No hay destino: los problemas de guion de Destiny

Destiny arranca hablándonos del Viajero, una especie de pelota de golf gigante que un día llegó a la Tierra y proporcionó a sus habitantes los conocimientos y la tecnología para colonizar nuevos mundos y explorar el Sistema Solar. Un tiempo después, otra fuerza llamada la Oscuridad se presentó en casa con el único objetivo de matar al Viajero y destruir a la humanidad. Eso es todo lo que tiene que contarnos el juego, desde el principio hasta el final de la campaña. Nada más. Es un vegetal narrativo vertebrado por mecánicas de tiroteo depuradas (y satisfactorias, aunque sin el más mínimo atisbo de táctica o estrategia), un título aterrorizado de salir de su zona de confort, una obra conformista hasta el punto de la resignación. Como decía Brendan Keogh, Destiny es una estantería Billy de Ikea: un producto bien diseñado pero estrictamente funcional, sin profundidad ni significado. Un objeto que, eso sí, solo quiere ser un objeto. Cuando uno piensa en grandes universos de la historia de la ciencia ficción y la fantasía, hay que dividirlos en dos corrientes: una es la vía J.R.R. Tolkien, mundos determinados por su autor hasta niveles obsesivos, con todos los cabos atados desde las costumbres hasta la historia, las razas, la lengua, la cultura o la religión. Son monstruosas bases de datos que sirven para definir hasta el más mínimo detalle de la concepción del autor. Y la otra vía es lo que Cameron Kunzelman acuñaba como el efecto de evocación, con su mayor ejemplo en La guerra de las galaxias y su punto álgido en la escena de la cantina de la primera película: en el bar se nos presenta una variadísima galería de personajes de todo tipo, forma y color, algo que transmite al espectador la sensación de que tras cada uno de ellos hay una historia y un pasado. Pero no lo hay. Y está bien así, porque el universo de La guerra de las galaxias es extremadamente rico en matices y sugerencias, en estimular nuestra imaginación para que sea nuestra cabecita inquieta la que rellene los abismales huecos a base de fantasear y crear nuestras propias historias. Hay dos pruebas concluyentes de la efectividad de esta técnica: una es la cantidad desmesurada y brutal de muñecos que ha vendido la franquicia (las figuras de acción son, en esencia, marionetas para aplicar nuestro propio guion a sus personajes, para crear una especie de fanfics improvisados que sirven para aumentar la dimensión de sus historias o cambiarlas por completo), y sobre todo la forma en que el universo Star Wars se ha expandido en todas direcciones partiendo de solo tres películas. La necesidad irrefrenable de sus fans de crear esa base de datos tolkieniana, de extrapolar su mundo preferido a la otra vía narrativa para paladear cada detalle y establecer un canon. En La guerra de las galaxias la voluntad de evocación era tan perfecta y estaba tan bien gestionada que engendró decenas de cientos de tebeos, novelas, videojuegos y debates de una complejidad mareante. El problema con Destiny, en realidad, lo tenemos nosotros y no él. Su lenguaje visual es poderoso y expresivo y nos ha llenado el cerebro de promesas vacías que nosotros mismos fuimos fabricando. Frases como «La amplitud y profundidad del mundo de Destiny te anima a encontrar tus propias aventuras; es un lugar donde puedes dejar tu huella» tampoco ayudan precisamente, por no decir que se basan esencialmente en mentiras típicas del marketing. Sus gestos nos señalan que busca hacer como La guerra de las galaxias o Los guardianes de la galaxia o Alien o el mismísimo Philip K. Dick, sugerir mundos enteros solamente usando los detalles adecuados dispuestos de la forma apropiada para que sea el lector, el jugador o el espectador quien fabrique la cohesión y la riqueza de forma virtual, pero su devenir no se corresponde con esos incipientes amagos de profundidad. En los videojuegos esto lleva años intentándose, unas veces con más acierto que otras, apoyado en lo que se conoce como narrativa emergente: pequeños conatos de historia, insinuaciones o pistas distribuidas en el entorno que son susceptibles de ser exploradas, interpretadas e incorporadas a la historia y su contexto. Destiny hace muy vagos intentos: la maquinaria anticuada, los edificios industriales y los barcos varados en la Tierra; los templos subterráneos en la Luna (que sugieren que la Colmena podría ser una civilización inteligente con su propia cultura, su religión y sus costumbres… quizá incluso una sociedad con paguita, a juzgar por su forma de luchar) o el hecho curioso de que en la Torre todo esté señalizado en inglés, portugués y chino. El resto es un parque temático con un número concreto de atracciones a las que vuelves para aumentar tu experiencia (en este caso de forma literal: para ganar puntos de experiencia), atracciones ambientadas en el salvaje oeste o en la polinesia o en la selva amazónica tirando de tópicos y de clichés, con una narrativa mínima y perezosa porque al fin y al cabo son solo atracciones y la chicha está en la maquinaria y sus sacudidas excitantes. Los entendidos en el género clasifican Destiny, no como ciencia ficción pura, sino más bien como una space opera plagada de ideas anticuadas (la luz, la oscuridad, los protectores, los malos) a la que solo le faltan números musicales. Su historia es genérica (hay quien dice que Destiny parece un videojuego ficticio de los que salen de fondo en las películas) y su guion ha hecho que hasta una auténtica bestia de la interpretación como Peter Dinklage haya caído en una displicencia y un aburrimiento que se ven reflejados cada vez que el Espectro suelta una parrafada irrelevante para intentar justificar por qué vamos aquí o allá a cargarnos a todo lo que se mueva. Un actor se queda sin margen si lo que debe interpretar es tan profundo como leer un prospecto médico, y aquí lo sorprendente no es tanto que Dinklage no consiga destacar como el hecho de en Bungie decidieran contratar a un actor de tanto nivel para ponerle la voz a una máquina de tabaco flotante. Y ya ni hablemos de las dos o tres veces en que nuestro personaje habla, algo que parece inconexo, casi chocante, como si el juego estuviese planteado para que no dijese ni una sola palabra y de vez cuando se olvidase de sus propias reglas. Destiny es divertido y es adictivo, y en ese sentido es una obra redonda dependiendo de lo que uno espere de él. Si uno espera una buena mecánica transversal de progresión y farmeo con tiroteos sin mucha complicación, perfecto: heroína sin adulterar, horas de gozo y éxtasis. Pero si uno se dejó encandilar por el supuesto trascendentalismo de su historia, los artificios del departamento de publicidad, las promesas de llevarnos a un universo lleno de posibilidades donde vivir aventuras únicas y experiencias inolvidables, la decepción va a ser difícil de evitar. La deshonestidad de su potencial fingido desde el principio golpea más duro sobre todo al final, cuando la historia acaba y uno no tiene ni pajolera idea de si su paso por el universo de Destiny ha tenido la más mínima incidencia: parece que algo bueno hemos hecho por el Viajero, pero en la práctica nada ha cambiado. En The Matrix las máquinas sumergían a la humanidad en una realidad virtual estanca, una versión de 1999 en la que nunca sucedía nada, una simulación totalmente estable y controlada donde nada podía cambiar y en la que la gente circulaba, vivía y moría, sin que nada importase en realidad y sin que su papel (al menos el de los que nunca tomaron la píldora roja) tuviese la más mínima magnitud más allá de la energía generada por su cuerpo, de su función como batería orgánica. Cuando juego a Destiny me pregunto si no lo habrá diseñado una máquina.