Se puede hacer una historia del videojuego a partir de los encuadres. Los primeros plataformas como Donkey Kong tenían un cuadro fijo y los personajes no se salían de sus límites, ni siquiera cuando, en efecto, como en Pac-Man, había una fisura en alguna esquina. Siempre se volvía al interior, de lado a lado de la pantalla porque, de hecho, no había exterior. No es muy distinto de lo que ocurría en el cine primitivo, que estaba planteado como un teatro filmado desde la perspectiva del espectador y todo ocurría ante sus ojos (los personajes miraban a cámara y nadie daba la espalda).
De repente el encuadre del videojuego empieza a moverse arriba y abajo (Rainbow Island o Kid Icarus tenían como metáfora ese ascenso) y hacia el lateral (Super Mario Bros.). La diagonal quedaba restringida a cambios de perspectiva (isométrica, que también tenía sus cuadros fijos, como Solstice). Con el desplazamiento aparece el fuera de campo, la intriga, las variaciones que empiezan a parecernos infinitas. Se altera de este modo la percepción del jugador que ya no capta en una primera partida el todo del nivel como un conjunto cerrado sino como un espacio abierto. Castlevania y Metroid son los que llevan este espacio abierto a sus límites paradójicos: desaparece la linealidad en favor de un nivel que es, curiosamente, más cerrado, laberíntico.
Hay que hablar del espacio que genera el encuadre para aproximarse a Super Castlevania IV y al efecto de pesadilla febril que provoca.
Super Castlevania IV (creado por parte del futuro equipo de Treasure, que no quería lanzar más secuelas, quizá porque esta vía queda ya agotada con esta entrega) es respetuoso con la serie, recupera tanto la estructura de lo que era la corriente principal de la saga, el juego de plataformas clásico (la desviación de Simon’s Quest saltaría después hasta Symphony of the Night, convirtiéndose en hegemónica) como la banda sonora, los tópicos de género (fases desplegadas en un mapa, por ejemplo), el sistema de power-ups (látigo progresivo, arma secundaria), la rigidez del protagonista, la estructura en fases, midbosses y final bosses, etc.
Pero la cuarta entrega no es tan continuista como lo fue Dracula X, infinitamente más conservadora. Aparte de subrayar los elementos constitutivos de la serie, se trata de deshacer la trama que podrían haberla convertido en una secuela rutinaria. Konami reparte el peso de otro modo. Es verdad que Belmont sigue siendo un personaje rígido, casi escultórico, pero no así el látigo. Si el látigo puede culebrear, lanzarse y dejarse caer, entonces todo lo que está alrededor del látigo también puede hacerlo por vía indirecta. Belmont se agarra con él a unas argollas que lo hacen girar y de este modo, manteniendo la corpulencia del personaje, ahora a merced de su látigo, la relación con el entorno y el personaje cambia totalmente. Es este un primer desplazamiento: ya no es el personaje lo que debe hacerse más flexible, sino el objeto principal, una maniobra particular que permite seguir siendo fiel a la serie.
Este juego de ida y venida, de cuerpo denso y objeto flexible, modifica también el entorno. Las dos dimensiones empiezan a fluctuar. Volvemos al cine para explicar este segundo desplazamiento.
La única incursión al cine de Samuel Beckett, Film (1965), está dividida en tres partes. En la primera, un personaje, interpretado por Buster Keaton, corre por la calle, pegado a la pared, y la cámara se mantiene rígida a su lado, sin cambiar el ángulo del encuadre (de 45º, según Deleuze). Casi parece un personaje de plataformas lidiando con un mundo real en tres dimensiones, porque no se desvía de su trayectoria, camina recto hasta su casa y oculta su rostro girado hacia la pared. En el interior de su habitación la cámara comienza a girar a su alrededor (270º), pero tampoco se alcanza a ver el rostro, que solo veremos al final (360º). La posición de la cámara es fundamental para modificar la concepción que se tiene del espacio. La primera parte (45º) equivale a los plataformas en dos dimensiones y la segunda (270º) ya es propiamente un espacio tridimensional (los primeros Tomb Raider se planteaban con cámaras de este tipo, que idealmente no mostraban el rostro, aunque eventualmente ocurriera).
Pues bien, el paso de los 45º a los 270º no se realiza sino haciendo saltar las costuras del espacio tradicional del videojuego en dos dimensiones. Super Castlevania IV no puede hacer ese cambio, porque las tres dimensiones no son plenamente operativas, pero en vez de girar la cámara por un espacio dado, realiza una inversión, un trampantojo: girar el espacio alrededor de la cámara.
El nivel IV del juego es el lugar en el que el castillo gira sobre sus articulaciones, el escenario rota como un prisma arrastrado por un viento caprichoso y las piezas, al mismo tiempo plataformas y paredes, flotan encajándose y desencajándose, atrapando a Belmont sucesivamente en un agujero, en una alucinación y en la mandíbula del castillo.
Es en este momento en el que empezamos a comprender cómo funciona el castillo de Drácula: una misma fase, que tiene una continuidad espacial (¿la tiene?), rota sobre un punto —es algo que ya sucede en Super Ghouls’n Ghosts: merece la pena jugar a ambos simultáneamente—, así que la fase está pensada como un mecanismo hecho de piezas, cada uno independiente, integrada en una máquina que es al fin el propio castillo. No es tan extraño en la serie porque en las entregas anteriores, como en esta, ya había el interior del mecanismo de un reloj (¿qué clase de perversión convierte un castillo poseído en un campanario?) por el que los Belmont se colaban, y la misma lógica de los engranajes que giran cada uno por su lado pero encajados actúa ahora sobre distintos bloques de cada nivel.
No es solo esta fase, es todo el castillo: las estancias están separadas, visualmente apenas tienen relación y se van encadenando ideas y atmósferas distintas. El castillo lanza al jugador su serie particular de retos, una serie de variaciones que se ensamblan. Esta heterogeneidad depende de los encuadres que se mencionaban antes: ya no se confunden con el marco de la pantalla (como en los primeros plataformas), pero sí con los cortes que, a pesar de moverse la cámara, se imponen al final. Es algo tan elemental como lo que llamamos «fase». Pero hacer rotar el escenario sobre su eje o sobre un eje en profundidad, eso es empezar a desdibujar las dos dimensiones y a esbozar el espacio tridimensional. Tal como está planteado Super Castlevania IV, este espacio tridimensional es obra de una maldición y del baile perverso de mal.
Ahora sumemos los dos desplazamientos: el látigo se convierte en el centro activo del juego, hasta el punto de hacer girar el personaje a su alrededor; y el escenario gira alrededor del personaje, lo que de nuevo significa repartir el peso de otro modo, porque ahora no es tan difícil imaginarse que el juego provoca una alucinación nueva que consiste en hacer pensar en la rotación permanente del escenario alrededor del personaje y del látigo, incluso cuando parece que es el personaje el que gira. Cada vez que lanzamos el látigo a su enganche, el castillo da una vuelta y el látigo de Super Castlevania IV avanza un poco más hacia su pleno protagonismo.
No es descabellado pensar que Super Castlevania IV es una lucha contra las dos y las tres dimensiones, situándose en el intersticio en el que las dos dimensiones empiezan a desmoronarse y las tres dimensiones solo pueden intuirse de forma extraña, como un espejismo; lucha que conduce a entender el espacio como una serie cerrada, que se confunde con el castillo, variable y extensa de estancias desconectadas pero entrelazadas, convertida en una maquinaria precisa y diabólica.
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Lo que hace este juego con el látigo es lo que debería haber hecho Factor 5 con su Indiana Jones’ Greatest Adventures. El látigo no funciona como un simple puñetazo con alcance extra, sino que se convierte en una línea defensiva multidireccional. Aquello de mantener el botón pulsado y poder zarandearlo, que parece una tontería, es también la clase de detalle que refleja particularmente bien la sensación de empuñar un látigo real (fun fact: tengo dos látigos y sé usarlos). Probablemente sea mi interpretación favorita en un videojuego, con la única excepción de Zelda: Skyward Sword.
Super Castlevania IV es un 8 bits que abusa de los excelsos medios técnicos disponibles..
Y eso lo hace enorme. Grandioso.
Con el Symphony se repetiría lo mismo: una estructura técnica perfectamente aplicable a un juego de 8 bits (tiles y sprites) que abusa aún más todavía del entorno tecnológico disponible.
Y como resultado, un juego enorme. Grandioso.
Gracias a Dios. He entrado con temor de volver a leer la palabra «metroidvania».
Una puta maravilla de juego. Simplemente perfecto. Y ese sonido made in Super Nintendo es insuperable.
Así deberían ser los castlevanias y no una repetición tediosa de una aventura una y otra vez hecha. Porque por mucho que digáis la segunda fase del Symphony Of The Night es alargar la historia por alargarla, lo mismo de lo que se quejan todos en el Kingdom Hearts 2. De los mejores juegos hechos.
Comentario de la temporada, con llavero incluido
Me ha gustado mucho el artículo, especialmente por el enfoque. Yo no jugué a este Castlevania, pero ahora me apetece muchísimo hacerlo.
Las 16bits estuvieron lidiando con ese salto entre las 2 y las 3 dimensiones lo mejor que pudieron, imagino que en gran medida era lo que la industria buscaba: explorar nuevas perspectivas para impactar al jugador.
Muy buen artículo @f
Solstice… qué recuerdos! muchas horas eché en esos cubículos xD
Me ha encantado el enfoque del texto y el artículo en sí.
Me compro el Super Libro Super Nes para conocer el nombre detrás del seudónimo F.
Hace ya más de quince años de mi última experiencia con LSD.