No me cuentes más cuentos

Ciegos de claridad

Dragon Age: The Veilguard es el último cómplice del mal de la cultura actual: el de los mensajes inequívocos. El nuevo lanzamiento de Bioware parece adaptarse a esta era en que las grandes producciones no dejan hueco para las lagunas, los misterios, las interpretaciones o, válgame, la ironía. Es una piedra más en un momento en el que la alfabetización mediática, la capacidad de lectoras, espectadoras y jugadoras de interpretar y entender los mensajes que reciben se pone a prueba constantemente precisamente por la literalidad y reiteración de estos. Todo está dicho. Todo está delante de nosotras. No hay nada que pensar. No hay más.

Ve a ayudar, Rook. Apóyalos. Resuelve esos problemas nos dice Varric después del asalto de Weisshaupt, uno de los primeros momentos álgidos en la trama de Dragon Age: The Veilguard. En la escena anterior a esta línea de diálogo se sientan alrededor de la mesa todos nuestros compañeros, ya reclutados: las piezas clave de cualquier juego de Bioware. El meme de jugar al juego por la trama,—la trama siendo uno de estos inadaptados— parece que fuera hecho para las obras del estudio canadiense. En estos momentos de rara confluencia de todos los personajes, se entiende la importancia, el pathos que sobrevendrá en la conversación después de la tragedia que vivimos en la fortaleza de los guardias grises. Una oportunidad para mover el argumento hacia lugares nuevos, para crear dinámicas de grupo, para que los personajes hablen, quizás, sobre cómo han percibido lo vivido, para dejarnos entrever cómo sienten y qué opinan de nuestras decisiones.

Y sin embargo en The Veilguard esta oportunidad no se siente totalmente perdida, pero sí ridícula. Es, quizás, uno de los momentos más embarazosos que yo haya vivido jamás en un videojuego. En una fase de la narración en la que pareciera que lo más importante es asistir a una reunión donde la Guardia del Velo en conjunto intente dar sentido personal y colectivo al atentado de Ghilan’nain sobre los guardias grises, Bioware pone a los personajes a hablar de sus batallas particulares, sabedora de que lo mejor y lo que quiere promover son sus historias personales. Se crea así un momento absolutamente surrealista en que varios personajes hablan de las misiones que hemos vivido con ellos en misiones pasadas —atención a las comillas, que son ironía—: Harding «confiesa» literalmente «yo no paro de preocuparme sobre mi nueva magia, qué significa», en el que Belara «anuncia» que le preocupa «el Nadas Dirthalen, lo que significa para mi gente…» —los tres puntos añadiendo insulto a la injuria, como si fuera mi madre intentando crear misterio en Whatsapp—. «Hasta que se resuelvan esos problemas, no estaremos preparados para combatir a los dioses» «desvela» Emmrich para concluir. Por si fuera poco, la conversación posterior y a solas con Varric es reiterativa en este punto cuando nos dice que «todo el mundo en este equipo tiene algún asunto pendiente». No shit, Sherlock. Y, para rematar, en el log de misiones aparece la tarea de comprobar cómo están nuestros compañeros. Siento cómo se me atrofia el cerebro justo aquí.

Esta escena cinemática alrededor de la mesa se siente especialmente dolorosa porque es absolutamente literal en un juego en el que hay muchos más ejemplos de esto. No hay que leer nada en las expresiones faciales porque lo que dicen los personajes las acompaña perfectamente, con una claridad inequívoca y anuladora —¿para qué sirven los gráficos entonces?—, no hay que recordar ni aplicar lo que ya sabemos de los personajes previo a este momento, las historias y misiones que hemos hecho con ellos, para interpretar sus decisiones o preocupaciones porque las comunican directamente —de la calidad específica de la escritura no quiero comentar nada aunque sí, podéis inferir que es borderline cringe y simple en muchas ocasiones—, no hay que, siquiera, plantearse el futuro de nuestras acciones dentro del juego porque la conversación entera ha orbitado en torno a eso. No hay ni que, reitero yo también, mirar el log de misiones: me han repetido hasta la saciedad que tengo que ir a hablar con mis compañeros, el libre albedrío o el buen liderazgo —que serían hacer precisamente lo mismo—, escritos en piedra y los cuidados hechos misión. Vaya a ser que no se nos ocurra tener la decencia humana de comprobar cómo están nuestros amigos emocionalmente.

Me siento tonta mientras sigo las migas de pan con luces de neón y carteles de «por aquí» en cualquier juego, el medio y su particularidad mecánica pervertidas en pos de una claridad absoluta, de una agencia dictatorial. Pero en los videojuegos, además, a las mecánicas reiterativas se suman también los discursos inequívocos y aclarados hasta la saciedad que tantos críticos han detectado ya en el cine, la muerte de la ironía y las metáforas que no lo son. La crítica Marta Trivi, en su blog Cultura Caníbal, percibe esto en Lorelei and The Laser Eyes mientras lo compara con la obra de David Lynch: «la forma en la que nos relacionamos con las películas de Lynch nos exige ser unos espectadores activos. Hacer uso de un músculo que la industria —la de los videojuegos y cada vez más la cinematográfica— considera que tenemos atrofiado. La confianza que se deposita ahora en nosotros es nula. Por eso cuando se quiere vender mucho, cuando se quiere tener entre manos un verdadero producto de masas, nada se puede quedar sin explicar». 

Reconozco también el peso de esa etiqueta de producto de masas en Dragon Age: The Veilguard, en la Bioware gobernada por EA. Solo por estar destinado a cubrir las necesidades de viejas jugadoras y resultar atractivo/poner al día a las nuevas, el juego está condenado a sobre-exponer desde mucho antes de esta conversación después de Weisshaupt, quizás desde el principio del juego o desde la inclusión de una cantidad extensísima de fragmentos enciclopédicos que recoger sobre su mundo —Kotaku hizo un ranking de formas de contar el lore con el que estoy más o menos de acuerdo, y colocan las entradas enciclopédicas en la parte más baja de la lista—. El crítico Javier Alemán incide en su artículo sobre The Veilguard en Nivel Oculto en algo que él llama la tormenta de lore, «que el juego nos tira encima, que creo que corre el riesgo de apabullar al jugador nóvel o, peor aún, de volverle indiferente», mientras reconoce el peso que tiene el título de ser una secuela directa de Dragon Age: Inquisition. Y aunque esto no sea nuevo ni exclusivo a este título en la saga, la inclusión de una enciclopedia de lectura redunda con la presencia de un narrador omnisciente, el propio Varric, que aparece tras misiones importantes para resumirlas, reducirlas a sus puntos esenciales e incluso hacer adelantos de lo que significarán en el futuro.

Pero quizás, lo más doloroso de la escena sea que expone y confirma la absoluta falta de misterio de los compañeros, una simplicidad que es intrínseca, pero también extrínseca. Ciegos de claridad, doctorandos por regalo, el juego nos lleva de la mano incluso por las consecuencias de nuestras decisiones en las emociones de los otros cuando aparecen pop-ups en pantalla explicando qué decisión ha llevado a ese personaje a sentirse así. El hilo de nuestras acciones, la capacidad para interpretar señales de la expresión o del tono de voz, para percibir y escudriñar la actuación del magnífico elenco de actores, todo ello desechado porque en la parte izquierda de la pantalla el juego te explica qué está pasando mientras lo reduce a su mínimo. Es una decisión de diseño que, como explica Marta Trivi, no confía en que podamos sacar nuestras propias conclusiones, en que podamos interpretar, inferir, concluir. Nos atonta por tratarnos como tontos, por quitarnos la oportunidad de enfrentarnos a la acción sin mediación.

En cuanto a la simplicidad intrínseca, me parece que Dragon Age: The Veilguard reduce a su elenco a simples vehículos de historias igualmente simplificadas, porque su personalidad se articula entorno a un asunto —problema, trauma o marca— fundacional del que no solo nos enteramos casi inmediatamente, sino que en algunos casos incluso actuamos —como sucede con Harding y sus poderes de la piedra—. Conocemos sus historias casi a la par de conocerles a ellos, y esto no deja tiempo para interpretar, adivinar o inferir, no hay ocasión de pensar en qué esconden, qué les ha llevado a este punto, por qué son o actúan así. En un artículo del New Yorker, la crítica literaria Parul Sehgal habla sobre la tendencia de las ficciones actuales a articular a sus personajes en torno a un único momento traumático, y explica que «las tramas del trauma aplanan, distorsionan, reducen la personalidad a un síntoma y, a su vez, instruyen e insisten en su autoridad moral. El consuelo de su simplicidad tiene un precio muy alto. Pasa por alto lo que sabemos y nos pide que lo olvidemos también: que nos olvidemos de los placeres de no saber, de las dimensiones no escritas del sufrimiento, de las extrañas angulosidades de la personalidad». Dragon Age: The Veilguard, como producto de masas, nos incita a pensar en estos personajes como profundos por su bagaje, pero sin embargo nos lo desvela casi inmediatamente y descubre que, en realidad, no lo son tanto.

Ciegos de claridad, doctorandos por regalo, el juego nos lleva de la mano incluso por las consecuencias de nuestras decisiones en las emociones de los otros cuando aparecen pop-ups en pantalla explicando qué decisión ha llevado a ese personaje a sentirse así.

Dragon Age: The Veilguard pierde la oportunidad de dejarnos descubrir, de seducirnos en lugar de exponer y guiarnos obsesivamente. Y sin embargo, la interpretación y la inferencia son algunas de las tareas que nos sugieren algunas de las mejores obras de ficción, quizás son la marca más clara de que estamos atendiendo activamente a lo que leemos, vemos o jugamos. Truncar ese reino por las migajas de pan, los hilos que nos saquen del laberinto y los carteles de neón nos convierte en espectadoras pasivas y complacientes, en entes que no pueden hacer la crítica o a los que el músculo de la imaginación se les ha atrofiado. Para enamorarnos de una obra, esta nos tiene que dar la oportunidad de dialogar con ella y no imponer su discurso —simple o no—. Lo demás es consumo.

Colaboradora

Literatura comparada y crítica de videojuegos en Terebi Magazine y Nivel Oculto, siempre buscando intersecciones. Al final, como en Inside, soy una cosa amorfa.

  1. Yosefko

    «Para enamorarnos de una obra, esta nos tiene que dar la oportunidad de dialogar con ella y no imponer su discurso —simple o no—. Lo demás es consumo.»

    Me lo tatúo. Has definido en una frase aglo que me obsesiona

  2. Siorys_H2

    Sinceramente, pese a lo guiado que está el juego a mi personalmente me está encantando, tiene una epicidad y unos personajes que a muchos otros juegos envidiarían