Este artículo pertenece al estudio sobre cine y videojuegos que está realizando Alberto Corona. La presentación de esta serie de columnas puede encontrarse en este enlace.
Jo, interpretada por Sadie Frost, espera con su coche a la salida de una prisión. Un plano cenital nos informa de que ha aparcado exactamente encima de un mensaje que reza «No Parking» estableciendo de inmediato un ánimo entre lo travieso y lo contestatario, entre lo frívolo y lo trascendente. Quizá por eso, lo primero que deciden hacer según sale su novio Billy, a quien encarna un debutante Jude Law, es robar otro coche. Una vez el conductor original se queda en tierra, Jo registra sus pertenencias mientras Billy vuelve a colocarse al volante. Jo insulta los gustos musicales del propietario, y desprecia el contenido de su cartera gritando «¿es que ya nadie usa dinero de verdad?» mientras las tarjetas de crédito caen por el asfalto. Encuentra también una consola portátil, con un cartucho dentro que reconoce, Crazy Cars 3. Con un aullido eufórico, se pone a jugar. Empieza una persecución.
Los siguientes minutos de Shopping alternan imágenes de Crazy Cars 3, dedicadas al trasero de un Lamborghini Diablo esquivando competidores, con el acecho de la policía a Jo y Billy. Billy, al volante y divirtiéndose tanto como Jo con la consola, decide atropellar todos los pivotes que recorren la calzada, aumentando su velocidad mientras la cámara de Paul W.S. Anderson, al intentar registrar todo este movimiento, difumina las formas del coche protagonista y lo convierte en una masa agitada de color. Lo que sucederá después de este encuentro será decepcionante y trágico para los amantes protagonistas. Pero nunca olvidarán, cómo hacerlo, esos instantes en los que su brújula, su referencia vital, era un Lamborghini Diablo poligonal acercándose a la meta, y la derrota nunca podía ser definitiva.
I
Meses después de que Paul W.S. Anderson hiciera su debut como director, Double Dragon se postulaba como la segunda gran adaptación de un videojuego al cine. Sucedía en 1994, un año después del fracaso de Super Mario Bros., y esta lectura igualmente libre del beat’em up de Technos comenzaba de forma parecida a Shopping: con una persecución donde uno de sus integrantes (esta vez los perseguidores) utilizaba un joystick para guiar su vehículo. Hacia el final de la película de James Yukich, la frustración que sentían Jo y Billy porque su vida no fuera un videojuego estallaba con una pelea en un salón de recreativos, donde todas las máquinas arcade terminaban destrozadas. Parte del angst juvenil de principios de los 90 pasaba por ahí: por la conciencia de que no todo podía ser tan fácil como en una partida, pero en su primer filme Anderson había querido contextualizar esta rabia un poco más.
Los jóvenes protagonistas de Shopping están destinados a la fatalidad, pero porque así lo dispone el lugar que transitan. Las inmediaciones de Londres están visualizadas a través de desiertos industriales, túneles y almacenes humeantes, tejiendo una grisácea atmósfera de malestar generacional con la que Anderson exorcizaba sus recuerdos infantiles —se había criado en la ciudad minera de Newcastle upon Tyne y conocía bien la oscuridad— pero también invocaba el Free Cinema británico de finales de los 50. Fue por ello que, aunque la crítica la vapuleara por su violencia gratuita y la inconsistencia de su guion, Shopping se incrustó lo bastante bien en el bagaje cultural de sus coetáneos como para mostrar un camino a seguir, que no dudaría en seguir Danny Boyle dos años más tarde en Trainspotting. Para cuando esta antológica adaptación de Irvine Welsh se estrenó, sin embargo, Paul W.S. Anderson ya había emigrado. Hollywood le había llamado a filas.
Mortal Kombat empezó a desarrollarse al poco de que Super Mario Bros. asentara la pauta habitual de recibimiento hacia películas que cometen la bajeza de basarse en videojuegos, y de que Double Dragon no lograra enderezar esta impresión. Su rodaje coincidió, en un amasijo de casualidades que ilustraba el ansioso empeño de Hollywood por haber hallado un filón, con la delirante Street Fighter, la última batalla. La saga Mortal Kombat, a manos de Midway Games, había surgido como competencia directa de Street Fighter, y uno de sus personajes estrella, Johnny Cage, se erigía como una parodia del mismo Jean-Claude Van Damme que protagonizaba la película de Street Fighter. La mayor impronta de este filme con respecto a Mortal Kombat, sin embargo, también se dejaba intuir en Double Dragon, y tenía que ver con el tono. Ambos títulos eran muy conscientes de la rocambolesca empresa que afrontaban, de lo absurdo que era querer darle intríngulis dramático a un juego de lucha, y optaban por un enfoque entre lo autoparódico y lo abiertamente infantil.
Double Dragon y Street Fighter adolecían, sin embargo, de la misma cualidad ortopédica que Super Mario Bros. El esfuerzo por traducir el mundo de cada videojuego cristalizaba en un excesivo diseño de producción que ahogaba personajes y movimientos, entregando un conjunto aparatoso que lograba abochornar por mucho que no se tomara en serio a sí mismo —la película de Los Picapiedra, estrenada en el mismo 1994, cometía un error similar a la hora de transponer animación e imagen real—, y que demandaba una mayor síntesis. Ahí entraba Anderson, que a su paso por el Festival de Sundance sorprendía a todo el mundo cada vez que explicaba el dinero que había costado Shopping. Anderson era el candidato idóneo para que Mortal Kombat saliera victorioso ahí donde fracasaran Super Mario Bros., Double Dragon y Street Fighter. Por mucho que contara con un presupuesto escasísimo para ello, y Anderson no tuviera ni la menor idea de cómo planificar una pelea.
Tuvo que aprender sobre la marcha, y fue de mucha ayuda que tuviera frescas las largas horas pasadas en los recreativos jugando a, propiamente, Mortal Kombat. Anderson rodó su primer intercambio de guantazos según lo que él mismo había experimentado a través de un videojuego, y esto es algo que se nota especialmente al inicio de su segundo filme. Los duelos son mostrados entonces con un gran énfasis en la horizontalidad; el perfil de cada combatiente determina en buena parte sus movimientos, generando una grata sensación de familiaridad en el jugador al tiempo que desdibuja lo que rodea al personaje. Es, en primera instancia, el motivo por el que estas batallas, sin estar en absoluto bien realizadas, poseen una energía distintiva, que va evolucionando a lo largo del metraje según Anderson prefiere atender a la exploración de ese fondo desdibujado. Progresivamente, Mortal Kombat gana profundidad de campo, y la planicie habitual de los juegos de lucha se va abriendo, encontrando nuevas perspectivas fruto del diálogo con el entorno.
Este diálogo es lo que permite que Mortal Kombat respire con una placidez inaudita tras los mamotretos de Double Dragon y Street Fighter. Desde luego ayuda el humor constante, así como el colchón musical techno, pero el logro realmente definitorio de Mortal Kombat tiene que ver con un desarrollo de la acción paulatinamente dependiente del escenario que la aloja, y que termina por realzarla. Es una solución —dado que inconstante de un punto a otro del filme— a la que Anderson parece llegar de forma accidental, aunque teniendo en cuenta los ágiles juicios sobre el intercambio de lenguajes que penden en algunos segmentos de Mortal Kombat, tampoco habría que descartar que no fuera el plan desde el principio. El director parece al corriente, así, de la extrañísima encrucijada en la que se ha metido, y que ya venía dada por el propio videojuego de partida: más allá de la huella de Jean-Claude Van Damme, el argumento de Mortal Kombat era un remedo chiflado de la Operación Dragón de Bruce Lee. Anderson conoce, pues, la impureza esencial del videojuego, y en correspondencia la impureza de su cometido.
¿Qué incidencia tiene este conocimiento en Mortal Kombat? Pues todo lo relativo a Johnny Cage, un personaje que, interpretado por Linden Ashby, se pasa la película entera entre dos tierras. La amenaza a su credibilidad como actor de Hollywood le lleva a apuntarse al Mortal Kombat —lanzando la posible lectura meta de que Hollywood necesita de repente al videojuego para engrasar su maquinaria—, pero una vez ahí utiliza movimientos y réplicas directamente sacados de sus películas. Reacciona con ellos, además, en el punto más delicado de Mortal Kombat, cuando se enfrenta a Goro y todos en la producción saben que no hay forma de que ese gigante de cuatro brazos no quede ridículo en pantalla. Así que Cage se limita a burlarse de él, y luego le derrota con un único golpe en la entrepierna.
Adaptar un videojuego, nos enseñó Paul W.S. Anderson en la primera película realmente exitosa basada en un videojuego, requiere soluciones así. Requiere conocer el medio adaptado, claro, pero también el que adapta. Requiere apoyar la propuesta en un pensamiento concreto que facilite la expresión artística. Requiere, y aquí parece que hay que volver a André Bazin, un «catalizador estético».
II
En su amplio ensayo Teatro y cine, publicado en 1951, el teórico francés describía así lo que normalmente ocurre en una pantalla de cine: «El universo de la pantalla no puede yuxtaponerse al nuestro, sino que lo sustituye. Durante un cierto tiempo el filme es el Universo, el Mundo, la Naturaleza». Partiendo de esta base, y de las posibles inercias hacia un universo figurativo, Bazin contemplaba con reparos la artificiosa propuesta del expresionismo alemán engrosada por Robert Wiene o Fritz Lang (que resulta ser el director favorito de Anderson). «No es tanto una construcción de decorado, de arquitectura o de inmensidad, que de aislamiento de un catalizador estético que pueda precipitar esa «naturaleza». El murmullo de una simple rama de álamo agitada por el viento, bajo el sol, bastaría para evocar todos los bosques del mundo». Lo sorprendente de Mortal Kombat no reside por tanto en lo barroco de sus escenarios —con notables reminiscencias a lo visto en los videojuegos—, sino en cómo se retroalimentan de la energía de sus habitantes. El catalizador estético es el movimiento del personaje, que otorga vida a todo lo que le rodea.
Aun partiendo de un juego de lucha donde la interacción del jugador con el escenario fuera mínima, Anderson pudo intuir que una especificidad clave del medio a adaptar era su inmersión en una realidad distinta a la nuestra. Un Universo, un Mundo, una Naturaleza, que a diferencia del cine solo obtenía corporeidad a medida que el público, desde una voluntad libre y curiosa —la voluntad lúdica— se adentraba en él, lo exploraba. El interés por describir un espacio mutable derivó en que Anderson, para su siguiente película, lo imaginara como un ente autónomo capaz de devorar a sus exploradores. Horizonte final, como luego Alien vs. Predator, se distinguen pues del resto de su filmografía en que el territorio no busca una simbiosis con el ocupante, sino que prefiere someterlo para erguirse como algo inasible y monstruoso. Sigue respirando, sigue pareciendo vivo, pero ya estaba ahíí antes de que llegáramos, y seguirá estando cuando nos hayamos ido. No es el tipo de espacio que más suele interesarle a Anderson, pues él prefiere que nuestra huella sea perceptible incluso cuando hayamos muerto y seamos fantasmas… o zombis.
Pulsión es un telefilme que Anderson rodó de vuelta en Reino Unido con la idea de que fuera el piloto para una serie que nunca existió. Las calles de Londres seguían tan lúgubres a su regreso como lo habían sido en Shopping, pero ya no estaban tan vacías: las visiones de su protagonista (Andrew McCarthy), al estilo de El sexto sentido, conminaban a que aparecieran llenas de espectros en tránsito, manteniendo la ocupación de su espacio. Esta voluntad de construir una presencia sobre la marcha, de hacerse camino al andar, suponía la primera gran transgresión si alguien, a principios de los 2000, quería adaptar Resident Evil. Los primeros juegos de Capcom presentaban una cámara fija en escenarios prerrenderizados, con una exploración limitada aunque oportunamente inquietante. Por eso Paul W.S. Anderson fue con cuidado al principio. Quería hacer una película a partir de la marca, pero en Constantin Films andaban muy suspicaces tras varias tentativas fallidas —una de ellas guionizada por George A. Romero—, y Anderson les propuso escribir un libreto por su cuenta. Si les gustaba podría ser Resident Evil, si no sería una película independiente titulada The Undead. Es otra de las razones que explican el desdén por la fuente a partir del cual parece surgir la saga cinematográfica de Resident Evil. Aunque Anderson insistiera después en que el primer filme quería oficiar de precuela para el juego inaugural.
Resident Evil, estrenada en 2002, comienza en una mansión abandonada donde Alice (Milla Jovovich) se despierta sin recuerdo alguno y sin tampoco poder utilizar las armas que encuentra en el lugar, con el gatillo bloqueado. Elementos postreros como los perros zombi, el caricaturesco color verde del antídoto para el Virus-T o la aparición de un final boss suscriben este esfuerzo por agradar al gamer mediante el repaso de una iconografía consensuada, pero a la larga resultan anecdóticos. O, por lo menos, no parecen estimular a Anderson tanto como la codificación de los distintos espacios que atravesará Alice. Asistimos en Resident Evil al nacimiento de uno de los principales recursos de la obra de Anderson, acuñado precisamente para identificar el punto en que se encuentra un personaje dentro de un cosmos aprensible: la irrupción de mapeados digitales donde destaca la presencia de los protagonistas, informando o insinuando cuánto han recorrido, cuánto les queda por recorrer y qué obstáculos pueden encontrarse a continuación. Estos mapeados alcanzarían una suerte de exacerbación —por aclarar del todo cuánto de vínculo con el juego tenían aparejado— en su tardía adaptación de Los tres mosqueteros, donde se cartografiaba toda la Europa del siglo XVII y las presencias se convertían en figuras de un tablero de Risk.
Resident Evil, como quería ser más claustrofóbica, solo se preocupaba por los intersticios de la Colmena. Es decir, por el complejo de Umbrella Corporation donde había nacido el Virus T. Alice y un equipo menguante atravesaban sus pasillos, ascendían de piso, buscaban un núcleo, perfeccionando una gramática cuya franca tridimensionalidad se comunicaba con el hecho jugable, aunque entonces fuera más fácil conectarlo con lo propuesto por un filme previo, Cube. Su influencia en Resident Evil es tan copiosa como la de Matrix a la hora de escenificar los combates, aunque no dejan de ser licencias accesorias que apoyan el encaje de Resident Evil en una sensibilidad concreta del mainstream de su tiempo. Recordemos que las estrategias básicas para adaptar un videojuego al cine son el reconocimiento y el encaje, y en ese sentido Resident Evil las empleaba lo bastante bien como para que la película agradara a los jugadores. Algo meritorio, pues Resident Evil mostraba un desdén tremebundo por inscribirse en el género de terror.
III
Resulta tentador justificar que Anderson se apartara de la dirección de las dos secuelas de Resident Evil —limitándose a escribir el guion— en base a cómo aumentaban la escala de su escenario. Resident Evil: Apocalipsis llevaba la acción a las últimas horas de Raccoon City mientras que Resident Evil: Extinción ampliaba el radio a todo el desierto de Nevada, coqueteando con la herencia Mad Max. Sea como sea, en el tiempo que medió antes de volver a dirigir Resident Evil siguió apañándoselas para comunicar el cine con dinámicas videojueguiles. Parecía algo apropiado de cara a Death Race, un proyecto que tardó diez años en consumar y que se basaba en un clásico de Serie B setentero —La carrera de la muerte del año 2000— a su vez muy vinculado al medio, pues había inspirado a finales de los 90 la saga Carmageddon. Por supuesto, la idea de resolver una carrera de coches a base de trampas y de atentar directamente contra la integridad de tus competidores también es consustancial a Mario Kart y derivados, y así es como podría entenderse Death Race: como una adaptación de Mario Kart con ultraviolencia y Jason Statham. Es decir, lo más parecido a una obra maestra que consta en la filmografía de Anderson.
Death Race se compone de tres carreras de riesgo exponencial donde los conductores pueden recurrir a varios ítems para facilitar la victoria. Según el vehículo pasa por encima de una placa en el suelo —una con un escudo dibujado, otra con una espada— pueden contar con protección extra o con munición para atacar a quien les lleve ventaja. Es un recurso extremadamente simple, cosmético si se quiere, que otorga una enorme riqueza y variedad a las escenas de acción, terminando de ejemplificar que el videojuego forma parte indeleble del discurso creativo de Anderson. Uniendo esto a su vocación maximalista, a una tendencia a aumentar o diversificar la apuesta a cada compás, no debería extrañar el salto hacia la abstracción que experimentó Resident Evil según Anderson volvió a ser su director. Cuando decidió contestar la primera trilogía de Resident Evil con una segunda, el director inglés se propuso impulsar el estilo de acción heredado de Matrix, además de aprovecharse del nuevo repunte del 3D que había posibilitado por el fenómeno Avatar de James Cameron.
El 3D, claro está, apuntalaba la vocación inmersiva de su cine, pero como enésima muestra de su cortísimo alcance, en los siguientes films hubo de limitarse a arrojar cosas a la cara del espectador y emborronar la profundidad de campo. Afortunadamente este 3D, como el bullet time, solo ejercían de reclamos para maniobras mucho más complejas, que nacían de profundizar en tentativas previas de atemperar el espacio e indagar en el videojuego como campo conceptual. Es algo básico para entender la saga Resident Evil, comúnmente denostada incluso cuando los juegos de Capcom también protagonizaron un vuelco a la acción: Paul W.S. Anderson no quiere adaptar unos videojuegos, sino que quiere adaptar el videojuego en sí. O, mejor dicho y teniendo en cuenta la categórica imposibilidad del esfuerzo, quiere preguntarse cómo puede adaptarlo, arraigando la pregunta en las potencialidades de un cine de acción mainstream extremadamente definido y coyuntural. Resident Evil es una franquicia que se enorgullece de ser hija de su tiempo, pues la espolea un ánimo exploit y populista —adjetivo este último del que Anderson se apropia con orgullo— que desbarata cualquier narrativa mínimamente solvente y encadena a sus personajes al caos. Como sintetizan Elisa McCausland y Diego Salgado en Supernovas: Una historia feminista de la ciencia ficción audiovisual: «En sintonía con la montaña rusa de transformaciones de Alice, en las que tienen tanto que ver las imaginaciones desbocadas de Anderson y Jovovich como su adaptación oportunista al pulso del cine comercial, el resultado es un mix enloquecido de cuanto oferta la imagen de consumo contemporánea, licuada en un maremágnum óptico y sonoro, un éxtasis de la simulación audiovisual».
Conviene, ahora, quedarse con el concepto de simulación. Resident Evil: Ultratumba, cuarta entrega de la saga, supuso ante todo un perfeccionamiento del espacio como sujeto dialogante, enlazando con los imaginarios absorbentes de John Carpenter al tiempo que la acción, de tan histriónica que se volvía, parecía a punto de alcanzar una entidad ajena por fin a las hermanas Wachowski. Resident Evil: Venganza, quinta entrega, funcionaba en una frecuencia distinta, abrazando de una vez por todas la indagación ensayística que siempre ha subyacido en el cine de Anderson desde su primera e inabarcable secuencia. En ella asistimos a un tiroteo invertido, rebobinado al estilo de los primeros minutos de Memento de Christopher Nolan, pero el rebobinado no se ajusta a un único plano, sino que continúa con la sucesión de ellos. La sensación despertada es, pues, que no se está tanto rebobinando una acción como una película entera, acentuada con la consecutiva aparición de Alice mirando a cámara para resumirnos los recientes acontecimientos de la saga. ¿El resultado último? Un distanciamiento radical por parte del espectador. Una película, o un videojuego, que procede a enseñarte sus tripas para motivar la reflexión sobre su funcionamiento.
Este distanciamiento, acaso brechtiano, no atenta necesariamente contra el propósito inmersivo de Anderson pues la trama misma de Venganza entrega sus condiciones de posibilidad, sin nunca comprometer un disfrute genuino. Y es que la quinta parte de Resident Evil se ambienta casi por entero en un complejo de Umbrella muy distinto a la Colmena, pero que en cierto modo se puede entender como la expansión totalizante de la misma. Este complejo se compone de distintos mundos o niveles, cada uno representando una localización archiconocida estilo Nueva York, Moscú o Tokio. Su superficie es finita, así se confirma desde el indispensable mapa digital —al que Alice ya tiene acceso directo—, y ofrece un parecido tosco con las ciudades que representa al tiempo que un desafío concreto, con sus oleadas de enemigos y sus distintas set pièces. No es difícil deducir que este complejo de Umbrella busca articular una expresión visual de las interioridades y fases de un videojuego de acción cualquiera, pero en dicha expresión se percibe un añadido vital. Los personajes no solo pueden atravesar estos escenarios, también pueden tener otras vidas en ellos.
Parte del reparto de películas previas de Resident Evil reaparece en estos niveles como un conjunto de clones con vivencias y personalidades distintas. Rain (Michelle Rodríguez) era una aguerrida militar en la primera Resident Evil, aquí es una afable vecina. Y lo que es más importante, la misma Alice dispone de otras vidas posibles en esta sucesión de espacios. La Alice que hemos seguido hasta ahora lo descubre impactada; descubre que en otro mundo ha sido madre y tiene una familia. Anderson está llevando —con una progresión admirable, que ya insinuaba en su temprano film Soldier con respecto al Todd 3465 interpretado por Kurt Russell— el concepto videojuego al ámbito performativo. Y luego al existencial.
Uno que maravilló a Willow Maclay, crítica cultural que siempre ha defendido una posible lectura queer de la saga Resident Evil —también, en este caso, a la estela de Matrix—: «Las escenas domésticas de Rodríguez y Jovovich en Venganza podrían leerse como una prueba de identidad y vitalidad, incluso como una fantasía personal», apunta, insistiendo en el carácter de Alice como un personaje en construcción ya que la amnesia que decía tener en la primera Resident Evil solo era un síntoma de ser ella misma un clon, sin pasado ni crianza. «Alice es una pizarra en blanco en busca de definición, cuya muerte y renacimiento continuo le permiten existir de muchas formas». Puedes morir una y otra vez en un videojuego, y volver una y otra vez eligiendo qué cambiar, qué se ajusta mejor a quién eres. Para Maclay, el proceso de Alice en Venganza suscribe «una idea de la feminidad como estado evolucionado y creado en lugar de dado». El cine de Anderson, los mundos de Anderson, habrían originado la oportunidad de que Alice sea quien realmente es.
IV
En Resident Evil: Venganza Alice descubre que es madre, en Resident Evil: Capítulo final se distancia de cualquier idea problemáticamente monolítica sobre la feminidad para perseguir una cualidad universal. Algo parecido a una diosa invulnerable a la muerte —canalizando las identidades de varias Alice distintas—, que se alinea con el carácter de Anderson como creador de mundos. Capítulo final, no obstante, supone un paso en falso con respecto a las dos entregas previas, por caer el director en la trampa —tendida en Venganza— de retomar personajes y tramas antiguas para construir un régimen autorreferencial, nostálgico, que funcione como desenlace satisfactorio emocionalmente. Por si fuera poco, Anderson modifica su abordaje de la acción optando por un montaje insufriblemente fragmentado, que además de sacrificar claridad torpedea cualquier tentativa de prefigurar un espacio.
Pero que Capítulo final sea un paso en falso implica que el recorrido ha logrado proseguir después con acierto, manteniendo la consistencia de este aprendizaje hacia un objetivo sobre el que Anderson teoriza ocasionalmente en sus entrevistas: la hibridación completa de cine y videojuego. «Hemos tomado mucho de los videojuegos para las películas, pero nunca he querido coger fragmentos de videojuego para insertarlos en una estética cinematográfica», ha declarado. «Lo que queremos es fusionar la estética del videojuego y la del cine». El razonamiento no puede ser más sencillo y debería sustraerse orgánicamente de cualquier esfuerzo por convertir un videojuego en película, pero por lo que sea pocos cineastas aparte de Anderson han albergado estas inquietudes. Mucho menos han querido hacerlas evolucionar, buscar nuevos enfoques para darles cuerpo desde distintos ángulos. Pompeya, otro filme de Anderson inmensamente logrado, quiso mostrar deferencia al péplum cambiando la consistencia de los decorados físicos de la era dorada del género por su reverso digital, manteniendo el mimo en la descripción de las gentes y comportamientos que en ellos se suceden. Y, por más que las críticas y reacciones del público hayan acostumbrado a ser hostiles, no es descabellado rastrear cierta influencia de los postulados de Anderson.
Resident Evil: Bienvenidos a Raccoon City forma parte del actual esfuerzo de la industria por apartarse de los dislates del director inglés, como también quiere hacerlo la serie de Resident Evil producida por Netflix. Esta última se ofrece como un producto confuso entre sus fidelidades y prioridades, mientras que en contraste —y sin ser nada del otro mundo— Bienvenidos a Raccoon City sí retiene la atención de Anderson por los espacios, aunque su acercamiento sea radicalmente distinto. Frente a la liquidez que estos atesoraban, Johannes Roberts prefiere una visualización más analógica, con peso propio e iluminación elaborada que intensifiquen los estallidos de terror. No es mala estrategia, pero el trauma fan por las blasfemias de Resident Evil impone una coerción dramática en el desarrollo de la acción, que casi la desgaja en cinemáticas retocadas de los juegos de Capcom.
Mientras, Paul W.S. Anderson ha seguido a lo suyo, y ha vuelto a toparse con un hito para su pensamiento audiovisual en la adaptación de otra saga de Capcom, Monster Hunter. A diferencia de los primeros e inmovilistas Resident Evil, Monster Hunter ya nació dándole una relevancia concreta al vínculo del jugador con el escenario, sentando unas bases que habían variado más bien poco desde 2002 pero que nunca habían dejado de encontrar nuevos adeptos a base de la inteligencia con la que se iban sofisticando. Anderson tenía mucho con lo que jugar, y aún así buscó el más difícil todavía: para pergeñar la historia de Monster Hunter se inspiró en un crossover de 2010 que este juego había tenido con Metal Gear, en Metal Gear Solid: Peace Walker. De este modo, Anderson dispuso que el punto de vista de la audiencia no radicara en el Cazador interpretado por Tony Jaa, sino en una militar llegada de nuestro mundo llamada Artemis (Milla Jovovich, cómo no). Esta, junto a otros soldados terráqueos, había dado con sus huesos en un mundo desconocido, poblado por monstruos de pesadilla que solo podría derrotar si aprendía los secretos de caza del personaje de Jaa.
Para este filme, estrenado a finales de 2020 tras ser retrasado por el COVID-19 —y hoy por hoy uno de los grandes fracasos en taquilla de Anderson, sin muchas opciones de prolongarse en secuela—, el director inglés ha recurrido a varias estrategias que ya tiene más que dominadas. Un reconocimiento controlado, no expedido tanto por el diseño algo limitado de los monstruos como por la indumentaria de Tony Jaa, el fetichismo hacia las armas y la extravagante aparición de Meowscular Chef. Una visualización modélica del espacio, sumando recursos como las grandes angulares con Jovovich en el centro o los zoom outs imposibles que hacen las veces de mapeado. La confluencia de ambas ya permitirían ser a Monster Hunter el entretenidísimo espectáculo que es, pero es que además Anderson ha matizado la acción fragmentada de Resident Evil: Capítulo final, y enriquecido el diálogo de personaje-con-mundo, siempre presente en su trayectoria, de un modo realmente bello.
¿Cómo? Como acostumbra a lograrlo este cineasta, pensando a lo grande. El diálogo de personaje-con-mundo cambia en Monster Hunter a mundo-con-mundo, colocándose a la vanguardia de esa expresividad híbrida, cine-videojuego, nuestro mundo y el virtual, que Anderson persigue. Buena parte de este se concentra en el clímax, cuando el dragón Rathalos atraviesa el portal y se introduce en nuestro mundo persiguiendo a Artemis. Jovovich divisa una sombra en el cielo, y la secuencia posterior establece un jugoso juego de correspondencias con el metraje anterior de Monster Hunter, transcurrido casi por entero en el Otro Mundo. Este mundo estaba determinado por la presencia, siempre visible y en lontananza —como el castillo de Ganon en Zelda: Breath of the Wild— de la Torre del Cielo que debía alcanzar Artemis para poder regresar a casa. La Torre del Cielo era vértice, era eje y era meta, definía cada progreso de Artemis. De vuelta a nuestro mundo sigue existiendo un vértice, y Anderson se preocupa de mostrarlo bien a lo largo del combate con el dragón: es el sol. En el Otro Mundo teníamos la Torre del Cielo, en nuestro mundo tenemos… nada más que el sol. En el Otro Mundo teníamos una meta bien clara hacia la que dirigirnos, en nuestro mundo tenemos una presencia constante y hacia la que no se puede —no necesitamos, en principio— plantear acercamiento alguno. Está ahí, se limita a estar.
Esa es, para Anderson, la auténtica especificidad del videojuego. El videojuego nos exhorta a avanzar, es lo que le define. Anderson solo quiere que el cine avance con él.
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Es un buen texto, muy reflexivo y tal, pero sinceramente, ni con estas trago a Paul W.S. Anderson, y cada vez que su persona recibe un alago un gatito pierde una vida, na’, tampoco eso, pero me da urticaria este señor sinceramente, por otro lado, lo dicho, buen texto Alberto.
Gracias por el artículo Alberto, me ha encantado. Me ha recordado un poco al estilo cartográfico que usó Jhon Ford en Centauros del desierto, aunque quizás me estoy flipando. Me apunto para ver Death Race.
Tan agradecido texto me recordó que en su día la primera película de Resident sí me gustó y como a pasos agigantados se volvía una parodia de sí misma y al caso del propio videojuego; aún me gana la risa cuando pienso en una Alice (anémica en esta cinta) liándose a puñetazos con el Nemesis, mostrándonos como efectivamente no es una adaptación del juego, por más que compartieran el nombre.
Ni con un palo
Me encanta el contraste entre los dos comentarios anteriores a este mismo. El de Orlando furioso y el de Zeres_77 (ambos totalmente respetables). Solo quería comentar eso xD
Siempre he sido un gran entusiasta de la obra de Paul WS Anderson. (Que por cierto, tuvo que ponerse WS en el nombre para no ser confundido con el otro director, el oscarizado Paul Thomas Anderson).
Como menciona el artículo, Anderson tiene muy claro su cine y al público. Filma las cosas que a él le gustaría ver como espectador. Y suele cultivar un buen ritmo en sus películas, porque sabe que el entretenimiento es lo más importante.
Mortal Kombat fue una película mucho más importante de lo que parece. En una era pre-Matrix, se me hace dificil pensar que las hermanas Wachowsky no hubiesen visto esta película, y tomado nota de sus planificados combates, de un CGI primario pero muy bien aplicado en el conjunto de la trama, y en una banda sonora con mucho ritmo, que acentuase el concepto de “molar”. Porque sí. Si en Matrix, la gente mola porque lleva gafas de sol y cuero negro, en Mortal Kombat la gente mola porque sí. Porque son fuertes (Kano) o guapos (Luke Cage, Sonya). Incluso Christopher Lambert tiene una actuación colosal, que se basa en molar. El concepto de “protagonistas que molan” estuvo presente en parte del cine de los 90. Recordemos películas como Rápida y Mortal, Desperado, o Blade. Tendencia que acabaria culminando en Matrix, y que Anderson conoce muy bien. Pero lo mejor de la cinta en sí es que muestra una estructura narrativa muy basada en el mundo del videojuego. Empieza con una presentación de personajes. Después comienza el torneo, y veremos los combates uno a uno, hasta el boss final. No me importó que Anderson cambiase la historia original, porque entendí que lo que a él le importaba era capturar esa esencia del videojuego. Al fin y al cabo, en un videojuego cada partida es una historia única y distinta. Nunca se derrota a los oponentes en el mismo orden o en los mismos escenarios. ¿Qué más da la fidelidad del libreto al juego original?
Después vinieron las cintas Resident Evil y Alien Vs Predator. Y debo decir que me encantaron ambas, a pesar de ser vapuleadas por la crítica. Y es que nuevamente se pueden ver en estas películas un amor por el videojuego en el que se basan. Protagonistas encerrados en un entorno, que se van enfrentando a diferentes situaciones. En Resident Evil, a pesar de ser una historia sin relación con el juego, se siguen los mismos esquemas. Personaje se adentra en solitario en una mansión. Militares. Galería gradual de enemigos, cada vez más fuertes. Enemigo final, y base que será destruida en unos minutos. Puro resident Evil. Pero dicho esquema era el mismo que el de la película… Aliens El Regreso, de James Cameron. Así, la elección de su siguiente película Alien Vs Predator no es tan casual como parece. Aun así, Paul WS Anderson no es Vincenzo Nattali (Cube). Quiere hacer una peli de acción, y no una de terror o suspense. En cada película se esfuerza en hacer una montaña rusa. Y precisamente por eso me gusta su cine. Porque no renuncia a ese empeño. A pesar de que no siempre le salga bien. Y debo decir que, entrados en los 2000 varias de las películas mainstream trataron de seguir esta estela. Por ejemplo, estéticamente la saga A todo Gas, nace haciendo uso de un ritmo alto y un montaje vistual que se apoya en el CGI sin complejos para imposibles movimientos de cámara. Muy Anderson. Saga que a su vez propicia luz verde para películas de persecuciones de coches, como SWAT, Italian Job, Torque y… precisamente Death Race de Anderson. En definitiva, que me encanta el director
Lo siento pero me ha parecido el típico análisis crítico que quiere ver más de lo que hay.