Los mejores juegos de 2017

La de Hellblade ha sido mi sorpresa del año, al tratarse de un juego que había seguido sólo desde la distancia y sin demasiadas expectativas. La última vez que Ninja Theory se embarcó en un proyecto de perfil personal produjo Enslaved: Odyssey to the West, una aventura postapocalíptica con los nombres de Andy Serkis y Alex Garland como aval de calidad, que a la postre sería más recordada por un excelente uso del mocap que por el recorrido de sus personajes. Hellblade, con su campaña de marketing centrada en torno a asesores científicos y potencial gráfico, olía a nueva salida de tiesto, y sin embargo terminó siendo un relato profundamente contenido que combina los alardes de una superproducción con el lirismo de un juego independiente. Sus autores han querido que se interprete como un puente entre los extremos más comerciales y experimentales de la industria. El resultado es exactamente ese, y si el mundo es un lugar justo, algún día otros seguirán su ejemplo.

Prey toma prestadas muchas cosas de juegos que le han precedido (BioShock, Dead Space, Deus Ex o el propio Dishonored) y añade unas cuantas más de su propia cosecha en un crisol que funciona sorprendentemente bien. La mecánica de reciclar unos objetos para construir otros me parece maravillosa, por ejemplo, igual que su árbol de habilidades que, además, nos plantea el dilema de potenciar nuestra parte humana o nuestra parte alienígena con algunas consecuencias jugables directas.Estamos ante una aventura muy sólida, agradable de jugar y con un interesante equilibrio entre misión principal y misiones secundarias. Sus largas cargas entre zonas y el poco carisma de su protagonista, literalmente un lienzo en blanco, no empañan ni de lejos todo eso.

Nintendo ha logrado crear un juego fresco y lleno de nuevas mecánicas. Cappy, que tenía el peligro de sufrir el efecto Poochie, ha sido todo un acierto en el aspecto jugable y eso, combinado, con un diseño de niveles que roza la perfección tanto en lo estético como en lo práctico, ha dado como resultado un producto extremadamente redondo y disfrutable, lleno de guiños y homenajes para el jugador veterano.

Por criticar algo, el modo para dos jugadores me ha parecido muy prescindible y el control por movimiento una broma que, por suerte, no es necesario utilizar. Todo lo demás es de 10.

Hace poco Eiji Aonuma confirmó que ya se estaba trabajando en el siguiente Zelda y, por más que lo intento, no soy capaz de imaginarme qué puede hacer Nintendo para superar esto. Les deseo buena suerte y mucha inspiración.

Todas las noches, antes de irme a dormir, le rezo al niños Jesús y le doy las gracias por The Cabin in the Woods. La chaladura metafantástica que Whedon y Goddard parieron a medias en lo que suelen describir como una febril noche de folios voladores e ideas con vida propia me vuelve loco por muchas razones, pero una de ellas es cómo obedece a los parámetros del cine de terror durante ese primer tramo engañoso, antes de revelarnos su funcionarial verdad con tazas de café, cincuentones alopécicos y camisas arremangadas. Con Resident Evil 7 recordé ese maravilloso baile de tendencias: si bien el séptimo juego principal de una saga tan hipertrofiada como sus delirios narrativos (o como la forma definitiva de la mayoría de sus jefes finales) arrancaba desde sus antípodas en el terror, en lo que parecía un survival horror en primera persona de nueva ola, un muy occidental pariente de Outlast o Amnesia, poco a poco el juego de Capcom iba dejando entrever rasgos clásicos de la serie, al principio casi como guiños en el lore, piezas de puzle que recordaban a puzles de otros tiempos, pero luego con más ímpetu. Y esa tendencia solo va en aumento hasta que uno logra saborear el exótico periplo desde un tipo de terror a otro, como si los engranajes hubiesen ido encajando con cada paso y cada susto y cada miembro cercenado, hasta alcanzar un lugar que nos es familiar. Resident Evil 7 no evoluciona a través del cambio de paradigmas sino que, como Cabin in the Woods, prefiere hacerlo comentándose a sí mismo, probándose, cuestionándose: parte de un punto que le es ajeno y luego fuerza la experiencia para encontrarse consigo mismo, con la identidad que se le presupone a la serie y que, para qué vamos a negarlo, algunos seguimos disfrutando incluso en sus horas más bajas.

Resident Evil 7 es un juego muy listo. Va vestido de clásico: homenajea y celebra a más de una película imprescindible para que en tu cabeza esté más cerca de ellas que de las aguas pantanosas en las que se ha movido durante unos cuantos años la serie, entre juegos menores que parecían querer sacarle algo de rentabilidad fácil a la nostalgia de los primeros Resident Evil y experimentos con gaseosa que directamente no tenían sentido fuera de la mente retorcida de un hombre de negocios. Piensas más en La matanza de Texas o en Evil Dead que en Resident Evil 6, un juego tan malo que me he visto obligado a camuflar su nombre para no obligaros a leerlo; pero también piensas en Resident Evil, en los primeros juegos, en algunas de sus escenas más recordadas y sus momentos más icónicos. De manera muy inteligente, Capcom adopta la forma de los juegos de terror actuales, los que se han ganado el favor de los fans del survival horror en los últimos años, y pone sus propios mitos al lado de los de los grandes clásicos del cine de terror, de tú a tú, y con ello consigue que Resident Evil 7 parezca más valiente de lo que es. Esto se hace más evidente a medida que se acerca el final (más irregular que las primeras horas, incontestables), cuando el juego se vuelve un poco más bombástico de la cuenta, pero ni con esas se matizan las ideas más geniales, la manera en que se cocina el miedo para hacer que tengas miedo de cualquier sitio, en cualquier momento. Supongo que hay algo de nostálgico en celebrar Resident Evil 7, sobre todo porque confirma el peor de nuestros miedos: no es que Capcom no pudiera repetir el impacto que logró con los primeros juegos de la serie, era que no quería.

Arkane es el tipo de estudio que parece estar en inferioridad compitiendo contra dispensadores de recompensas y grandes entramados online en los que la función social pesa tanto o más que el propio juego. Sus immersive sims (una rareza que ha recuperado fuerza en los últimos años, después de que varios grandes juegos, entre ellos Dishonored, de la propia Arkane, devolvieran el concepto a la actualidad) son ejemplos muy buenos de las principales virtudes del género: las maneras creativas de jugar que proponen, la tensión que consiguen crear antes de poner en marcha un plan de acción, el interés que pueden generar sus historias gracias a la implicación que exigen. Prey, un proyecto infame que recibe su nombre de un juego de 2006 con el que no comparte nada, ha resultado ser otra excelente carta de presentación para todo un género y otra obra de ingeniería que va dejando al descubierto sus entrañas a medida que aprendes a utilizar y explotar sus mecanismos. La Talos I, la estación espacial en la que se desarrolla el juego, es un lugar extraordinario que tenemos que ir leyendo (literalmente, en emails, libros o notas, pero también a través del diseño de los escenarios) para recordar un pasado en el que hay tanto lugar para la paranoia y la desconfianza como en la propia estación, en la que aprendes a temer incluso a las famosas tazas, una de las imágenes más conocidas de Prey. Además de explorar los acontecimientos que llevaron a la Talos I al lamentable estado en el que te la encuentras, hay que explorar la estación, el espacio físico, utilizando una serie de herramientas y habilidades algo más limitados y humildes que los de Dishonored pero con posibilidades igual de estimulantes. Como los protagonistas de sus juegos, Arkane puede estar en inferioridad y su futuro puede parecer incierto, pero tienen a su favor el uso tan inteligente que siempre hacen de los recursos que tienen a su disposición.

También hay algo especial en los vídeos de gente logrando hazañas prodigiosas exprimiendo al máximo las herramientas de Super Mario Odyssey; Cappy, la gorra barra patada lateral de Mario en esta última aventura, ha dado mucho de sí en estos últimos dos meses del año. Recuerdo haber pensado, mucho antes de que se publicara el juego, en esos saltos imposibles como los que se han ido viendo desde el lanzamiento; fue en uno de los eventos para prensa que organizó Nintendo con la demo del E3, en verano. Dediqué bastante tiempo a experimentar con las técnicas avanzadas de salto, que en ese momento se me atragantaban un poco (por fortuna, ahora soy el Mayor Experto en Super Mario Odyssey del planeta); de ese evento saqué un par de párrafos, varios meses después, en los que contaba mi experiencia al saltar sin preocupaciones, con la intención de «simplemente perder algo de tiempo moviéndose por el escenario y pegando brincos». Ahí estuve un rato charlando con varios compañeros sobre algunos saltos que parecían imposibles, diseñados solo como muros para frenar el progreso hasta que se cumplieran ciertos objetivos, y me alegra desvelar que motivé el, según los expertos, primer super play de Super Mario Odyssey capturado en vídeo. Desde entonces empecé a pensar que una señal de que el juego había sido un triunfo sería que la gente consiguiera forzarlo para tirar abajo esos muros y hacer el tipo de virguerías que hoy, efectivamente, estamos viendo día sí, día también. Esos vídeos son, para mí, quizá el mejor ejemplo de la grandeza de Super Mario Odyssey; por un lado, materializan en un clip de vídeo la serie de cualidades abstractas e inmateriales que hacen que el juego sea divertido en tu cabeza, y las convierten en diversión en la cabeza de otra persona con una efectividad del 99,99 % (es Ciencia); por otro, son la prueba de que estaba todo calculado: a pesar de ser el Mario más estrafalario y abierto de los últimos años, cada metro cuadrado del terreno que atraviesas está medido con cuidado, a lo largo y a lo ancho y a lo alto, para acoger a todo el mundo. A quien prefiere la seguridad de que le recuerden todo el rato con qué botón se salta y a quien quiere ir más allá de lo que está permitido, desafiar al equipo de desarrollo y utilizar en su contra las herramientas que han creado. Y entonces, cuando esa persona se cree que va a ser la última en reír, Nintendo ríe mejor: una montañita de monedas te hace saber que lo tenían todo previsto, que esperaban la visita. Como el salto de Mario, Nintendo lleva perfeccionando este gag desde hace treinta años: Super Mario Odyssey consigue llevarlo hasta el límite porque es radical, porque va directo a la raíz, a la hora de manipular la esencia más básica de Mario. Ese gag es el instante más puro de diversión y felicidad de todo mi año.

Ciertos excesos alejan a Super Mario Odyssey de ese juego perfecto que muchos nos habíamos imaginado al ver el vídeo ese con el perro, la playa y los gallumbos, pero hay algo auténticamente mágico aquí: su capacidad para poner a cualquiera de buen humor —por lo visto incluso han hecho una película sobre esto. Es algo que está incluso por encima del clásico concepto de diversión, que va más allá del niño que llevamos dentro y que viene después de los saltos, los rebotes y los correteos con una gracia especial; es algo que nadie debería querer perderse.

Puede que Persona 5 vaya de eso, de saber escuchar. También de ser escuchado, de saber cómo llamar la atención para seguir existiendo a ojos de quien te rodea, de la opinión pública o de las putas redes sociales. O quizás, más simple, quiere recordarnos la importancia de tener alguien con quien tomar un buen café y compartir tardes lluviosas en la biblioteca. De lo que no va, desde luego, es de conspiraciones, de ladrones justicieros y de muertes misteriosas; se agradece, en cualquier caso, que sirva eso como excusa para hacer todo tipo de filigranas visuales, para presentar un sistema de combate especialmente versátil y duradero o para dar estabilidad a una estructura que intenta y consigue sistematizar, paradójicamente, las relaciones humanas.

Este año hemos discutido por dinero, por pagos grandes y pequeños, pero yo sigo más preocupado por el tiempo. Qué maravilla eso de invertir más de 200 horas en un juego y sentir que no has desperdiciado ni una sola; buscando otra vez gallinas en Kakariko, compartiendo la frustración de la princesa, preguntando cómo se utiliza el escudo de snowboard, descubriendo vete tú a saber qué en el santuario número ochenta y pico, cabalgando hacia la melodía del acordeón o mejorando la alforja gracias a un árbol con maracas. Es muy, muy, muy bueno, de verdad.