworld a diario; he visto vídeos de YouTube y leído blogs sobre los Doom originales y la infinidad de mapas, campañas y experimentos que han salido de ellos desde su lanzamiento, hace treinta años. Sabes que un juego está vivo cuando la vida ebulle a su alrededor. He releído Masters of Doom, el libro de David Kushner sobre id Software y los «dos Johns», Carmack y Romero, en el que se cuentan las alegrías y penurias de los ajetreados inicios del estudio, hoy muy distinto a lo que fue en los 90. Lo que se cuenta ahí no es un secreto, obviamente, y de hecho es todo lo contrario: es la típica información que se sabe tanto que se da por hecho, pero es increíble todo lo que pasó en id Software entre 1990 y 1996, la primera gran etapa del estudio; seguramente más de lo que ocurrió en los siguientes veinte años, hasta el reboot de Doom. Como mínimo, lo que pasó es más interesante, como se puede comprobar en el propio libro, mucho menos interesante cuanto más se acerca el año 2000.
La cuestión es que mientras rejugaba el primer Doom, a medida que avanzaba por sus niveles y capítulos, pensé algo: igual nunca he jugado en serio a Doom, a pesar de que me gusta recuperarlo de vez en cuando, y de que fue una de las primeras cosas que jugué en mi primer ordenador, y de que me gusta seguir, aunque sea por encima, lo que se cuece en la fértil comunidad de Doom; los WADs más destacados, los Cacowards, etc. Hacía mucho tiempo que no jugaba a Doom de arriba a abajo, desde el primer nivel hasta el último, un capítulo tras otro; hacía mucho tiempo que no estaba, por así decirlo, knee-deep in the Doom.
Esta vez ha sido distinto. Esta vez, mientras avanzaba por los distintos mapas del primer Doom no podía parar de pensar en el «estilo John Romero» de diseño de niveles, tan marcado y reconocible en ese legendario E1M1 que todo el mundo puede reconocer con solo ver poco más que una captura de pantalla; puedes escuchar la banda sonora solo con ver una imagen estática del principio del nivel, como quizá te haya pasado con la imagen que encabeza este artículo. Pero, ¿hay tanto de John Romero en el juego como para que su forma de diseñar mapas sea realmente algo así como el «estilo Doom»? Si no es Romero, ¿quién es Doom?
El estilo John Romero
La historia es bien conocida: uno de los motivos del éxito de Doom fue su estrategia de distribución, que explotó al máximo la fórmula del shareware que ya habían probado, también con muy buenos resultados, con Commander Keen y Wolfenstein 3D. La versión shareware de Doom incluía el primero de los tres episodios del juego (Knee-Deep in the Dead) y desde id Software hicieron todo lo posible para que su difusión fuera masiva: además de distribuirse desde sus propios almacenes o por el primitivo internet de principios de los 90, las tiendas tenían permiso para vender esta versión shareware y quedarse todas las ganancias, porque el estudio tenía la certeza de que la distribución masiva y el boca a boca (y la fuerza del mismo juego: sabían que tenían algo especial entre las manos) harían que la gente quisiera comprar Doom. Cuando jugaran el primer episodio, solo habría una forma de aplacar el hambre de Doom: comprar la versión completa y jugar los otros dos tercios del juego, The Shores of Hell e Inferno, los capítulos que no estaban incluidos en esa versión de prueba. Según se dice en Masters of Doom, aproximadamente un uno por ciento de las personas que descargaron la versión shareware de Doom acabaron comprando el juego completo, y aun así id Software facturaba 100.000 dólares diarios de esas ventas.
Ese uno por ciento hizo que Doom fuera un gigantesco éxito de ventas; pero quizá fue el otro noventa y nueve por ciento el que convirtió a Doom en un fenómeno cultural, y a John Romero en insignia de cierto ideal al que debe aspirar, parece, su diseño de niveles.
Es razonable, porque al fin y al cabo el primer capítulo es casi en su totalidad suyo. Cuando piensas en Doom, cuando ves esa imagen estática de E1M1 y se te viene la música a la cabeza, una parte importante de la responsabilidad la tiene John Romero, que «había encontrado su voz» como diseñador creando esos niveles, se lee en Masters of Doom. «Los niveles de Romero tenían un ritmo deliberado», escribe Kushner. «En uno de sus niveles, el jugador podía entrar en una habitación y ver una ventana que lleva fuera, pero no sabe cómo llegar allí. Así que avanza por una habitación, con la música atronando, buscando un camino. Una puerta se abre y, ¡bam! Un Imp aullando. Lo mata, sigue por otro pasillo marrón, abre otra puerta y, ¡bam!, otra horda de monstruos. A Romero le gustaba preparar los combates, permitiéndole al jugador pequeñas victorias antes de asaltarle con una lluvia de enemigos». A Romero le gustaba tanto dibujar el plano como colocar a los enemigos; era, escribe Kushner, «arquitecto y diseñador de casas del terror» al mismo tiempo.
Y por supuesto se nota un conocimiento íntimo, profundo e intransferible de lo que es Doom en sus niveles, en ese primer capítulo legendario del que quizá mucha gente no ha llegado a pasar nunca. Tampoco creo que sea necesario. La manera en que te mueves por los niveles de Knee-Deep in the Dead es alucinante, hipnótica, atlética; es un juego de tiros pero podría ser también uno de esos deportes indescriptibles que vemos solo cuando hay Juegos Olímpicos. Por los niveles de Romero te deslizas, flotas, fluyes; te cubres y te mueves en círculos alrededor de los enemigos, que además tienen el hermoso privilegio de ser sencillos, poco variados, introductorios. ¿Hay algo más bonito? Con los niveles de Romero aprendes a afinar el ojo en busca de paredes que esconden puertas ocultas, a intuir qué resorte va a activar un botón oculto; aprendes a sorprenderte cuando bajas una palanca y de pronto encuentras la forma de salir fuera, de llegar a ese sitio que hasta entonces solo habías visto a través de una ventana.
Los niveles de Romero son la introducción a Doom. Pongamos que es 1993, juegas a la versión shareware y te quedas con ganas de más. ¿Es eso lo que vas a encontrar en los siguientes dos capítulos? No exactamente.
El estilo Sandy Petersen
Aunque Romero diseñó, como decía, prácticamente todo el primer capítulo, no hay ningún mapa suyo en The Shores of Hell e Inferno: ahí el diseño de los niveles corrió a cargo de Sandy Petersen.
Petersen (la foto es de 2011) entró a trabajar en id Software a mediados de 1993, unos meses antes del lanzamiento del juego en diciembre de ese año. Su posición más inmediata en el desarrollo, que en ese momento ya iba a toda velocidad, fue reemplazar a Tom Hall (uno de los fundadores de id Software, expulsado del estudio por desavenencias con, principalmente, John Carmack) y terminar lo que él había empezado. Así, Petersen terminó un buen puñado de los niveles de Hall para el segundo capítulo y diseñó todos los del tercero; según cuenta Kushner en su libro, Romero no tardó mucho en apreciar la «velocidad, sentido del diseño y conocimiento enciclopédico de los juegos» de Petersen.
Esta efectividad a la hora de diseñar mapas quizá tenía que ver, en parte, con su relativa veteranía (Petersen era mayor que el resto del equipo, y había trabajado unos años en MicroProse, el estudio de Sid Meier), pero creo que necesariamente tenía que haber algo de pura intuición en su forma de trabajar; una capacidad de abstracción, análisis y ejecución que iba más allá de cualquier apego o conexión emocional como la que seguramente sentían Romero y Carmack, cada uno a su manera. Hay un detalle que me parece significativo. Petersen es mormón, algo que al parecer incomodaba bastante a Romero, que no quería que las creencias religiosas de nadie interfirieran en el desarrollo de un juego como Doom, ultraviolento y lleno de imaginería satánica. Cuando el tema salió en una conversación, según se cuenta en Masters of Doom, Petersen le quitó hierro al asunto y tranquilizó a Romero diciéndole que no le importaba que el juego en el que estaba trabajando estuviera lleno de demonios: «Solo son dibujos animados», le dijo. «Y en cualquier caso son los malos».
En su libro, Kushner dice que Romero es «crudo y brutal», mientras que a Petersen lo describe como «cerebral y estratégico». No sabría decir si estoy del todo de acuerdo, pero es evidente, jugando al primer Doom en 2024, que los niveles de Romero y los de Petersen son casi dos juegos distintos. Se nota en el ritmo y en los niveles; en las formas en que cada diseñador quiere que disfrutes, explores y experimentes sus propuestas. Me puedo imaginar a Petersen creando mapas a toda pastilla, probando todo lo que se le ocurría, sin mucho tiempo para descartar ideas. ¿El mapa con forma de mano que había hace unos cuantos párrafos? Es de Petersen, por supuesto. En los niveles de Petersen, un grupo de enemigos te espera en una habitación llena de barriles que explotan el cadena cuando disparas al que tienes justo enfrente, haciendo puré a los demonios; o se te plantea un laberinto de teletransportadores por los que te mueves mientras mueres poco a poco, porque el suelo es lava; o te ponen a explorar un mapa semiabierto en el que los enemigos van apareciendo casi por goteo, a medida que se abren puertas camufladas en las paredes del entorno. Como dice Kushner en Masters of Doom, los niveles de Petersen «no eran ni de lejos igual de placenteros estéticamente que los de Romero», aunque se acababan complementando bien. «De hecho», escribe Kushner, «alguna gente en id pensaba que eran directamente feos, aunque sin duda eran divertidos y diabólicos».
Incluso sin saber quién firma los niveles es evidente un cambio en el juego a partir del segundo capítulo. Si el primer capítulo tiene la perfección coreográfica de los niveles de Super Mario Bros., el segundo y el tercero tienen una naturaleza anárquica e impredecible que contrasta mucho con la parte shareware; narrativamente, se podría leer como un reflejo —más o menos casual, porque John Carmack no le veía mucho sentido a lo de contar cosas con un videojuego; esa fue la desavenencia que acabó con Tom Hall expulsado del estudio, de hecho— del progresivo descenso al infierno de nuestro avatar a medida que avanza en el juego, con esos espacios cada vez más desquiciados y retorcidos y esos recorridos a veces laberínticos, a veces inhóspitos, siempre hostiles para cualquier cosa parecida a la vida humana. Son niveles mucho menos pulidos, irregulares tanto por sí mismos como dentro de sus capítulos, con ideas inteligentes y momentos incomprensibles que conviven y se chocan a veces en una misma habitación. Precisamente por eso, también son más flexibles y maleables. He jugado el primer Doom dos veces seguidas, una en Switch y otra en Xbox (¡qué sitios más raros para jugar a Doom!), y mientras que las dos vueltas al primer capítulo han sido básicamente iguales, en los dos siguientes la experiencia ha sido muy diferente: conocer mejor los niveles hace que te muevas de manera muy distinta por ellos, pero también son niveles más complejos, con más elementos en juego (armas, enemigos…) que te permiten experimentar más con la manera en que te enfrentas a cada situación.
Casualmente, justo ayer se publicó Into Sandy’s Cities, un megaWAD que propone un experimento realmente ingenioso: una campaña para Doom II que intenta ser una versión alternativa de la secuela, si Sandy Petersen hubiera creado sus 32 niveles siguiendo la misma filosofía de diseño. Desarrollado por GermanPeter, el megaWAD está ambientado en una realidad alternativa en la que el desarrollo de Doom II fue un poco distinto: «Es enero de 1994», se lee en su desternillante descripción. «El videojuego Doom acaba de ser publicado, con éxito de crítica. El mensaje es obvio: haced más. Por desgracia, Tom Hall y John Romero se han ido de la compañía para trabajar en la esperadísima secuela de Wolfenstein 3D, y los hermanos John y Adrian Carmack están ocupados con otras cosas. La cuestión es: ¿quién va a hacer la secuela del shooter más influyente de todos los tiempos, y en menos de un año? Lo siento, Sandy. Haz acopio de café, porque parece que vas a tener que trabajar unas cuantas noches».
Meticuloso hasta en sus fallos (no solo en la sinopsis: hay glitches visuales o texturas mal colocadas a propósito, siguiendo los errores originales de Sandy Petersen, convertidos en icono), este megaWAD gira en torno a la idea de que Doom es Sandy Petersen, y celebra sus mapas abstractos, sus gimmicks y sus impredecibles maneras de jugar con los límites del motor para buscar maneras de llevarlo en direcciones nuevas y sorprendentes. Es «una celebración de Doom 2», dice su creador, y también «una carta de amor a la filosofía de diseño de Sandy Petersen», tradicionalmente menospreciado aunque de un tiempo a esta parte su papel en la creación de Doom se reivindique con más frecuencia y alegría. Petersen diseñó, de hecho, más de la mitad de los niveles de Doom II (el de nuestro mundo, el de verdad), y creo que se podría decir que su estilo acabó expandiéndose o contagiando incluso a los niveles de American McGee o el propio John Romero; las arenas de combate, los gimmicks y la audacia, pero también cierta irregularidad menos afinada que se puede explicar viendo las fechas de lanzamiento: el primer Doom salió en diciembre de 1993 y su secuela estaba en las tiendas (esta vez sin versión shareware) en septiembre de 1994.
Pero entonces, ¿quién es Doom? ¿Hay un quién, o es un qué? Con el paso de los años, de las décadas, Doom ha sido muchas cosas: ha sido el precursor del deathmatch, ha sido packs de mapas, ha sido una escuela de diseño para innumerables diseñadores de niveles, ha sido el esqueleto de videojuegos de todo tipo, ha sido la base de experimentos narrativos genuinamente brillantes. Ha sido el telón de fondo de la historia de «los dos Johns», en parte por su mérito (sin ellos no habría Doom: eso es un hecho) pero también porque es una historia atractiva, que apetece contar y escuchar. Doom es también, y según a quién le preguntes sobre todo, sus niveles, y lo que estos permiten que ocurra en ellos; los combates, la tensión de ver cómo baja la munición en un laberinto penosamente iluminado con una luz que parpadea, el humor de sus encuentros más pintorescos, el alivio de encontrar una caja de cartuchos para la escopeta cuando te quedan solo un par de disparos. Se ve el estilo de Sandy Petersen (que en 1997, después de Quake, dejó id Software para entrar a trabajar en Ensemble Studios; ahí fue diseñador en Age of Empires y sus secuelas) incluso en Legacy of Rust, el nuevo capítulo incluido en la última reedición, en cuyos mapas la línea entre lo legible y lo abstracto se funde constantemente, quizá no como un homenaje explícito al estilo de Into Sandy’s Cities pero sí por pura absorción natural de qué, o quién, ha sido Doom todo este tiempo. Va por él.
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Genial artículo Victor. Siempre se aprende algo nuevo en Anait, no conocia tanto la labor de Petersen.
Tremendo texto.
A mí Doom me pilla una generación por debajo y no le tengo esa estima que te permite volver a un retro sin que te sangren los ojos, pero aún así gusta leer artículos como este y sobre los fundamentos de la industria que tantos gustos nos da. Yo, seguiré haciéndome polvo con los nuevos Dooms, obras maestras de la epilepsia y el flow con el mando.
En cuanto a Petersen me ha sorprendido conocer esta faceta suya. Me gustan mucho los juegos de mesa y conocía a Petersen de su faceta como diseñador de juegos cthulhianos y de algo de literatura al respecto. Saber que participó en Doom y, sobre todo, en Age of Empires me ha tocao la patata :’)
Lo dicho, buen artículo Viktor.
Gran artículo, como siempre. No tenía idea del aporte de Petersen en Doom, y eso que he disfrutado de casi todas las entregas de la saga. Petersen es una de esas mentes creativas prolíficas pero silenciosas en el mundo del videojuego. De hecho, veo paralelismos entre él y Romero con el tándem de Miyamoto-Tezuka en Nintendo, donde el primero se lleva la mayor parte de los reflectores (merecidamente, en gran medida), mientras que el segundo asume gran parte del trabajo pesado en el diseño.