Este artículo pertenece al estudio sobre estética y videojuegos que está realizando Antonio Flores Ledesma. La presentación de esta serie de columnas puede encontrarse en este enlace.
Parece irrelevante plantear la cuestión de la moralidad y de la ética cuando estamos tratando el videojuego desde una perspectiva eminentemente estética; pero, como comenté en este trabajo, las experiencias, las percepciones, siempre se dan enmarcadas en un contexto social que condiciona la recepción. La libertad, para tener sentido, tiene que tener un contenido, tiene que decir algo, si no no tendría el sentido político que tiene, al menos tal y como la concebimos en la tradición occidental. El problema es el siguiente: ¿es esto verdaderamente relevante para la experiencia estética, o es una excrecencia que afecta de forma negativa y que hay que eliminar? Es decir, ¿nos podemos quedar en la forma de la libertad, o son ineludibles los contenidos concretos? Vamos a explorar esto hoy, y vosotros decidiréis cómo verlo.
Las modalidades de la moralidad en el arte
Muy en resumen, cuando hablamos de «moralidad» hablamos de la norma social de comportamiento vigente en un determinado contexto sociohistórico aceptada tácita, informal o involuntariamente, que se manifiestan en las costumbres, los hábitos, la forma de las relaciones, etc. Muy resumido. Por «moral» se suele tomar la forma «normal» de estar en sociedad (y que se opone o complementa a lo «ético», que tiene una carga más consciente y, hasta cierto punto, crítica con el estado de cosas). La moralidad es algo informe e indefinido, aunque seamos capaces de tratar ciertas líneas maestras; lo que a una persona le parezca inmoral a otra puede no parecérselo, pero por lo general detrás de esto suele haber un proceso de juicio crítico, algo que la moralidad no suele asumir. Ahora mismo, probablemente, todo el que me lea «sabe» a qué me refiero con moralidad, aunque estemos siendo demasiado vagos en la descripción.
El arte, y en general las expresiones culturales, tienden a adecuarse a este estado de la moralidad, y aunque hay elementos disonantes, existe una cierta continuidad con la norma de la costumbre, el llamado «sentido común». Existen arquetipos, clichés, las películas cuentan las mismas historias con diferencias menores, las novelas son todas la misma a pesar del estilo, los temas pictóricos se repiten, etc. No es algo malo: de hecho es la forma que tiene la sociedad de contarse a sí misma quién es. Lo que pasa es que a veces se juzga mejor o es peor según diferentes criterio. Esto viene de que, en los últimos dos o tres siglos, con emancipación del arte con respecto al discurso religioso (sobre todo, aunque no exclusivamente), se ha empezado a entender lo artístico como algo autónomo, que no se tiene que ver manchado por las cosas sociales, lo cual ha abierto serias discusiones al respecto (más o menos ya lo apunté en el texto sobre la «muerte del arte»). Se considera que hay cuatro (más una) posiciones de la moralidad con respecto al arte: dos versiones del autonomismo y dos versiones del moralismo (con una opción ética de regalo). Hay muchas más posiciones con más matices, pero las grandes corrientes son estas. Veámoslas con ejemplos.
El autonomismo viene a decir que el arte y lo estético es, en general, completamente independiente de cualquier consideración moral (o política, o social, si nos ponemos). Pensemos en el Tetris, el ejemplo clásico: éste juego se mueve exclusivamente a través de sus propias formas lógicas y mecánicas predefinidas sin necesidad de tener una «historia» o un contenido, ni de lejos moral. Podemos pensar ejemplos más actuales, como Baba is You o Wilmot’s Warehouse. Ambos discurren en su mundo interno sin salir de sus mecánicas. Son pura forma videolúdica, decir cualquier otra cosa es sacar elementos que no están en el juego. Esto lo dice un autonomismo «fuerte»; una versión «débil» del autonomismo dice lo mismo, pero asume que hay espacio para influencias externas: Baba is You es exclusivamente sus mecánicas, pero necesita referencias lingüísticas extra-videolúdicas con sentido para se «comprensible» (el uso de una «semántica», entendemo qué hay que hacer cuando sabemos qué significa victory, por ejemplo). Pero estas referencias son instrumentales: no están para contarte algo; son herramientas para que la forma artística se despliegue adecuadamente. Por lo general, estas posturas sólo son defendidas por artistas, con el objetivo de defender su obra de interpretaciones inesperadas.
Frente al autonomismo, se encuentra el moralismo, también en dos versiones. El moralismo «fuerte» o «doctrinario» tiene su origen en Platón: el arte tiene que ver íntimamente con las pasiones, con las emociones, con el sentido común de la gente, por eso tiene que ser radicalmente moral y alineado con el poder político. Todo lo demás implica una corrupción de la moral (un arte degenerado). Esta también ha sido la postura general de las religiones institucionalizadas, o de sistemas políticos autoritarios o totalitarios (aunque la censura de Estados formalmente liberales también está por medio). Aquí es más difícil poner un ejemplo: existen muchos juegos con un discurso moral claro (piénso en This War of Mine, por ejemplo), pero no con un discurso moralista grosero, muy explícito. Tal vez es algo que compete al «videojuego patriótico», donde las obras tienen más de propaganda que de juego (y sobre esto os recomiendo el trabajo de Antonio César Moreno).
Por esta dificultad, y porque al final el tema de la rigidez moral, como comentaba al principio, queda bastante diluido en términos individuales, surge el llamado «moralismo moderado», de Nöel Carroll, y que hunde sus raíces en el aristotelismo: la moralidad en las obras de arte no tiene tanto que ver con un sistema doctrinario de normas morales sino con la comprensión moral cotidiana de las personas. La moralidad tienen su referencia en emociones, que tienen un substrato social aprendido pero que son racionalizadas y explicadas a través de nuestro conocimiento y experiencias. El arte se dirige a este espacio moral, pero no como discurso claro sino como discurso confuso y experimental. La audiencia es la que rellena los huecos y toma decisiones emocionales, morales y cognoscitivas sobre la obra. Un ejemplo puede ser Gris: es un videojuego que, desde el autonomismo, puede ser calificado como mera forma artística, un experimento de colores y plataformas. Para mi, cuando lo jugué, no significó nada. Pero muchas otras personas vieron una metáfora de la depresión y les ayudó a comprender su porpio estado y a explicarlo a otras personas. Yo no sé si el juego tiene ese contenido moral (ignoro la intención de la desarrolladora), pero la audiencia le encontró esa profundidad moral y la integró en su conciencia, algo que se explica desde el moralismo moderado (posteriormente enmendado como clarificacionismo).
Una última postura, con difícil asiento en el debate y que no ha gozado nunca de mucho seguimiento, es el eticismo, que proviene de Hume. Para Hume, una obra de arte será existosa (será «buena») si se alinea con una buena perspectiva ética. No es exactamente moralismo, porque Hume es crítico: hay que analizar las costumbres y ser conscientes de ellas, y el estilo de la obra tiene que ir de la mano de un buen juicio ético. Pero, claro, esto presenta problemas, porque las posiciones éticas son muchas, y la decisión de qué estilo o qué forma artística acompaña mejor a qué posición ética se sostiene sobre un vacío. Se pueden pensar opciones: una crítica a la guerra y su moral se hará mejor desde un shooter, véase el caso de Specs Ops: The line. Pero la evaluación de lo bueno o lo malo éticamente que sea permisivo mostrar y cómo o nos lleva al moralismo o nos lleva a tener que tomar unas decisiones difíciles. De momento sólo se decide sobre una relación pero, ¿cómo ponéis en relación nuestra moral con lo que vemos y hacemos en los videojuegos?
¿Tiene sentido jugar a Unpacking después de Bucha?
El día 3 de marzo de 2022, las tropas ucranianas recuperaron la ciudad de Bucha, cerca de Kyiv, tras la retirada de las tropas rusas. Lo que se descubrió tras la recuperación ha sido la masacre de civiles, que excede cualquier justificación bélica o «daño colateral». Es un crimen de lesa humanidad. Las imágenes han arrollado a Occidente, en una guerra que está siendo transmitida en directo. Pero no es el único evento de estas características en la historia reciente: la Masacre de Srebenica, en 1995; el asedio de Grozni, en 1999; la Masacre de Rabaa, en Egipto en 2013. Para disfrutar del Mundial de Qatar ha tenido que morir más de seis mil trabajadores inmigrantes. Esto establece un marco problemático: ¿tiene sentido disfrutar de las cosas™ cuando el mundo está lleno de sufrimiento? O, dicho de otro modo, ¿cómo podemos pretender ser felices y libres cuando la mayoría de la gente sufre y está oprimida? Es una cuestión moral, pero afecta a nuestra percepción estética, y a la forma que nos relacionamos con el videojuego. Nos lleva más allá de la relación entre arte y moralidad, encarnando ambas cosas: si existe un espacio para el goce en un mundo patentemente doloso.
En el contexto del Holocausto, Adorno, plantea la siguiente pregunta: ¿se puede escribir poesía después de Auschwitz? «Auschwitz» se ha convertido en el epítome de la barbarie, del horror que puede desencadenar la humanidad por sus propios medios, el ejemplo paradigmático de genocidio. Hubo antes otros genocidios (los nativos americanos, los armenios), pero el Holocausto y, en concreto, Auschwitz, fue el genocidio sistemático, fruto de la racionalidad moderna. ¿Cómo es posible que después de conocer esto, de saber lo que, como humanidad, hemos llegado a hacer a otros humanos, puedo seguir disfrutando de la vida?
En el ámbito de la estética, especialmente en lo que se refiere al arte, Adorno se centra en la idea de «cómo es posible la belleza y su disfrute cuando el mundo es un lugar horrible lleno de sufrimiento». Adorno veía como una traición a los muertos que la vida continuara como si nada. ¿Qué derecho tenemos a vivir cuando otros han sido asesinados ante nuestras narices, incluso bajo nuestra responsabilidad y compromiso? Es más, ¿cómo nos atrevemos a escribir poesía sobre flores en el campo o sobre el amor cuando una fábrica de muerte ha funcionado sin descanso día y noche incinerando personas? La belleza es indolente, o al menos actúa como tal; para Adorno, todo arte que no manifieste de forma consciente la existencia de ese abismo entre la belleza —que actúa como si no hubiera sufrimiento—, y el sufrimiento real —que elude toda imagen de belleza sobre él—, es un arte cómplice del sufrimiento.
¿Qué tiene que ver todo esto con los videojuegos? Lo más claro se relaciona con el eterno debate sobre violencia y videojuegos: sin entrar en él, en los casos de los videojuegos bélicos sabemos que hay una conexión inmediata entre lo que hacemos y la muerte de personas. Y lo disfrutamos. Somos capaces de abstraer ese contenido (incluso esa forma, esas mecánicas que nos llevan sólo a actuar a través del disparo, del espadazo, o del bombardeo). Es cierto que en un Call of Duty no podemos disparar a civiles, y el sufrimientode la población es algo que conscientemente se ha eliminado de los videojuegos de estrategia (ya hablé de esto en relación a Paradox). Aquí el problema es explícito, y para Adorno todo esto sería un elemento más del engranaje de la barbarie, lo que apuntala esa separación entre goce y sufrimiento de forma artificial en el régimen necropolítico actual. Tal vez vería con mejores ojos opciones críticas, como el tibio Spec Ops: The line, o el más radical This War of Mine.
Pero esto es superficial, porque es obvio. Criticar un videojuego que va de matar porque se mata y porque nadie piensa en la familia de ese NPC musulmán que acabo de tirotear puede entrar en una dinámica que infantilice la discusión. El problema es otro, y se refiere de lleno a la indolencia de la belleza: ¿cómo es posible disfrutar Unpacking mientras se bombardean hospitales en Ucrania? Hay quien dirá que roza la —o que es— demagogia, pero es razonable preguntarse por las condiciones generales del sufrimiento y las estrategias de superación. Si queréis algo más cercano y asible: ¿es legítimo el goce de jugar a Monument Valley cuando el equipo desarrollador sufrió acoso sexual y laboral por parte de sus jefes? Porque se puede llevar más allá: el sufrimiento no es sólo relativo a la banalización de un contenido, sino a las propias condiciones formales y de desarrollo del videojuego. ¿Se pueden seguir haciendo y disfrutando videjuegos hermosos después del crunch, del acoso sistemático a mujeres dentro de la industria, del abuso laboral?
Esto tiene bastante de cuestión personal, de compromisos y responsabilidades individuales (en lo que se refiere al disfrute propio y del tiempo libre), pero encaja en una cuestión estética de fondo de cómo se construye el gusto. El goce, el disfrute, el placer, como conceptos estéticos, se han encontrado tradicionalmente substraídos de todo contexto. Y, de hecho, hoy seguimos pensando en muchos contextos que el placer es ajeno a su contexto. «Mientras no haga daño a nadie, que disfrute como quiera» es una forma de separar el placer de toda responsabilidad personal. Pero con obras como Crítica del gusto de Galvano della Volpe o La distinción de Pierre Bourdieu, sabemos que el origen es interesado, y sus desarrollos también.
Hay dos salidas posibles (al menos, en un sentido extremo). Si somos muy radicales, no tiene sentido seguir jugando a videojuegos; el videojuego estaría muerto como medio de entretenimiento. Es decir, habiendo sufrimiento en el mundo, el ocio, la fruición, el placer, son negaciones del dolor en el mundo, y de hecho serían olvidos intencionales que ocultan ese sufrimiento. En el videojuego se agrava porque, de forma efectiva, nos entretenemos a través del asesinato (matices, matices); o presuponemos armonía a través de una práctica que intenta ser bella y virtuosa. La otra salida, radical en la dirección contraria, que dice que no tiene nada que ver una cosa con la otra, que el placer es individual como el sufrimiento, y que mi placer o mi sufrimiento no cancela lo mismo en el otro, por lo que mi placer o displacer al jugar (o al contemplar arte), es irrelevante a esos otros problemas (un autonomismo emocional fuerte).
La libertad estética del juego que tan alegremente nos donara Schiller se empieza a enturbiar: los videojuegos no son algo inocuo, sino que se encuentran completamente implicados con el mundo; el videojuego, como cualquier otro producto cultural, hace a la sociedad (y viceversa, por supuesto). Existe una co-implicación problemática. Pero, como todo problema estético/filosófico, es una cuestión abierta. ¿Habéis dejado de disfrutar (cuestión estética) un videojuego por un motivo de desarrollo o externo al mismo (cuestión ética)? Tiene también bastante que ver con el eterno debate sobre la separación autor/obra. Pero intentad pensarlo en la big picture, no en casos concretos, y en términos abstractos. ¿Cómo lo véis?
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