Recuerdos desde el Puente Saeta

Mientras probaba Pokémon Espada y Escudo en la sala de prensa de Nintendo durante la última Gamepolis tenía una extraña sensación: la de que ya había jugado a aquel juego. La demo puesta a disposición de los periodistas nos trasladaba, según palabras de un voluntario de la organización, «al segundo o tercer gimnasio del título», y nos permitía avanzar durante quince minutos hasta enfrentarnos a la mismísima líder en un estadio monumental. «Es una pena que no enseñen una zona llena de Pokémon salvajes libres. Creo que es lo que todos queríais ver, pero esto también es interesante», me señalaba el chico mientras mi personaje —que contaba, por supuesto, con los tres iniciales más Corviknight y Wooloo en su equipo— se aproximaba a su primer combate. 

El camino hacia la líder, Cathy, pasaba por una especie de laberinto en el que teníamos que abrir y cerrar una serie de válvulas de agua para conseguir avanzar sin mojarnos. Después de las batallas de rigor se llegaba a una puerta elevada tras la cual se escondía el que yo anticipaba como uno de los momentos más emocionantes de la demo: la entrada al estadio donde desafiaría, en directo y ante cientos de personas, a la mejor entrenadora de la zona. Sin embargo, no sentí nada. La llegada al estadio se presenta en el juego sin grandeza. Sin épica y sin sentimiento, sin ninguna intención de transmitir la ilusión de una joven entrenadora que busca hacerse un nombre que la lleve a competir dentro de las grandes ligas. En el juego el estadio solo parece (porque lo es) una fase más. Uno más de los muchos enfrentamientos que tenemos ante nosotros. Y antes de que nos demos cuenta, tras recibir de nuestro contrincante la habilidad de Dinamaxizar a cualquier monstruo de nuestro equipo, ya ha empezado el combate. Dejando a un lado los Pokémon gigantes y sus ataques superdestructores, todo sigue igual. La demo de Pokémon Espada se ajusta perfectamente a la fórmula de Game Freak, y es por eso por lo que no consigue dar del todo en el clavo.

Mi relación con la saga Pokémon es estrecha, personal, y se basa en la emoción. El primer título que llegó a mis manos, Pokémon Azul, transformó para mí el verano del 2000 y me arrastró desde la playa hasta el fresco portal de mi edificio en donde un grupo de 5 o 6 aspirantes a entrenadores intercambiamos los secretos que habíamos encontrado en revistas, mientras esperábamos para ver quién sería el primer afortunado en tener un Cable Link. Estaba claro por qué aquel juego nos fascinaba. Habíamos pasado horas viendo la serie de televisión (durante el invierno los fines de semana y en vacaciones todos los días por la mañana), conocíamos de memoria el Pokérap y esta era nuestra oportunidad. La ocasión perfecta para dejar de lado a Ash y a sus amigos y embarcarnos en nuestra propia aventura donde podríamos hacer lo que siempre habíamos deseado: explorar el mundo, hacer amigos y, cómo no, intentar atraparlos a todos. Pokémon Rojo y Azul conseguía materializar la fantasía y la aventura que muchos soñábamos con llevar a cabo. Para mí, esos juegos eran perfectos.

A lo largo de las diferentes generaciones, la saga Pokémon siempre se las ha ingeniado para hacernos sentir que cada uno de los juegos era único y especial; que tenía una identidad propia más allá de retomar las bases que han estado presentes en la serie desde Pokémon Rojo y Azul. En Pokémon Amarillo la presencia de Pikachu lograba acercarnos aún más a la realidad de la serie de televisión que nos había presentado aquel universo, mientras nos invitaba a pensar en los monstruos como compañeros de aventuras. Con Pokémon Cristal, como bien menciona María Pérez en el capítulo «Diseño y estética del personaje femenino en videojuegos» publicado en ¡Protesto! Videojuegos desde una perspectiva de género, muchas niñas en todo el mundo nos emocionamos al encontrarnos con que ahora podíamos manejar a un avatar que verdaderamente nos representaba y, por tanto, no debíamos recurrir a una gran abstracción. 

Personalmente, una de las características añadidas a posteriori más estimulantes para mis partidas fue la inclusión del nivel de afecto, por la cual se tuvieron que introducir mecánicas de interacción con los Pokémon que pasaban por jugar con ellos, acariciarlos, darles pokélitos/pokéhabas o ayudarles a reponerse después de un combate especialmente duro. Y el hecho de que el afecto no haya hecho sino crecer en importancia desde que se presentara en la sexta generación habla de una gran cantidad de jugadores que llevaban tiempo esperando a que los Pokémon fueran algo más que meras armas para pasar a ser, si no amigos, sí unas graciosas y adorables mascotas.

Desde la parte de la narrativa, la saga Pokémon siempre se ha caracterizado por tratar una serie de temas en mayor o menor profundidad según sea el peso que se le da a la historia. El valor de la ciencia, el respeto y entendimiento de la naturaleza y la relación entre los humanos y los seres vivos que nos rodean son una constante a lo largo de todas las generaciones y junto al aumento en el número y la variedad de Pokémon que podemos capturar en cada uno de los juegos, así como las diferentes regiones y sus particularidades, han marcado el crecimiento de la serie a lo largo de los años. Sin embargo, y pese a que considero que Sol y Luna son buenos juegos y la región de Alola una isla interesante, la última vez que la saga consiguió impresionarme y sorprenderme —más allá de sus spin offs— fue cuando en Pokémon Blanco y Negro cruzamos el puente Saeta para adentrarnos en Ciudad Porcelana. En ese instante, en el que tras unas trabajadas animaciones se pasaba del bosque hasta una ciudad que se sentía viva, pensé que la saga había alcanzado de cierta forma un techo. Y no me equivocaba. En los años venideros el continuismo sería el verdadero protagonista de la historia.