Acabo de realizar un poderoso ataque especial en Diablo Immortal, uno que hace que mi monje golpee con gran fuerza a todos los enemigos que tienen la mala suerte de estar dentro del círculo mágico que se ha dibujado en el suelo cuando he pulsado el 2 en mi teclado; ahora tengo que esperar unos segundos hasta poder volver a aporrear el 2 en mi teclado para que mi monje vuelva a lanzarse con violenta furia hacia todo lo que se mueva en cinco metros a la redonda, así que miro el timer exquisitamente animado que intenta hacer mi ansiosa espera más llevadera mientras mi dedo corazón acaricia la superficie de la tecla 2, listo para oprimirla tan rápido como sea posible para que mi monje repita su fantasmal patada voladora en todas direcciones. De vez en cuando tengo que hacer como si hago algo, pero a grandes rasgos todo lo que hago en realidad es esperar: espero a que se enfríen las habilidades, a que se llene la barra de experiencia de mi personaje o a que se vacíe la de vida de mis enemigos, pero en general tengo la sensación de que no hago otra cosa que esperar.
Por supuesto, siempre se espera algo; si no esperas nada, no se puede decir que estés esperando. Al otro lado de la espera tiene que haber algo; en el caso de Diablo Immortal, no estoy muy seguro de si hay una luz al final del túnel o una zanahoria atada a un palo. Es un juego increíblemente frenético; una espera se encarama sobre la anterior, se mezclan y se confunden, a una velocidad tal que en cierto momento casi parece que el tiempo se ralentice como en una de esas escenas de película de superhéroes en la que un personaje con hipervelocidad manipula a un grupo de cacos que parecen congelados. Pasa de todo y no pasa nada. Es triste pensar que de todas las cualidades que tenían los dos primeros Diablo, tradicionalmente considerados los mejores o más valiosos, Blizzard haya decidido quedarse con los cooldowns como elemento característico a la hora de llevar el juego a una nueva plataforma.
Está ya muy pasado de moda, pero hubo un tiempo en el que esperar era de hecho la mecánica más importante de muchos de los videojuegos más populares del mundo. Muchos de ellos supongo que mantendrán esos tiempos de espera para recuperar energía antes de poder seguir jugando, aunque tan naturalizados que ya ni siquiera levantan, para la gran mayoría de su público, ninguna sospecha seria. ¿Se le puede llamar “mecánica”? Quizá la más importante, un auténtico duelo de miradas en el que siempre pierdes tú: si te derrota o te persuade la espera, pierdes y pagas; si consigues resistirte y esperar el tiempo que hiciera falta, pierdes el tiempo, que es oro.
Y precisamente por ser oro, el tiempo era tan fundamental en Ogame, el veterano juego de gestión espacial para navegadores, una rareza del viejo internet o una pieza fundamental de tu cultura digital según la época en la que estudiaras la carrera. Ogame es un juego de gestión espacial en el que consigues recursos, desarrollas tu flota y exploras el espacio, relacionándote en términos más o menos bélicos con el resto de líderes espaciales a medida que vuestros caminos se van cruzando. En Ogame, como en Age of Empires, construir una mina o crear una unidad son procesos con una duración concreta. La diferencia está en que en Ogame los tiempos crecen, y crecen a buen ritmo; pronto te encuentras con proyectos con esperas de cuarenta minutos, una hora, tres. Hay alguna cosa que hacer mientras pasa ese tiempo, pero tampoco muchas. Aparte de hacer lo que hoy se podría llamar doombrowsing, solo te queda esperar. Estos tiempos dilatadísimos hacen que una partida de Ogame se convierta en una cosa muy seria; en parte por la misma sunken cost fallacy que tan bien conoce Diablo Immortal, pero también por la sensación mucho más pura y sincera de satisfacción que produce alcanzar hitos tan gigantescos, aunque a la hora de la verdad sean más estúpidos y censurables precisamente por su exagerada duración: cualquier otro juego tiene la deferencia de, por lo menos, hacerte perder el tiempo en cantidades más asumibles. Es un background game en el que la posibilidad de perder el tiempo en cantidades masivas acaba siendo crucial; ponerse una alarma a la hora a la que va a acabar de investigarse o construirse algo tiene todo el sentido del mundo cuando no hacerlo puede retrasar tu avance de una forma tan contundente, retrasando tu estrategia de manera significativa.
Intentando encontrarle a los tiempos de espera usos más dignos que los que la industria mainstream parece dispuesta a darles, volví a meterme a Ogame para ver cómo era en 2022. Aunque estéticamente mantiene el encanto de su época, lo cierto es que el juego ha evolucionado para replicar esa naturalidad de las mecánicas de recarga de energía de las que hablaba antes. Las esperas larguísimas ahora se aprovechan para vender maneras de evitar la espera; si un proyecto va a tardar tres horas en terminar, siempre tienes la posibilidad de pagar materia oscura para acelerar el proceso y estar “siempre un paso por delante de tu enemigo”, como se lee dentro del propio juego. Al parecer, la materia oscura se implementó en 2007, y desde entonces se utiliza para ganar una ventaja competitiva sobre el resto de jugadores desarrollándote a una velocidad imposible de alcanzar sin depender de la materia oscura, suficientemente escasa en una partida normal (a través de sistemas de recompensas por login diario, por ejemplo, una extravagancia barroca en un videojuego milimétricamente diseñado para llevarte de vuelta a él a diario; a organizar, en casos extremos, tu día a día a su alrededor) como para poder decir sin resultar ofensivo que se consigue, antes que de ninguna otra manera, pagando.
En mi cabeza, Ogame era un ejemplo perfecto del uso de la espera como una herramienta expresiva más, un verbo que pudieran enriquecer el vocabulario con el que el videojuego se escribe a través de la jugabilidad. Fue un reencuentro amargo. En vez de una espera ambient y envolvente, como las recordaba, me encontré con un laberinto de colas de supermercado trucadas, en las que el gerente te pasa antes si le sobornas.
Estaba ya desanimado con esta columna, derrotado en mi búsqueda de ejemplos interesantes de momentos de espera en videojuegos que demostraran mi hipótesis de su uso como forma de expresión, cuando se lanzó Last Call BBS, el último (literalmente: el estudio cierra) juego de Zachtronics. Es una colección de minijuegos, algunos nuevos y otros revisiones ampliadas de otros que ya aparecieron en anteriores trabajos, ambientado en un bulletin board system al que te conectas para descargar warez. Sin entrar en mucho detalle, la interfaz principal del juego es el escritorio de un ordenador, a través de las que accedes al BBS, a tu disco duro o a una libreta digital. Lejos de los lujos de nuestro tiempo, la conexión a internet es lenta y algo aparatosa, con tiempos de descarga grandes y límites muy estrictos; para representar esto, Last Call BBS introduce esperas artificiales para guiar la experiencia, no solo por hacer un guiño a la época en la que se ambienta: el par de minutos que tarda en “descargarse” Dungeons & Diagrams, uno de los minijuegos, lo puedes dedicar a familiarizarte con la interfaz, o con el propósito de las notas de la libreta, o simplemente a jugar al solitario, convenientemente desbloqueado desde el principio. Una vez “descargado”, toca esperar hasta poder ir a por otro, una espera bastante más larga y motivo de más para dedicarle quince o veinte minutos al juego que acabas de desbloquear, en general tiempo suficiente para entender las reglas e incluso resolver algún puzle, si eres Russell Crowe en Una mente maravillosa. Es un uso ejemplar de este complicado verbo, que a menudo parece incompatible con un medio tan activo como el videojuego: sencillo pero ejecutado a la perfección, sin segundas intenciones ni sombras. Estas esperas tan sinceras y suaves generan un clima de auténtica confianza en Last Call BBS, porque sabes que no quiere hacerte perder el tiempo ni chantajearte. Hay esperas y esperas, quería decir hace unos cuantos párrafos: algunas son insidiosas y alienantes, pero otras merecen la pena.
videomécum
Del lat. video ‘ver’, ‘comprender’ y mecum ‘conmigo’.
1. m. Libro de poco volumen y de fácil manejo para consulta inmediata de nociones o informaciones fundamentales.
2. m. Una columna de reflexión sobre videojuegos.
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Majora’s Mask me enseñó que la paciencia era una virtud.
Ya lo dijo un tal Einstein, cuanto más te acercas a la velocidad de la luz más despacio transcurre el tiempo, quizás, estamos queriendo ir demasiado rápido, creyendo que es la manera adecuada de avanzar y estamos parados en el tiempo.
Desde que vi el artículo sabía que esto acababa en Last Call. 🙂
Yo la primera descarga me la comí entera mirándo la barra de progreso. En nuestros días resulta casi una experiencia mística.
La segunda traicioné al juego y lo minimicé. Me sentí un poco sucio.
Los puzzles de Zachtronic son la miga de sus juegos, está claro. Pero me encanta el lore, por así llamarlo, con el que los rodea. Tienen algo que no sabría describir. Una mezcla de misterio, complicidad, y buen gusto. Sobre todo buen gusto.
Recuerdo cuando niño mis primeros problemas con la espera en los videojuegos. No sabía interpretarla y los juegos me castigaron severamente por eso. En Vigilante el temor a avanzar hacía que espere a los atacantes y eso generaba que se atiborrara de enemigos la pantalla. El secreto era no esperar. Luego machacaba implacable el botón de puñetazo antes de que llegaran los atacantes a mí, eso generaba un gasto inútil y abría la oportunidad a los malechores de atacarme sin piedad. El secreto era esperar.
Para mi el juego que mejor utiliza las mecánicas de espera es The Longing. El “elevator pitch” es que es un juego que dura 400 días reales. O puede que no…