The Division y la supremacía del gilipollas

El lore de The Division se basa en una de esas ideas que Tom Clancy dejó apuntadas en dos o tres frases antes de morir y que, con toda probabilidad, suman varios cientos de sinopsis escritas a vuelapluma, sin pensárselo demasiado, para cubrir el cupo mínimo que justifique ese Tom Clancy’s en el título. O igual ni eso. Pero el caso es que la idea principal es que el gobierno tiene una suerte de células durmientes de agentes de élite que llevan vidas corrientes y solo son llamados a filas cuando la cosa se va de madre de forma irremediable. Estableciendo paralelismos accesibles, los miembros de The Division son lo más parecido a los antiguos Marshall que trataban de mantener un mínimo orden en aquel gigantesco coño de la Bernarda salvaje y violento que era la Norteamérica del siglo XIX y principios del XX, el viejo oeste. Tras la epidemia del Black Friday que colapsa el país en menos de una semana, los rateros, los pandilocos y los malhechores pescan a placer en río revuelto y es el momento de que estos agentes traten de restablecer el orden entre los supervivientes o, como mínimo, salven lo que el desastre todavía no se ha llevado.

Recuerdo que durante la primera beta cerrada, Pep habló en el podcast Reload de los buenos momentos que podían llegar a producirse en la Zona Oscura, esa área donde los jugadores coinciden online y pueden matarse entre ellos para robar recursos o armas o por el simple placer de ser un psicópata. Hablaba, textualmente, de «narrativa emergente» cuando se refería a las batallas contrarreloj que uno libraba para repeler a los buitres mientras trataba de defender su mandanga hasta que llegase el helicóptero que la recoge, pero también a los grupos de asesinos sin escrúpulos y la forma en que creaban pequeños clanes de bandidos que serían un equivalente muy válido de los asaltantes de caravanas y carruajes, otro clásico del western.

En este sentido, al igual que sucede con DayZ, The Division convierte su Zona Oscura en un sandbox moral donde solo la estadística dice si hay más maldad o más bondad entre los jugadores, y más importante aún: elabora un contexto en el que comportarse como un gilipollas tiene sentido, está plenamente justificado y es un elemento esencial en la mecánica de juego. Ubisoft no solo prevé la contingencia del gilipollas sino que espera que aparezca y cuenta con él como pieza clave para crear un ambiente tenso y promover las alianzas, las incursiones colectivas y la comunicación.

En los primeros minutos de la campaña, cuando accedemos al refugio donde nos registramos como agente activo, los autores del juego nos fuerzan a convivir durante un momento con otros varios jugadores aunque ni siquiera tengamos pensado probar el multijugador. Es un salón en el que un oficial —un NPC con un ordenador portátil— atiende a cada solicitud, de una en una, sin que pueda interactuar con más de un solo agente a la vez. En el mejor de los casos, se formará una cola similar a las famosas filas indias frente al Criptarca en la Torre de Destiny, y en el peor aquello se convertirá en un avispero loco de empujones y malas formas que rompe un poco la verosimilitud del ambiente.

The Division plantea otra vez, incluso en ese pequeño y anecdótico espacio sin disparos, y probablemente sin querer, el debate sobre si el hombre moderno es capaz de mantener la compostura cuando las cadenas del orden social se le caen de los tobillos, si en la adversidad son más los que contribuyen o los que toman para sí.

Pero en esa misma sala online, esa especie de limbo previo a la primera misión, se ha dado varias veces una circunstancia que Ubisoft seguramente no había previsto: no podemos atravesar ni mover del sitio a otros jugadores, así que si un gilipollas decide plantarse en mitad de la puerta del apartamento y no moverse de ahí, el resto de agentes se quedan encerrados dentro o bloqueados sin poder acceder. La única solución es cerrar sesión y volver a abrir con la esperanza de que nos toque un servidor donde no haya otro tarado cortando el paso. Porque los hay, y más de los que uno podría imaginar en un principio. De hecho se sospecha que algunos, en su infinita maldad, se colocan en el quicio de la puerta y sueltan el mando mientras se dedican a otra cosa, invirtiendo energía eléctrica y tráfico de datos y parte de sus vidas en hacer perder el tiempo a los demás.

Si Ubisoft creía que con la Zona Oscura había conseguido encapsular este tipo de comportamientos en un lugar al que uno entra sabiendo a qué se puede enfrentar, la ubicuidad de los gilipollas es tan poderosa ha terminado por ganarle la espalda y meterle un golazo —en FIFA, de hecho, sabemos mucho de imbéciles: el siguiente nivel de rage quitting (el asqueroso arte de abandonar cuando pierdes) consiste también en soltar el mando de la consola y dejarse meter infinitos goles, una forma de romper la baraja sin que el jugador honesto pueda levantarse de la mesa, porque eso le daría el partido por perdido; no hay salida—.

En un juego cuyo guion podría resumirse diciendo que se trata de meter en vereda a un montón de gilipollas artificiales, en el que el multijugador no solo acepta a los gilipollas sino que en cierto modo los necesita, parece muy apropiado que ni siquiera un refugio contra gilipollas (literalmente: en el portal del edificio hay un cartel donde dice “aquí hay refugio”) pueda librarnos de ellos. Quizá es imposible contenerlos una vez les dejas entrar. Quizá es aquello que decía el Dr. Malcolm en Parque Jurásico de que la vida, como los muchos gilipollas que desfilan por ella invariablemente, siempre encuentra la manera de abrirse camino.