Esa &^#$# ‘pizza’

Pocos juegos más impactantes, más emblemáticos y más definitorios que Final Fantasy VII. Hubo otros, pero Final Fantasy VII era PlayStation: esos vídeos, imposibles de embutir entre las estrechas paredes de un cartucho (¡el pasado!) hasta el punto de requerir no uno, ni dos, ¡tres discos!; esos gráficos, justo en la frontera entre la abstracción de los muñecotes de SNES y el realismo de la sucia y oscura Midgar; esa caja más gruesa que las demás, preparada para llevar en su interior las infinitas aventuras que contiene el juego, el primero de una nueva era: el primer videojuego-arte, el primer videojuego de verdad, el primer videojuego serio; el primer videojuego que te hizo llorar.

Más de veinte años después, la sensación que uno tiene al probar por primera vez Final Fantasy VII Remake es similar: es un juego con un peso y una presencia especiales. Después de jugar durante varias horas, dos de mis principales temores se esfumaron: primero, es un juego tan actual como lo fue en su momento, y no solo eso sino que quizá lo sea más y esté mejor preparado para ser relevante; segundo, a pesar del considerable trabajo de ampliación necesario para transformar la primera parte del original en un juego independiente y completo (recordemos que la idea es lanzar varios Final Fantasy VII Remake, aunque no hay demasiada información sobre cómo o dónde se han hecho los cortes entre parte y parte) parece que el ritmo es bueno y, quizá más importante, que el tono es el adecuado: respetuoso con el del original pero con suficiente confianza como para tener personalidad propia.

Final Fantasy VII empieza, como bien es sabido, con un atentado terrorista. El objetivo: un reactor de Shirna, la Iberdrola del universo del juego. El terrorista: Cloud Strife, tú, antiguo miembro del grupo paramilitar Soldado, el ejército privado de Shinra, que junto con otros miembros de Avalancha se infiltra en uno de los complejos de la compañía para detener por las bravas su funcionamiento. El arranque de este remake es idéntico, y al mismo tiempo podría resumir buena parte de los cambios respecto al original. Los hay visuales (la introducción, más larga y desarrollada, es un recorrido por la Midgar que ya conocíamos y a la vez un anticipo de la que todavía está por conocer), los hay mecánicos (el combate ha dado un gran giro, por supuesto, hacia algo así como la acción táctica, fluido y dinámico pero aún con un peso fundamental del uso estratégico de habilidades e ítems) y los hay en la manera en que el juego se relaciona contigo: el acrobático y un poco estrafalario salto con que Cloud sale del tren que lleva al grupúsculo terrorista en el original, visto en perspectiva cenital y abierto a la interpretación (¿es así por destreza de gimnasta o por no tener que crear una animación de un solo uso exclusiva para ese momento?), se convierte aquí en un movimiento minuciosamente calculado para molar, rematado con una mirada «kept you waiting, huh?» a cámara y un comentario laudatorio de Jessie, una de las componentes de Avalancha.

Final Fantasy VII Remake sabe que todo el mundo tiene los ojos puestos en él. No es para menos: pocos juegos más impactantes, más emblemáticos y más definitorios, insisto. El tema ecológico es hoy más contemporáneo que nunca; la actualización técnica no es solo una oportunidad para revivir la misma historia a una resolución mayor sino que inevitablemente le da al juego una serie de matices que en su momento —recién salidos de Super Nintendo, por un lado, pero también afectados por una traducción cuestionable, aunque francamente memorable, que le terminaba de dar al juego esa textura tan marciana y exótica— quedaban fuera de su alcance. Así, aunque los motivos por los que Avalancha atenta contra Shinra están claros y parecen más que razonables (la eléctrica extrae mako, la energía vital del planeta, para mantener en marcha Midgar, algo insostenible y que pone en peligro a la humanidad) el juego nos pone de manera más explícita frente a los daños colaterales de nuestras acciones cuando, mientras Cloud y compañía huyen del reactor recién atacado, ves a la gente en las calles oscuras, iluminadas solo por las llamas, forzada a salir de sus hogares por un atentado atribuido a Avalancha pero que en realidad termina beneficiando a Shinra. El tema político es más explícito, al menos en las escenas y misiones principales que pude jugar: «gracias por avivar el patriotismo de la gente», te dice socarronamente Heidegger, uno de los altos ejecutivos de Shinra, mientras ves en televisión imágenes de las clases populares de Midgar, la gente a la que intentas proteger, manifestándose contra Avalancha, a quienes ve como enemigos en lugar de como aliados. ¿Cómo se va a poner la gente en contra del sistema, por muy injusto y pernicioso o insostenible que sea, si la única manera de vivir que conocen depende por completo de él? ¿Cómo justificar los sacrificios del proyecto revolucionario cuando las grandes mayorías ni siquiera tienen un modelo de referencia para pensar en otras realidades, cuando atentar contra las injusticias es atentar contra la realidad misma, porque es imposible pensar otras formas de existencia?

Son preguntas pertinentes y sobre las que el Final Fantasy VII original ya animaba a reflexionar, aunque a menudo él mismo se pusiera la zancadilla: la arenga de Heidegger, tan interesante como food for thought, se quedaba en nada cuando lo siguiente era un combate contra un tal Rompe-aire, el soldado del tecno. (Habría sido un buen guiño, pero no: aquí el famoso Air Buster no se llama Rompe-aire.) Alegra, pues, ver que la intención parece ser mantener los temas, explorar en mayor profundidad sus posibilidades y aun así mantener el tono entre rotundamente serio y sorprendentemente naíf del original, tan trabajado en algunos de los mejores JRPG de su época.

De manera similar, el sistema de combate combina el nuevo dinamismo al que ha ido tendiendo la serie Final Fantasy (un dinamismo que en su momento, y quizá todavía ahora para alguna gente, fue sacrílego en una serie tan caracterizada por el combate por turnos) con algunos de los elementos más reconocibles del original, como las materias, el limit break y los turnos «flexibles». Por defecto, el movimiento de los personajes y sus ataques son libres, y se manipulan de manera no muy distinta a la de un juego de acción: dentro de un escenario cerrado y bien definido te mueves y golpeas a los enemigos, eligiendo al personaje que mejor te vaya a golpe de cruceta. La chicha está en las acciones especiales que puedes utilizar consumiendo puntos de una barra que se va llenando poco a poco, desde lanzar hechizos hasta utilizar objetos; en estos momentos, la acción se ralentiza y puedes dar órdenes no solo al personaje al que manejas sino también al resto del equipo. Cada personaje tiene distintas funciones que gracias al nuevo diseño del remake obligan a tener más en cuenta sus diferentes posibilidades: el ejemplo más evidente sigue siendo Barret y sus ataques a distancia, que sirven para alcanzar a enemigos lejanos.

Es un sistema de combate que funciona muy bien en las secciones más lineales y dirigidas que pude probar, desde los asaltos a los reactores hasta la huida por la ciudad después del primer atentado, porque permiten tanto una partida exhaustiva en la que se explora cada recoveco de los escenarios como una más ligera, eligiendo qué combates quieres pelear y cuáles esquivas. Uno de los puntos más flojos del Final Fantasy VII original siguen siendo los combates rutinarios, los que llegan al azar y que normalmente son totalmente irrelevantes; son más flojos aún cuando los pones al lado de los más importantes, que siguen resultando muy estimulantes y creativos. Esta nueva fórmula parece, al menos a priori (sigo sin saber cómo se portará el juego en las partes más abiertas, cuando las misiones secundarias y los encargos menos importantes vayan desgastando estos nuevos sistemas), más fresca y ágil sin renunciar a las complejidades tácticas que se esperan del juego, mucho más presentes, como es lógico, en los combates contra enemigos poderosos y jefes finales.

Es tremendo jugar, por fin, a Final Fantasy VII Remake, un juego que casi parecía que no fuera a salir nunca. Con la primera parte a la vuelta de la esquina, reconforta comprobar que Square Enix es consciente de lo que significa este remake para mucha gente, y que ha puesto toda la carne en el asador para garantizar que la espera merezca la pena. En la presentación de Madrid, uno de los directores del proyecto, Naoki Hamaguchi, explicó cómo los minijuegos que hay diseminados por Midgar está diseñados de tal modo que no sean pasatiempos vacíos sino que buscan contar algo sobre la ciudad y sus habitantes. Antes de probar el juego, las dudas que me despertaba el proyecto eran negativas: desconfiaba, lo confieso, de que Square Enix fuera a expandir Final Fantasy VII para distribuirlo en varias entregas sin pervertirlo o banalizarlo, sobre todo porque una parte importante de aquel juego está en la visión de conjunto que lanza el impactante final; ampliar Midgar para añadir misiones de recadero no sonaba especialmente prometedor. Después de probarlo me creo las palabras de Hamaguchi, y tengo no solo curiosidad sino grandes esperanzas: la conversión parece respetuosa pero no demasiado, fiel pero no demasiado, nostálgica pero no demasiado; es, sobre todo, consciente, y utiliza el material base de maneras creativas, inteligentes, problemáticas, complejas. Va a ser una gozada jugar y comentar este remake; de ningún Final Fantasy rehecho se podría decir lo mismo, y eso dice tanto sobre esta nueva versión como del original, que es eterno.