Dragon Quest III HD-2D Remake
Square Enix / PC, Nintendo Switch, Xbox Series X|S y PlayStation 5
14 de noviembre de 2024
Siempre he sentido respeto por Dragon Quest, la más venerable saga de JRPGs que existe, pero la verdad es que hasta hace no mucho no he entendido, creo, la naturaleza auténtica de ese respeto. Había jugado a Dragon Quest VII, como tanta gente, aunque yo lo hice en Nintendo 3DS, no en PlayStation 2, donde tanto marcó a quienes tuvieron la oportunidad de jugarlo en su día. Jugué en su momento a Dragon Quest XI, de nuevo en una consola de Nintendo, esta vez Switch; dejé la partida a medias y no volví al juego hasta hace bien poco, apenas un par de meses, y ahí sigo avanzando lentísimamente, sin ninguna prisa, a estas alturas sin ningún miedo de dejarlo a medias otra temporada: juego un poquito cada varios días, una o dos veces por semana, y siempre es como volver a casa, a esa proverbial casa que son en el fondo los JRPG clásicos, y más clásico que Dragon Quest seguramente no haya ninguno. He entendido, ya digo, que el respeto que hay que tener por Dragon Quest nunca tiene que ser opresivo u oscuro, o interponerse en el disfrute limpio y puro al que estos juegos animan.
Ahora he dejado, otra vez, aparcado Dragon Quest XI para jugar a Dragon Quest III HD-2D Remake, la revisión de la legendaria (otra vez esa reverencia excesiva) tercera entrega de la serie, esa de la que en Yakuza 0 decían que era, en 1988, «el juego más popular que hay en Japón ahora mismo». Llevo unas cinco horas; suficiente para comprobar el encantador trabajo de remozado que ha hecho Square Enix en este remake y para ver en qué medida es un juego de finales de los 80, pero no tanto como para llegar al límite de lo que permiten las directrices para esta preview. La aventura hasta el momento está siendo fascinante: por esa nostalgia de prestado que se siente cuando se está delante de juegos que son grandes clásicos para otra gente, pero también por una serie de ideas y valores objetivos y muy identificables que no me esperaba encontrar.
En Dragon Quest III eres un chavalito o chavalita de dieciséis años, recién cumplidos el día en que comienza el juego, hijo del legendario héroe Ortega. Acudes a una recepción con el Rey, que te transmite el legado de tu padre: seguirás sus pasos y saldrás a la aventura para librar al mundo de la amenaza del demonio Baramos. Ea, dicho; ahora a por los malos. Sin mucha mayor ceremonia, te da cincuenta monedas y te recomiendas pasarte por la taberna a formarte un equipillo, y así lo haces; te anima a comprarles el equipo que necesiten para defenderse de los monstruos, y así lo haces; te sugiere que vayas a Ribera, y así lo haces.
O igual haces otra cosa; a Dragon Quest III le da, entre comillas, igual. En mi caso, después de reclutar a mis tres acompañantes (un sacerdote, un mago y un domabestias, la nueva vocación de este remake), salí a la aventura sin comprar nada porque no sabía muy bien qué comprar. Así, mi toma de contacto estuvo más marcada de lo que quizá habría estado de otro modo por este proceso de conocer mejor y equipar a mi grupo de aventureros. De haber tenido ya equipo suficiente, quizá podría haber acelerado un poco la llegada al teleportal que te lleva al gran continente en el que se acaba desarrollando la aventura, uno de esos momentos felices que nunca dejan de resulta impactantes: cuando llevas un rato explorando el mapa del mundo —en mi caso, un poco más a fondo de lo que podría haber sido—, el juego le pone la guinda a su primera quest, que es en cierta medida una versión en miniatura de la gran quest del juego entero, descubriéndote que el mundo es mucho más grande de lo que tú creías, desde tu adolescente inexperiencia, y las posibilidades de la aventura se multiplican.
Esta explosión aventurera es más efectiva porque en ese momento ya has tenido tiempo de entender algunas de las grandes ideas sobre las que se levanta el juego. A pesar de sus grandes aciertos y sus momentos vanguardistas, Dragon Quest III es, al final, un RPG sobre encontrar llaves y abrir puertas; cualquier gran diatriba moral o circunstancia vital está supeditada a la necesidad implacable de encontrar las llaves que abran las puertas que tienes que abrir, y el juego no lo oculta, sino que lo abraza para intentar convertirlo en una Gran Aventura. Hablo de llaves figuradas, en forma de objetos que puedes encontrar o intercambiar y que te abren caminos (la bola de demolición te sirve para despejar los escombros que llevan al teleportal; la pimienta te da acceso al barco), pero también de llaves literales, como la llave del ladrón que se convierte en el objetivo de tu primera quest. Y esta propuesta tan simple consigue, con todo, ganar cuerpo gracias a una implacable idea de la aventura, que está presente y contagia cada rincón de Dragon Quest III.
Hay ayudas, guías y asistencias de todo tipo, incluida la posibilidad de colocar un marcador que te indica dónde está tu próximo objetivo; en mi caso, he decidido no activarlo y confiar en mi (limitada, por desgracia) intuición de por dónde suelen ir los tiros en esta clase de aventuras de antaño: me ha funcionado con un par de JRPGs antiguos hace no mucho, ahí a la fuerza (ahora son «opciones», pero en su día no había otra), así que voy avanzando sin más guía que el recordatorio amplio y poco preciso de cuál es la gran misión que debería cumplir en algún momento. El trabajo de remake no ha interferido en esa experiencia original; sin grandes setpieces, sin las lujosas y numerosas escenas «cinemáticas» que puntúan y dan estructura a las entregas más recientes o a los JRPG actuales, Dragon Quest III solo se tiene a sí mismo para mantener viva la llama de la aventura, y lo hace a través de una serie de trucos simples pero efectivos: tan simples que seguramente sean atemporales, y más efectivos cuanto más te has sometido al hand holding de algunos juegos recientes, por fortuna cada vez menos. Los diálogos de los NPCs pueden ser un ejemplo. Los NPCs de Dragon Quest III son más NPCs que la media: inocentes, casi simbólicos, repiten obedientes lo suyo sin salirse del guion en ningún momento. Lo bueno está en esas frases que repiten como autómatas: a veces mencionan sucesos o lugares, dan pistas sobre cosas que han pasado aquí o allá, y seguirlas tiene sus recompensas. En ocasiones, seguirlas es la forma más efectiva de orientarte por el mundo, sobre todo cuando, como es mi caso, te privas de la ayuda del marcador que te dice dónde ir a continuación: los NPCs igual no te dicen dónde tienes que ir explícitamente, pero sí te dan puntos de apoyo para seguir explorando un mundo que es muy grande, aunque menos que los de otros juegos (recientes y no tanto), y que tiene más secretos de los que puede parecer.
Una idea genial está en la capacidad de recordar estas conversaciones que tienes con cualquier personaje del juego. Pulsando Start después de una conversación, la «recuerdas» y se guarda en un menú, para que puedas consultarla en otro momento. ¿El rey te da instrucciones de cuál es tu siguiente gran misión? Recuérdalo. ¿Un personaje te dice que ha visto un monstruo en un bosque en tal dirección? Recuérdalo. ¿Alguien se ha olvidado algo en no sé dónde, y parece que ya lo da por perdido? Recuérdalo. El número de mensajes que puedes recordar es limitado, pero más que suficiente para ser una utilísima ayuda a la hora de explorar el mundo del juego; poco a poco, vas entendiendo qué cosas puedes recordar por tu cuenta y para qué te iría bien la ayuda de este sistema in-game. Es un juego que se explora de rumor en rumor y de habladuría en habladuría, y quizá por eso son tan importantes las voces de los personajes, localizados al castellano con la misma fuerza y gracia de siempre, por cierto; también se explora combatiendo, que por algo es un JRPG, y ahí las novedades pasan por agilizar procesos: ya sin miedo al combate automático, esta vez he decidido dejar que sea el propio juego el que se ocupe de la mayoría de combates, que además he acelerado al máximo, para que cualquier encuentro rutinario con unos limos o un grupo de orugas asesinas dure poco y moleste lo mínimo; hace un tiempo me habría horrorizado esta idea de poner a los muñecos a pelearse sin mi intervención, pero lo cierto es que le he cogido el gusto y me gusta mucho lo de ponerme a los mandos solo cuando la situación lo exige o lo merece, cuando la pelea se prevé particularmente dura o no termino de fiarme de la IA para elegir correctamente los poco a poco más numerosos hechizos que tiene mi party.
Así, Dragon Quest III HD-2D Remake es un juego que vive a medio camino entre la forma de ser más seca y dura de 1988 (más pura, más arisca, menos amable y delicada, aunque sin maldad: Dragon Quest, como la mayoría de videojuegos, siempre ha querido ser amable, pero ha tenido que ir aprendiendo cómo serlo poco a poco) y las facilidades y velocidades de 2024, de la misma forma que en lo visual también está entre los sprites de NES y el trabajo artístico de Akira Toriyama y lo actual, con ese estilo HD-2D con el que Square Enix intenta tender puentes entre su pasado y su presente. En algunos sitios luce más que en otros, pero el resultado en general me está pareciendo genial; en el overworld no se le termina de sacar mucho partido al famoso HD-2D, pero algunos interiores o ciudades ganan una vida nueva no solo gracias a la tridimensionalidad de maqueta sino a los no pocos detalles que dan movimiento a la imagen: las luces y las sombras, los desenfoques, la vegetación o las aves que reaccionan a tu presencia. Es un estilo gráfico tan marcado, con unas intenciones y unos valores tan explícitos, que personalmente vivo acongojado por el momento en que las compuertas se abran, los estudios de tamaño medio y reducido aprendan a imitarlo con soltura y empiece a resultar resobado y algo cansino; de momento, lo cierto es que los juegos que Square Enix ha metido en este saco de las HD-2D son pocos, han estado bien espaciados y nunca han dado un paso en falso: de hecho, es fácil ver, jugando a este Dragon Quest III, cómo este estilo gráfico puede ayudar a traer de vuelta juegos a los que de otro modo, con remasterizaciones o remakes más convencionales, se les verían las costuras con mucha más facilidad, o como mínimo lo tendrían mucho más difícil para entrar solo a base de mejoras de quality of life. Pienso ahora más en Dragon Quest I & II HD-2D, que posiblemente necesiten más ayuda para convencer en 2025 (cuando se publicarán) que este Dragon Quest III, donde sí se ven, gráficos aparte, las bases del gran JRPG de la década de los 90, que en su momento aún estaba por empezar.
Hay más de lo que hablar, obviamente (para empezar, y una de las novedades más importantes, todo lo relacionado con la captura y combate entre monstruos, una de las partes que ha recibido una actualización más concienzuda; ya habrá tiempo), pero por ahora termino con una pregunta. ¿Por qué queremos jugar a Dragon Quest? Al fin y al cabo, hay un RPGs más complejos, más maduros, más oscuros, más difíciles, más épicos; hay RPGs más elaborados, mejor hechos, más vanguardistas, más experimentarles, y desde luego hay RPGs más enrevesados, más aparatosos, que se te presentan como una colección de tomos polvorientos de mil páginas con los que tienes que cargar durante meses, soportando su peso y conviviendo con sus dimensiones a veces muy a tu pesar. Dragon Quest viene en fascículos; no pesa, no ocupa, no incordia. Se lleva encima fácil. Se lee sin problema, se entiende rápido, no sabe a poco ni tampoco a mucho. Es auténticamente prodigioso, casi mágico, el dominio de las escalas del veteranísimo Yūji Horii y su equipo; el tiempo que pasa entre un momento de interés y el siguiente, sea entre combates, entre mazmorras, entre pueblos o entre hitos de la historia. Es un juego radicalmente funcional, con el único propósito de hacerte pasar el rato. Imagino que esto se puede decir de muchos juegos, pero de nuevo es la escala lo que hace que un Dragon Quest, y en esto no es excepción la tercera parte, destaque entre el resto, por ser a la vez (como lo es Super Mario a los plataformas) molde y modelo. La compañía que se pretende hacerte un Dragon Quest tiene otra escala; otros funcionan mejor en el corto plazo, o llenan sus largos plazos de grandes e impactantes dramas. Hay algo esencial en Dragon Quest, más auténtico cuanto menos se te impone o te intenta subyugar; cuanta más compañía te hace, simplemente, sin esperar nada a cambio. Lo que en otras sagas sería una derrota es aquí una virtud imposible de medir con justicia. Otra vez esa reverencia casi religiosa, ese fervor inexplicable de lo que no se termina de poder ver en su totalidad, como si fuera demasiado grande para visualizarlo correctamente. Todo está en la escala. Es tan pequeño que no hay quien lo pueda ver entero.
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