No disparen al crítico

Sacudido con fuerza (aunque nunca sorprendido, por desgracia) por las reacciones iracundas y desproporcionadas que rodearon al artículo de Laura Gómez sobre el trato que reciben las mujeres en algunos juegos online, el otro día le daba vueltas a la idea del pensamiento crítico con respecto a los videojuegos.

En los últimos años se han multiplicado las opiniones escépticas o incluso negativas en los consumidores de prensa especializada. A veces con razón, claro, pero muchas otras por una especie de postura social premeditada que utiliza el escudo de la apatía y la falta de impresionabilidad como declaraciones de independencia intelectual, como una forma de decir al mundo que uno ya está de vuelta de todo y que esos cuatro polígonos y esas tres texturas que tanto entusiasmo han despertado al resto no son para tanto. Tú eres un cordero en un rebaño y yo un lobo solitario, un espíritu indomable ajeno a las terapias de lavado de cerebro comercial. Soy más listo que tú, en definitiva; o como mínimo tengo más experiencia. Son opinadores con el piloto automático siempre activado y en mi casa les llamamos «los caballeros del MEH«.

Obviamente no estoy diciendo que toda opinión dubitativa, despreciativa o destructiva sea siempre impostada; la mayoría, quiero creer, son honestas y tienen una base argumental detrás. Pero creo que todos sabemos de qué tipo de comentarios estoy hablando. Las motivaciones que llevan a uno a ser un cenizo de este tipo se me han escapado durante años, pero creo que estos días he llegado a una conclusión: los adalides del escepticismo gratuito se han alzado como los auténticos espíritus críticos sin saber, en realidad, qué es ser crítico.

El pensamiento crítico no es solo señalar los problemas de lo que no nos gusta, sino también, y sobre todo, hacer lo mismo con algo que disfrutamos.

Aquí es donde quiero enlazar con el artículo de Laura. La violencia con la que algunos y algunas reaccionaron a su testimonio no solo le dio la razón en cada uno de los puntos que señalaba en su texto, sino que demostró que mucha gente es incapaz de criticar algo de lo que está disfrutando. Cualquier crítica a una faceta de un juego que les gusta es para muchos un ataque al total de la obra, a sus autores y de algún modo también a ellos, de una forma personal y especialmente dolorosa. Les ofende y les aparta de cualquier posibilidad de reflexión, de analizar si esa crítica tiene razón (esto es importante: en las circunstancias y en el contexto en que se emiten, no en la experiencia de uno mismo) y se entra en una especie de frenesí agresivo ante lo que se considera una injusticia, una manipulación o una mentira. No cabe espacio a la empatía, solo al ataque.

Y ese es justo el problema: el pensamiento crítico no es solo señalar los problemas de lo que no nos gusta, sino también, y sobre todo, hacer lo mismo con algo que disfrutamos. El gozo de pasárselo estupendamente con un videojuego, idolatrarlo, amarlo, defender sus virtudes y estrechar lazos emocionales con esa obra debe ser compatible con la capacidad de ver en qué facetas es criticable, sean de tipo mecánico o narrativo, o sean a nivel político o social. La distinción entre lo problemático y lo erróneo (o lo ofensivo) existe, pero es importante ser capaz de fundir el disfrute y la visión crítica en una misma experiencia. Ver los logros increíbles de la saga Grand Theft Auto a niveles técnicos e históricos, pero también discernir su burda manera de hacer sátira y el tono misántropo con que retrata a todo ser humano que desfila por sus calles. Jugar al juego, pasárselo bien y ser también capaz de ver esta problemática es un ejercicio sano y positivo, y sin duda mucho más productivo que suscribirse a la opinión generalizada y no sacar nunca los pies del tiesto.

Como sugería Ria Jenkins en su artículo para The Guardian sobre la diferencia entre crítica y censura, esta unión entre lo disfrutable y lo problemático dentro de una misma obra es más fácil de ejercitar con el paso de los años. Obras históricas donde se practica el esclavismo, la misoginia o la violencia religiosa son catalogadas en nuestro cerebro como el producto de artistas que vivieron en otra época distinta y que los valores de esos momentos de la historia son totalmente distintos a los de la sociedad desarrollada actual. Lo entendemos, lo aceptamos y lo ignoramos para centrarnos en todo lo bueno y bello de esa misma obra. En cambio cuando se trata de algo contemporáneo, como un videojuego o una película, esa distancia crítica es mucho más difícil de establecer.

Hablar «mal» de algo a lo que uno ama es doloroso, pero cuando uno se acostumbra a ejercitar esa glándula se da cuenta de que, aunque los videojuegos no son ni de lejos la fuente del machismo o la violencia que hace del mundo un lugar bastante jodido (en el artículo de Laura algunos decían «a mí también me insultan y soy un hombre», como si fuese algo normal o aceptable o correcto que te insulten por tener poca habilidad al jugar; como si eso no fuese en realidad otro problema muy grave), sí que pueden ayudar a mejorarlo y a que algunos se piensen las cosas un par de veces antes de hacerlas.

Dibujo: Bruce Eric Kaplan

Hay quien prefiere ignorar todo esto, seguir viendo los videojuegos como esa vía de escapismo lúdico, ese refugio relajante en el que nos evadimos de los problemas del día a día y nos embarcamos en barcos piratas o en batallas contra monstruos malignos. Hay un coste, una energía mental que se consume cuando uno acepta las críticas que alguien está haciendo ese reducto de diversión sin complicaciones. Es normal que muchos huyan de cualquier atisbo de intelectualismo o crítica social después de pasarse el día en clase o en la oficina o en la fábrica aguantando el tedio, que no estén dispuestos a ese gasto energético.

Quizá el secreto está en asimilar que todo tiene un lado problemático, que hemos decidido no sentirnos culpables por todo lo que hacemos porque sería imposible vivir con ello: tenemos teléfonos móviles fabricados con materiales conseguidos en condiciones infrahumanas y ensamblados en instalaciones donde la gente se suicida de pura angustia; llevamos ropa tejida por trabajadores explotados al otro lado del mundo; usamos aplicaciones de compañías que torean a los ministerios de Hacienda de medio mundo; mantenemos redes sociales que no respetan la privacidad de los usuarios… Es literalmente imposible ser coherente con todo en esta realidad, y si somos cuidadosos en una faceta, dejaremos de serlo en otra. Hemos desarrollado un mecanismo de defensa capitalista que nos permite olvidar o ignorar ciertas cosas con tal de poder seguir con nuestras vidas. Pero esas problemáticas siguen ahí.

Con los videojuegos sucede algo similar, pero con el factor añadido de que muchos nos hemos vinculado a ellos desde muy pequeños, hemos crecido jugando y disfrutando y hablando de juegos, y eso es algo que tenemos integrado en nuestra propia identidad desde mucho antes de desarrollar el pensamiento crítico.

Súbitamente hay algo en nuestra cabeza que nos dice que algo no está bien, que esta maravilla esférica que recordamos como el epítome de todo lo bueno y lo puro y lo bello no es en realidad tan esférica ni tan perfecta, y que tiene características negativas que nunca habíamos visto hasta que esa señora con camisa de cuadros y pendientes circulares lo señaló en uno de sus vídeos. Y aquí se abre la disyuntiva: ¿examino su argumento y me arriesgo a sentirme culpable por gustarme algo que promueve cosas que van contra mis principios, para después tomar distancia crítica y tratar de equilibrar mi disfrute con mi desaprobación con el esfuerzo mental que eso supone? ¿O mejor cargo contra esta terrorista que quiere destruir mi estilo de vida con su crítica incendiaria y sus ideas absurdas? Parece claro cuál es el camino fácil.

El gran tema de muchas películas sobre la Navidad es cómo los adultos hemos perdido la inocencia que los niños aún conservan; cómo alguien malévolo nos dijo que los Reyes Magos son los padres y Papá Noel lo inventó Coca-Cola, destruyendo nuestra ilusión y aniquilando de un golpe nuestra infancia. En realidad se trata de alegorías de lo que en realidad es madurar: ser mucho más consciente del mundo que nos rodea, saber la verdad, entenderla y examinar la forma en que nos afecta a nosotros y al resto de las personas. Con el pensamiento crítico quizá ya nunca podremos disfrutar de las cosas como lo hacen los niños, de esa forma despreocupada y ajena a todo pero siempre honesta y apasionada; ya no nos pondremos histéricos al abrir un paquete y descubrir que nos han regalado una Nintendo Sixty-Four, porque en nuestra vida ahora hay muchas más cosas además de la diversión inmediata. Hay responsabilidad para con nosotros y los demás, hay una necesidad de ser honestos, y hay una certeza de que uno no debe sentirse culpable por criticar lo que le gusta, sino convertir ese sentimiento en un nivel un poco más elevado de consciencia, en una pauta para estar un poco más atentos y saber más sobre lo que sucede en el mundo. Esto, creo, debería ser una obligación.