«Los juegos de granja son los nuevos shooters», me comentaba mi compañero Pep la semana pasada tras acabar el último Direct. La frase, que puede sonar controvertida (especialmente porque no parece que las grandes compañías se muestren dispuestas a experimentar con franquicias basadas en el cultivo), sí que acierta al señalar que si «disparar» es el verbo por excelencia de la industria mainstream «plantar» empieza a estar llamativamente presente cuando hablamos de títulos desarrollados con presupuestos ajustados. El auge en la popularidad de los simuladores de granja es un hecho que contrasta con su nacimiento como género de nicho a mediados de los 90. Y para explicar este renovado interés por el «ruralismo virtual» los analistas de la industria apuntan a factores que van desde su colorido aspecto visual a un gameplay flexible que se aleja de la competición y que nos permite aproximarnos a los diferentes objetivos a nuestro propio ritmo. No hay que olvidar tampoco que la masa de jugadores no solo ha crecido en número sino que se ha diversificado, haciendo más sencillo encontrar mayor número de interesados por todo aquello que no consigue un hueco en el limitado AAA.
Precisamente porque los simuladores de granja han ido ganando poco a poco visibilidad, porque su presencia, a diferencia de lo que sucede con otros géneros, no ha sido una constante desde que se instalaron las primeras arcade, los verbos con los que actuamos dentro de ellos han sido analizados tanto dentro como fuera de los juegos con extremo detalle. Mientras que alrededor de los shooters las conversaciones más habituales se limitan a su representación de la historia y la violencia, deteniéndose especialmente en la permeabilidad de esta hacia la sociedad, los análisis sobre los juegos de granja abordan una gran serie de ideas que van desde su supuesto diseño hipercapitalista y obsesionado con el trabajo, hasta su naturaleza como propaganda de la industria ganadera. Al mismo tiempo que los fans del género lo defienden como un oasis en el que relajarse a través de tareas repetitivas y rutinarias, con loops jugables hechos a medida, los más críticos con él apuntan a que podría ser un reflejo del malestar de la sociedad que reproduce y amplifica sus patologías. Un género de apariencia wholesome que nos impulsa a dinámicas terribles y perversas.
La tierra para el que la trabaja
Quizás la crítica más extraña y pasada de rosca hacia los simuladores de granja —también la más extendida— es aquella que acusa al género de ser un producto limitado por las ideas capitalistas, que nos ayuda a normalizar lo peor del sistema. La crítica es extraña porque para pensadores como Mark Fisher, las generaciones nacidas a partir del 70 somos prácticamente incapaces de pensar de forma externa al capitalismo y, por tanto, todas las ficciones que creamos y consumimos están delimitadas por él. Según leemos en su ensayo Realismo capitalista: «Ninguna posición ideológica puede ser realmente exitosa si no se la naturaliza, y no puede naturalizarse si se la considera un valor más que un hecho». Esto significa que incluso cuando creamos una distopía o una ucronía post o anticapitalista —podríamos tomar como ejemplo de esto Disco Elysium—, lejos de naturalizar otros sistemas posibles, los tratamos como un «concepto»; una aspiración o una advertencia, que siempre parten de que lo «normal», lo «básico», es el capitalismo.
Es evidente que juegos como Stardew Valley, Story of Seasons o, incluso, alargando la etiqueta de simuladores de granja, Animal Crossing, son juegos capitalistas que se han generado en un sistema idéntico. Incluso el inicio del título desarrollado por Eric Barone, que nos muestra a un protagonista deprimido a causa de su trabajo en una gran compañía al estilo de Amazon que se mejora al mudarse a un idílico pueblo, puede considerarse pro-capitalista porque, de nuevo según Fisher, el capitalismo ha incorporado con éxito todas las críticas posibles al sistema y ha encontrado la forma de hacernos creer, incluso a los más críticos, que será capaz de proporcionarnos una cura. Sin embargo, hacer de esto una lectura exclusiva del género de granjas es injusto, especialmente cuando muchos análisis de este estilo se estructuran a través de ideas que incluyen una interpretación fallida del concepto de trabajo y una creencia errónea de que la progresión en estos juegos va siempre ligada al crecimiento económico.
Un elemento interesante que encontramos casi siempre en los juegos de granjas es la noción de que tenemos que trabajar nuestra tierra y de que la tierra pertenece a la persona que la trabaja. Incluso en títulos «atípicos» como Doraemon Story of Seasons, en los que los compañeros de Nobita se ven obligados a poner su capacidad de trabajo al servicio del enriquecimiento de terceros, Nobita trabaja una tierra que le ha sido entregada en exclusiva y de cuyos frutos puede disponer a placer. En ninguno de los títulos más representativos del género ponemos nuestras herramientas al servicio de algún burgués (realizando, por ende, trabajo asalariado) ni tenemos oportunidad de pagar a otros para que exploten la tierra mientras nos enriquecemos. Así, y si tomamos como definición de trabajo el concepto de trabajo asalariado que encontramos en el Manifiesto comunista, en ningún caso un simulador de granja puede ser un «juego de trabajar». El personaje principal realiza una serie de labores, siempre por elección propia, y se beneficia totalmente del resultado de ellas. Incluso con otras definiciones más laxas o informales, el hecho de que no tengamos que cumplir un horario o unos objetivos fijos impuestos de forma externa hacen que sea imposible llamar «trabajo» a las diferentes actividades que podemos realizar in-game. Por supuesto, no está de más señalarlo, lo que está haciendo el jugador se limita totalmente a jugar, sin importar que los verbos que ejecute in-game se relacionen con trabajos en el mundo real. A fin de cuentas, hay personas que trabajan disparando, investigando o jugando al fútbol sin que llamemos a los shooter, los murder mysteries o los títulos deportivos «juegos de trabajar». Como señala el psicólogo especialista en videojuegos Simon McCallum, lo que gusta en este tipo de juegos no es imitar el trabajo asalariado sino la posibilidad de obtener la misma satisfacción que nos proporciona realizar tareas con un esfuerzo mínimo: «en una simulación haces estas tareas aparentemente mundanas de una forma mucho más sencilla y sin la necesidad de tomar decisiones complicadas. En un mundo complejo donde tenemos que enfrentar una gran cantidad de interacciones desafiantes, es natural buscar cosas más sencillas».
Dentro de que el género refleja el sistema capitalista en el que se ha creado, más por pereza creativa que por un convencimiento y anexión real a sus ideas, si nos ponemos en la tarea de analizar de forma minuciosa todos sus elementos (algo que, de nuevo, no se aplica a otros géneros), también tenemos que destacar entonces su representación de la economía local o su defensa del consumo responsable (por ejemplo, el de la fruta y verdura de temporada), entre otras cuestiones. A pesar del tópico de que la progresión siempre va ligada al enriquecimiento y el consumo, en la mayoría de juegos la historia va de la mano de la afinidad (amistad, progresión personal) con otros personajes, siendo posible avanzar en la mayoría de ocasiones sin ampliar nuestra casa o amasar grandes cantidades de dinero. Por último, el hecho de que sea común encontrar recursos públicos, en este caso ilimitados, e imposibles de privatizar, responde a ciertas ideas sobre el uso del espacio común que convierte a las lecturas que relacionan el género con la sobreexplotación egoísta de los recursos disponibles en hot takes llamativas pero despegadas de la verdadera experiencia de juego.
Animales felices y pueblos vacíos
Frente a los análisis anteriores que, quizás, pecan de cierta superficialidad, encontramos lecturas centradas en el componente rural de los simuladores de granja a las que hay que prestarle una atención especial. Puesto que es común que, buscando la identificación, se presente a nuestro avatar dentro del juego como un urbanita estresado que decide escaparse a un pueblo en busca de la sencillez del campo, la mayoría de títulos dentro del género de simuladores de granja puede encuadrarse dentro de los escapismos rurales que se hicieron populares durante el siglo XVII. Aunque la idealización de lo rural ha estado presente desde el mismo nacimiento de las ciudades (los antiguos griegos componían los que ahora llamamos pastorales bucólicas bajo el nombre de βουκολικόν, que se traduce como «vaquero»), fueron la aperturas de las fábricas las que dieron forma al tipo de idealización que tenemos hoy en día. Precisamente porque refleja la idea clave detrás de la premisa principal de los simuladores de granja, resulta interesante ver la idealización del trabajo en el campo frente al trabajo en las fábricas que describe Paul LaFargue en su manifiesto El derecho a la pereza. Según el periodista cubano, los granjeros trabajan duro pero «por temporadas» y «a su ritmo» siendo precisamente por eso que se les ve más felices y sanos que a los delgados, oprimidos y enfermos trabajadores de las fábricas. Así, aunque la descripción de LaFarge alrededor de las penurias que enfrentan los trabajadores de las fábricas parece justa (es especialmente interesante que incluya en su lectura los problemas relacionados con el desplazamiento a sus puestos de trabajo), sus menciones a la vida campestre parecen tan simples, superficiales y tópicas como las que encontramos en los simuladores.
Aunque en juegos como Stardew Valley podríamos encontrar una excepción (los personajes están realmente diferenciados según sus intereses, objetivos, aspiraciones y deseos), algo común en la representación del ruralismo virtual es presentar a todos los vecinos como parte de una pintoresca comunidad en la que los únicos problemas que enfrentan son colectivos (el pueblo es demasiado turístico, una gran corporación amenaza el bienestar…) y nunca personales. Los NPCs que encontramos en estos juegos son «coloridos», amables y sencillos, muchas veces con una simpleza que ralla la ofensa. La idealización de las personas de pueblo parte de la necesidad de representar un lugar donde las relaciones son más sencillas y sanas, definidas por la sinceridad, la bondad y la fisicalidad. Pero, por supuesto, esta idealización pasa por una deshumanización que casi nunca se señala. Además, gran parte de los atributos que atrae a los jugadores hacia los juegos de granja, como la tradicionalidad, la lentitud o el contacto humano, se construyen a través de dos elementos; la estética de lo rural y una falsa nostalgia por la «vida sencilla», que en el mundo real sirven para enmascarar los problemas recurrentes que enfrentan las personas que viven alejadas de las ciudades como, por ejemplo, la falta perspectivas laborales, el mal funcionamiento del transporte público o las carencias en la atención sanitaria.
Algo que solemos dejar de lado al hablar de este tipo de simuladores es que, más allá de cultivar, recoger recursos y mejorar nuestra relación con los vecinos, también podemos criar diferentes animales. La representación de la ganadería en este tipo de juegos es, para mi, uno de sus elementos más problemáticos. Según ha comentado en múltiples ocasiones Eric Barone, el creador de Stardew Valley, desde el primer momento tuvo claro que su juego incorporaría la ganadería pero no la posibilidad de matar a los animales que compramos: «va en contra del mensaje del juego dejar que mandemos al matadero a los animales que hemos criado desde la infancia y convertido en nuestros amigos», aclara. Pero aunque en un primer momento esto pueda leerse como algo positivo y wholesome, el resultado es que el juego presenta la ganadería como una estética que idealiza la explotación animal. El hecho de que nuestro protagonista pueda comprar carne sin problemas, y sin que el juego nos plantee en ningún momento de donde viene, convierte la decisión de Barone en propaganda similar a la de las granjas eco en donde los animales crecen libres y felices hasta que llega el momento de matarlos.
Es importante que analicemos el género en detalle si queremos comprenderlo y, a la larga, hacerlo mejor. Pasar de títulos que aparentan amabilidad a juegos verdaderamente amables que dejen atrás sus peores elementos justo cuando parece estar aspirando a su máxima cota de popularidad. Quizás los juegos de granjas son los nuevos shooters pero, a diferencia de estos, tienen mucha capacidad para mutar. Para crecer cuidándonos mientras nosotros jugamos a cuidar.
Solo los usuarios registrados pueden comentar - Inicia sesión con tu perfil.
Una conocida que se dedicaba al campo se tiraba un rato riéndose de mí cada vez que me veía jugando al Stardew Valley. Le parecía un disparate que yo me divirtiera con eso.
Me he criado en un pueblo y es cierto que hay una idealización hacia lo rural exagerada. Hace poco era propia de ciertos modernillos; ahora, quizá desde la pandemia, se ha extendido.
Para el que no lo tenga claro: la realidad, lejos de lo que vemos en los simuladores de granja, es otra cosa. Los pueblos hoy día suelen ser sitios donde abunda la delincuencia, el tráfico de drogas y, en general, la mala sangre. Los chavales de pueblo, ahora más que nunca, quién sabe si guiados por la cultura del envoltorio asociada a las redes y a nuestros tiempos, no quieren ser de pueblo. La sencillez y la nobleza no les interesa, por lo general. Hay de todo, claro, pero sobre todo hay una mezcla peligrosa de ignorancia y soberbia. En paralelo, ya no quedan casi agricultores, ni ganaderos. Acostumbrados a la falta de oportunidades, quieren dinero fácil y lo quieren ya.
Todo lo bonito está en nuestras ideas y, claro, en los simuladores de granja.
Mi escaso contacto con la vida rural real es a través de terceros, familiares y algún conocido, y si se representase como es se parecería más a un survival horror que a lo que nos presentan estos juegos.
Juegos que, confieso, no me gustan nada, ni su rollo ridículamente happy prorrural ni sus mecánicas repetitivas y tediosas. Sobre el papel suenan bien pero en la práctica se me rompen enseguida.