Hoy he sacado mi Wii de la caja y me he dejado caer por la plaza Mii más de diez años después, a ver qué se cocía. Esperaba encontrarla en ruinas, tomada al asalto por la soledad y la maleza, pero todo seguía igual que siempre, congelado conforme al manual de instrucciones. Frente a la idea tan contemporánea del videojuego como plataforma, resulta bastante más apasionante la del videojuego como centro comercial abandonado: un sitio en el que es evidente que no deberías estar y que, aun así, te acoge con un espeluznante abrazo. Desaparecidas las reglas que lo hacían funcionar de una manera que se presumía la correcta, siempre queda el vacío convertido en un lugar nuevo; uno donde caben maneras distintas de experimentar el espacio y el tiempo virtuales.
Los videojuegos también son esto: lugares por los que a menudo pasamos con anteojeras, como siguiendo el dictado irrebatible de una raya amarilla pintada en el suelo. Pero podemos delirar, en el sentido original de la palabra: salirnos del surco. ¿Qué pasa cuando decidimos habitarlos como los lugares del mundo físico, a un ritmo propio y flaneando por capricho, en lugar de seguir la ruta que marcan el diseño o la trama? ¿Y cuando lo hacemos sin querer, como cuando éramos pequeños, incapaces de procesar la idea de que se pueda pasar por el mundo, por cualquier mundo, contando los minutos y tachando misiones de una lista?
No lo sabíamos del todo, pero jugar así era un desaire, un truncamiento salvaje del esquema del viaje del héroe que estructura tantísimos títulos: decir a la llamada de la aventura, normalmente escrita en el código, «no, prefiero quedarme aquí, muchas gracias». Entonces, el telón caía y los lugares virtuales se mostraban como otros, espacios abiertos a interacciones imprevistas, emociones sorprendentes y partidas que se alargaban años y años bajo el mismo sol.
Entre la autoetnografía digital, el ensayo filosófico, la ficción literaria y la arqueología de medios, los textos de este monográfico intentan ofrecer una panorámica amplia de experiencias delirantes con la idea del lugar en los videojuegos. A lo largo de la semana, problematizaremos los escenarios diseñados para inducir nostalgia, recuperaremos la memoria topográfica de los MMORPG, diseccionaremos las mecánicas agrícolas como formas de relacionarnos con el suelo, tantearemos el poder de la repetición para forzar los goznes de la experiencia jugable y exploraremos la posibilidad de, a través de los videojuegos, devenir el espacio mismo. En definitiva, desde estos lugares virtuales convertidos a la fuerza en salas de espera, donde el control y la disciplina de los estándares industriales parecen quedar por un momento suspendidos, reivindicaremos la belleza de jugar mal.
Monográfico organizado y coordinado por Antonio Rivera,
que también escribe esta introducción.
Más info sobre el coordinador:
Antonio Rivera. Escritor, documentalista, investigador y profesor de Comunicación Audiovisual. Ha colaborado como periodista y crítico de cine y televisión en medios como Esquire, infoLibre, El Confidencial y Fotogramas y publicado trabajos académicos sobre cultura visual, cibernética y estéticas apocalípticas. Su último trabajo como director y guionista es el cortometraje documental na fonte, para não secar (2025). También escribe la newsletter Férula de descarga y presenta el podcast Depression Transformers.
Créditos de las imágenes usadas
Kingdom Hearts II: Concept Art
[via Magikaverse]
The Artistic Language of Flowers (extracto)
[via Archive.org]
Foto De Flores Surtidas, de saifullah hafeel
[via Pexels]
Sin título, de Bri G
[via Pexels]
Weiss y Kakfa, autoría desconocida
[via Cabinet]
Sin título, de Photography Gu
[via Pexels]
Audi RS7 En Un Aparcamiento, de Danijel Vincijanović
[via Pexels]