Avance de The Legend of Zelda: Breath of the Wild

Para quien haya seguido con atención las evoluciones, retiradas y cambios de tono de la serie, The Legend of Zelda: Breath of the Wild se hace raro. Con matices: no es una rareza incómoda, sino una agradable y esperada. No por lo que intenta: de alguna manera, a las aventuras de Link le sientan bien las ropas de mundo abierto, como si desde el principio estuvieran preparadas para ellas. La pregunta podría ser: ¿por qué nunca antes en un Zelda se pudo cocinar un salteado de frutas y setas picante?

Si algo hace Breath of the Wild es reconocer las influencias exteriores. Es un mundo abierto en ambos sentidos: uno puede explorarlo (más o menos) de la manera que prefiera, haciendo caso o no a las sorprendentemente escasas indicaciones que ordenan la aventura, pero además es una esponja de conceptos. Ahí está el inventario efímero, con armas que sufren el desgaste del combate y han de ser reemplazadas simplemente porque se rompen, porque no son irrompibles; porque no quieren ser una colección de espadas maestras, sino asideros temporales para un combate en el que entran en juego más que nunca los pesos y las distancias. También está la gestión de recursos, la caza y la recolección, la percepción del entorno como espacio vivo que provee: todos estos elementos de supervivencia habrían sido novedosos hace unos años, pero ahora son el pan nuestro de cada día.

Podría estar diciendo nombres todo el día, y la cuestión es que no llegaríamos a ninguna parte. Lo brillante de este nuevo Zelda (que es, vaya por delante, un juego brillante) no está en el préstamo de terceros, sino en cómo llega a conclusiones parecidas a las de esos otros juegos que uno podría relacionar con Zelda de una forma u otra por otros caminos, de manera natural. El resultado es uno de esos juegos que solo te imaginas desarrollados por Nintendo; no porque los demás no puedan llegar tan lejos, sino porque no suelen conformarse con plantarse justo en el sitio correcto.

Aquí, ese sitio correcto está muy lejos. Mucho más allá que en cualquier otro Zelda. Nintendo no mentía al hablar de la magnitud de Breath of the Wild; después de unas 30 horas, apenas he explorado un pequeño rincón del mapa. Más que el puro tamaño, lo interesante es la densidad de los sistemas que se dan la mano en el minuto a minuto del juego: las dinámicas que se forman entre las distintas partes contrastan con los rompecabezas monolíticos que han sido siempre los Zelda. En Breath of the Wild, que es más Zelda que ninguno, la cosa va de qué propiedades tiene cada elemento del mundo y cómo podemos manipularlos, o manipular sus propiedades, con las herramientas que tenemos a nuestra disposición; los puzzles, omnipresentes en el juego, tienen así formas y soluciones de todo tipo, a menudo variables, y animan a la experimentación y los usos creativos de los distintos módulos (las bombas, el imán, etc.) de la piedra sheikah. No es posible, por NDA, entrar en muchos detalles sobre todo esto, así que de momento me limitaré a decir que el resultado es formidable: se utiliza para dar forma a un mundo abierto sorprendente y lleno de desafíos, y además consiguen encajarlo de una forma muy inteligente en el lore de Zelda, haciendo que sea no solo un parque de atracciones en el que explotar las posibilidades de Link (que también) sino también un espacio narrativo en el que confluyen ideas de toda la serie.

Hablemos del apartado técnico. Se ha hablado mucho sobre las penurias visuales de Breath of the Wild, y aunque no quiero quitarles importancia (se dan en momentos puntuales, más puntuales a medida que te alejas del principio del juego; curiosamente, es en la sección inicial, la misma de la demo que se ha enseñado los últimos meses, donde más frecuentes son las caídas en la tasa de imágenes por segundo, uno de los pocos problemas técnicos graves) sí me parece evidente que la mayoría de sus flaquezas provienen de decisiones prácticas más que de torpeza, como suele ocurrir. En general se hace mucho por llevar la mirada a lo importante: al diseño de los personajes o a la riqueza de las animaciones más que a los pudores de la distancia de dibujado o de las texturas menos definidas. Tiene sentido que haya sido Monolith el estudio que ha echado una mano en el desarrollo de Breath of the Wild porque hay algo de ese sentido de la escala y esa fascinación que estaban presentes en Xenoblade Chronicles X, otro que parecía impensable en Wii U; van por ahí las intenciones de este Zelda. Se hablará más de esto en un futuro, pero la banda sonora es especialmente reseñable, y no solo acompaña sino que realza y puntúa las sensaciones de la partida, y sigue una línea tan rara y sorprendente como el resto del juego.

Por resumir, antes de que toque hablar en más profundidad de todo esto, la cuestión importante no es que The Legend of Zelda: Breath of the Wild tenga algo de todos los juegos (que se pueda, en definitiva, rastrear el origen de ese salteado de frutas y setas picante en otros juegos anteriores; sus ingredientes), sino cómo se pone de relieve el hecho de que hay algo de algún Zelda en todos los juegos. El círculo de influencias se cierra. Es un juego creado con ambición y buena mano, en el que se nota experiencia y pasión; en el que se dan la mano conceptos que Nintendo ha ensayado durante años, siempre por separado, y que aquí se presentan juntos, mezclados, relacionados entre sí: una experiencia monumental, abrumadora e inabarcable por pura necesidad, porque tan importante es, en esas escapadas infantiles al bosque que dicen que inspiraron a Miyamoto la creación del primer Zelda, el terreno explorado como las promesas de lo que aún está por explorar.