En la Guerra Mundial de las consolas, Nintendo es Suiza

Rodeada por todo el perímetro de sus fronteras de países implicados en la batalla tanto en la Primera como en la Segunda Guerra Mundial, los suizos fueron capaces de mantener la neutralidad y la independencia de su nación durante ambos conflictos, pero no les salió gratis: bloqueos, movilizaciones de tropas, patrullas fronterizas, tremendos esfuerzos diplomáticos, numerosas concesiones económicas a Ejes, Aliados y Potencias Centrales la salvaron de cosas como, por ejemplo, una invasión nazi que el III Reich ya tenía abocetada y en un cajón. Nintendo lleva años permaneciendo al margen de esa pelea descarnada que Microsoft y Sony mantienen desde hace más de una década y media. Lo ha logrado gracias a dos estrategias separadas: primero, la obsesión por mantener la integridad de sus proyectos first-party, asegurándose juegos especialmente personales que solo podían disfrutarse en consolas de Nintendo; y segundo, por hacer siempre apuestas con respecto al hardware como elemento formal, obviando el terreno de la potencia y los teraflops donde por recursos ya no puede competir. El control gestual en Wii, la pantalla doble en Nintendo DS, la pantalla 3D en 3DS, el mando con pantalla en Wii U… A Nintendo tampoco le ha salido gratis mantenerse a flote en medio del tiroteo a quemarropa entre otros dos fabricantes: la estrategia del gimmick físico ha ido desgastándose con los años y, a pesar de una época gloriosa en lo rentable al inicio del plan —«It prints money!»—, la agonía de Wii U en los últimos años viene a demostrar la condición cortoplacista de este tipo de intentonas. Ahora nos llega Switch como tercera fase de un plan de revitalización que Nintendo viene dibujando desde que tocó fondo hace tres años. Primero el desembarco en el voraz mundo de los juegos para móviles, después el aprovechamiento sin temor de sus poderosísimas franquicias (los parques de la Universal y la asociación con terceros en busca de potenciar el merchandising con la incorporación de Super Mario a los Happy Meal de McDonald’s, por ejemplo, o la búsqueda de socios locales como Nocilla en el caso de España) y finalmente el lanzamiento de un nuevo hardware. Las dos primeras medidas buscan mejorar la salud de sus arcas, pero la tercera y más reciente, el nacimiento de Switch, tiene un componente emocional terriblemente intenso: Nintendo quiere reconciliarse con una base de fans que es quizá la más leal de las tres grandes marcas pero que se ha visto afectada por decepciones importantes a lo largo del último lustro. En esta industria el lanzamiento de una nueva consola es como una inyección de adrenalina, un subidón de ilusión asegurado e infalible que siempre funciona en el momento de clavar la aguja y descargar el líquido en el sistema circulatorio pero que no asegura en ningún caso una trayectoria de éxito ni una regularidad. Tres días después del anuncio oficial de Switch, las posiciones se han polarizado. La red hierve en discusiones sobre lo mal que está haciendo Nintendo algunas cosas, y a la compañía de Kyoto no les faltan defensores dispuestos a encontrar justificaciones a todo. En cierto modo es una buena señal: un aparato tan particular y curioso en su concepción, una apuesta arriesgada, ha conseguido a pesar de su naturaleza cuasi temeraria sacudir los sentimientos de los seguidores de Nintendo, que a pesar de las dudas razonables ya se han lanzado a reservar sus consolas y expresar esa mezcla de ilusión prudente y abierta curiosidad que les despierta la consola. Switch está ganando ya una batalla importante: la de no dejar a nadie indiferente. Pero si a Nintendo no le salió gratis esa especie de neutralidad respecto a Sony y Microsoft durante todos estos años, esta vez ese peaje parece más caro: Switch aparece en el ecuador de la vida de las otras dos consolas del mercado y justo en un momento en que PlayStation y Xbox están apostando por las generaciones escalonadas con tal de suplir la demanda de potencia de los jugadores frente a la superioridad técnica casi insultante del PC, y aparece además con una apuesta gráfica manifiestamente inferior a las plataformas que llevan tres años a la venta. Es evidente que Switch no viene a competir con nadie sino a hacer su propia propuesta, pero su escasa alineación de juegos de lanzamiento y la poca mano izquierda a la hora de justificar sus limitaciones y el precio de sus periféricos acaban sembrando la duda en el comprador. El problema es que, aunque Switch no quiera compararse, los jugadores sí están dispuestos a hacer esas comparaciones. Y no hay números que reflejen la calidad narrativa o la inteligencia en el diseño del próximo Zelda, o las sensaciones que desprende el famoso ‘clack’ al colocar la pantalla en el Dock o el tacto mismo de los JoyCon. De momento lo que se ven son cifras sobre resoluciones, frames por segundo, precios de piezas por separado, cantidades sonrojantes de juegos de lanzamiento y elementos en común con la época en que Nintendo se preocupaba más del gimmick que luce en un regalo de Navidad que de los fans acérrimos en busca de nuevas y buenas experiencias con Mario o Metroid. El precio que está pagando Switch por ser diferente es precisamente la negación de esa diferencia para convertirla en una otredad negativa —«no eres distinta, eres peor»—, la exposición de sus problemas en un mar de críticas que no por cada vez más habitual resulta menos impactante. Cuatro años antes de fallecer, Satoru Iwata mostraba en público sus temores respecto a la entrada de Nintendo en el mundo de los juegos para móviles diciendo que no quería que Nintendo «dejase de ser Nintendo»; la identidad es el mayor tesoro de la marca, y es tan esencial seguir cultivándola como protegerla de amenazas externas y malas decisiones internas. Sobre el papel, incluso aunque acabe sufriendo un arranque flojo, Switch tiene sus opciones si el catálogo la acompaña a medio plazo y consigue contar esta vez por fin con el complemento de las third-party, pero sobre todo si logra transmitir la idea de que es una consola que arrastra una historia de 30 años. Un aparato con rasgos de todas las consolas anteriores —con JoyCons que recuerdan a la NES y funciones gestuales que son vestigios de la Wii, amén de su esencia híbrida entre sobremesa y portátil, un nicho que la compañía domina desde Game Boy—, ajeno a la pelea de la potencia de las Pro y las Scorpio, que permita a Nintendo sobrevivir a las crecientes embestidas de la crispada opinión pública y, sobre todo, que le permita seguir siendo Nintendo.