Sea of Thieves: Diario de a bordo (I)

Es un juego que, en general, impone pocos o ningún límite en el jugador. Puedes hacer las cosas como te dé la gana: dentro de lo que te permiten las normas, existe una gran libertad para actuar a tu manera, en parte gracias a la ausencia de guías de casi cualquier tipo. Esto puede llevar a errores que, idealmente, solo cometes una vez: sé que no soy el único que se ha visto sin jaulas justo cuando ha llegado a una isla llenita de pollos porque no sabías que tenías que recogerlas en puerto o, peor, porque se te ha olvidado ir a por ellas. También puede que te pases una hora matando esqueletos para la Orden de las Almas (una de las tres facciones para las que puedes hacer trabajos, junto con la Alianza Comercial y los Acaparadores de Oro) y olvidarte las calaveras del jefe, que debes devolver a la Orden para conseguir aumentar tu reputación.

Jugando solo estos inconvenientes se multiplican, claro, pero no creo que sea un fallo sino una forma sutil de decirte que jugar con gente es mejor, y el objetivo último de Sea of Thieves. Mis torpes primeras expediciones, las que estaban llenas de visitas a la bodega para tapar agujeros y achicar agua, acababan con una lamentable visita a puerto para vender un cofre o un cargamento de azúcar, pero ahora ya me siento suficientemente confiado como para buscar varios tesoros a la vez o conseguir tantas calaveras como pueda antes de regresar a tierra firme para conseguir mis recompensas. Descargar el barco por ti mismo es horrible: realmente te dan ganas de tener una tripulación que te ayude.

Lo interesante son, en todo caso, las historias que se crean en cada viaje. Recuerdo uno de los primeros, cuando todavía no sabía casi nada: me encontré con un enorme grupo de serpientes y me quedé embobado mirándolas; intenté darles un sablazo pero esquivaban los golpes con destreza. Cuando me di la vuelta para marcharme, una me lanzó un mordisco. Acabé cayendo por un barranco, cegado por el veneno, y tardé un rato en orientarme de nuevo. Al final acabé recuperando la visión pero no conseguía encontrar mi barco; de pronto, vi una bengala: era la señal de que mi barco se había hundido, porque mi llegada a la isla había sido bastante accidentada y me había olvidado de comprobar que todo estaba bien en la bodega.

En otra ocasión, después de recuperar cuatro cofres y quedarme sin travesías que completar, puse rumbo a puerto cuando me sorprendió una tormenta. Decidí navegar de todas formas. El viaje fue increíble: con la brújula girando a toda pastilla y las olas haciendo que el barco se balanceara sin control, me era muy difícil saber hacia dónde estaba yendo. No es recomendable dejar el timón en una tormenta, porque se mueve solo y puede hacer que te pierdas todavía más, así que los vistazos al mapa tenían que ser tan rápidos como fuera posible antes de volver a tomar el control e intentar enderezar el rumbo. Una cosa brillante del mapa es que está más vacío de la cuenta: se ven las islas pero aun así tienes que prestar atención al mar para no comerte un pedrusco y acabar con los huesos en el fondo del mar. Para colmo, la lluvia era copiosa y la bodega se llenaba de agua constantemente, así que tenía que bajar a achicar cada poco tiempo. En una de estas, miré a la mesa de mapas para ver cómo iba y vi que estaba todo inundado: fue un viaje muy accidentado, pero conseguí que el barco se mantuviera a flote.

Llegué a puerto con el barco hecho unos zorros y allí me encontré con otro pirata que, como yo, iba solo en un balandro. Inocente de mí, me acerqué y eché el ancla para seguir con mi vida, y mientras terminaba de reparar mi barco escuché un cañonazo y vi cómo se abría un agujero en la bodega. Salí a cubierta y le grité. «¡Eh! ¡Cuidado!», dije, usando los comandos de texto del juego. Bajé a arreglar el desastre y mientras colocaba un tablón en el agujero escuché otro cañonazo. Usé el cubo para quitar todo el agua de la bodega a una velocidad de vértigo y volví a subir, y vi cómo el tipejo que me estaba atacando se lanzaba al agua para abordarme. Estoy jodido, pensé. Había visto otros barcos a lo lejos, pero mi estrategia siempre había sido huir y esconderme para que no me hicieran nada. Ahora no tenía escapatoria. Por si fuera poco, tenía la bodega lleno de tesoros.